‘Interior with Girl Reading’, Peter Ilsted

Para George Steiner, que no suele carecer de entusiasmo, el virtuosismo políglota de escritores como Borges, Beckett y Nabokov es un rasgo absolutamente esencial de la gran literatura del siglo XX y un motivo de exultación: en muchos de sus libros[1] expone, con su acostumbrada elocuencia y un fervor casi evangélico, la supuesta superioridad de los narradores que dominan más de un idioma. Quizás esto no sea tan sorprendente en un tipo absolutamente brillante que ha convertido su conocimiento perfecto de cuatro lenguas (inglés, francés, alemán e italiano) en el insoslayable fundamento de una prolongada carrera como experto en literatura comparada pero, por otra parte, semejante insistencia en la supremacía del poliglotismo pasa por alto el desgarramiento experimentado por algunos escritores obligados a expresarse en una lengua que en última instancia siempre les resultará extraña. Agota Kristof, una húngara que escribe en francés, es acaso la que mejor ilustra este predicamento en el panorama de las letras contemporáneas a través de La analfabeta, su breve e intensa meditación autobiográfica.

Se trata de un relato compuesto de once fragmentos que narran, con radical minimalismo,[2] la pasión por la literatura y las incesantes tribulaciones de una mujer que, contra toda esperanza, logra convertirse en escritora. La narración comienza en Hungría en los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra Mundial (la época en que la futura escritora desarrolla su casi obsesiva predilección por la lectura), pero pronto se mueve hacia los duros años de la posguerra (ocupación rusa, hambre, pobreza extrema) y las experiencias de la autora en un internado particularmente riguroso que evoca el descrito por Robert Musil en su primera novela.

Es aquí, sin embargo, que Kristof comienza a internarse en el laberinto infinito del lenguaje: ante la desolación que la rodea se aferra a la escritura como lo único que puede conferir un sentido a la experiencia. Por supuesto, pronto comprenderá que escribir (por oposición a redactar) no es precisamente fácil y gran parte de la novela se concentra en describir su empecinada lucha con las palabras, tan ardua que a menudo la atenazan dudas persistentes sobre su vocación: no se trata aquí de otra de esas historias patéticas y bienintencionadas de superación personal tan caras al peor cine de Hollywood (la muchacha genial rodeada por gente vulgar sin un gramo de sensibilidad estética), sino de alguien que sigue al pie de la letra, con espléndida terquedad, el imperativo categórico de Beckett: “fracasa otra vez, fracasa mejor”.

Ahora bien, esta encarnizada pugna con la resistencia del lenguaje se desarrolla inicialmente dentro de un espacio estrictamente delimitado, el de “la feroz, poderosa y corrosiva lengua húngara” (Cioran), pero tras escapar a Suiza en 1956, Kristof debe afrontar la más dura de las pruebas: se convierte virtualmente en una “analfabeta” aplastada por su absoluta ignorancia del francés. Muchos artistas se han encontrado en esta situación pero muy pocos consiguen transmitir de manera tan precisa y antisentimental la dureza inmanente al aprendizaje de un idioma desconocido: Kristof no se parece en nada a políglotas ilustres como Joyce, Pound o Nabokov y el fragmento que describe su encarnizada batalla con la lengua francesa sólo puede compararse con ciertos pasajes del Diario de Gombrowicz en los que el escritor polaco refiere sus primeros años en Buenos Aires.

Podría objetarse que no es para tanto y que lo único que ha conseguido Kristof es dar otra vuelta de tuerca al protocolo narrativo que suele asociarse al Bildungsroman pero, a pesar de que la narradora reconoce la sabiduría de las reglas esbozadas por Joyce para uso de los artistas (“silencio, exilio y astucia”), su poética está mucho más cerca del Beckett que rechazó a su antiguo mentor y optó por “trabajar con impotencia, con ignorancia”: precisamente así ha forjado Agota Kristof su estilo incomparable, esa prosa refinada y precisa hasta la exasperación, esa “escritura blanca”,[3] despojada de metáforas, que convierte el título de su libro en la más pertinaz de las ilusiones.

Notas:

[1] De Extraterritorial (1969) a Steiner en el New Yorker (2009).

[2] La única comparación posible sería quizás con Fleur Jaeggy, esa otra virtuosa de las formas breves, pero el estilo de Agota Kristof es aún más depurado y por momentos parece acercarse a ese casi mitológico “grado cero de la escritura” que Barthes creyó reconocer en la obra de Camus.

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[3] Otro concepto elaborado por Barthes para referirse al “grado cero de la escritura”.

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