En su respuesta a mis razones y preguntas, el doctor Mañach recuerda que la crítica no tiene solo que explicar, “sino que también está la crítica para enjuiciar lo que se ofrece”. Nunca he pretendido yo negar esa función. Lo que sí he pretendido es que el enjuiciamiento de nuestra poesía por parte del doctor Mañach resulta confuso. Y ahora, leyendo su réplica, he comprendido mejor la verdadera causa de esa confusión. Solo una crítica que parte intuitivamente del centro de la obra criticada, puede ser justa y clara. No quiere decir que sea siempre apologética: puede incluso, ser muy dura y negativa para ciertas especificaciones viciosas de aquel centro, precisamente porque lo conoce. Pero el doctor Mañach no parece haber tenido nunca una comunicación directa con la raíz de los poetas a que alude; lo cual desde luego, no es ningún pecado, pero sí le quita autoridad para enjuiciarlos. Porque si la explicación tiene que preceder al juicio, el conocimiento amoroso (y yo creo que no hay otro) tiene que preceder a toda explicación en el reino de la poesía.

Y no es cierto, por otra parte, que el doctor Mañach haya intentado siquiera explicar la nuestra. Sus observaciones han girado en torno a la poética nueva en general, utilizando las tesis de notables profesores sobre la obra de poetas como Góngora, Valéry, Aleixandre o Neruda. Esto es lícito e instructivo, pero no es explicar la orientación de nuestra poesía en sus problemas específicos y dentro de su marco geográfico e histórico. En síntesis, el doctor Mañach ha dicho que hay un consensus más o menos didáctico sobre la nueva poesía, que ese consensus consiste en tales o cuales ideas, y que ni aun a la luz de esas ideas se justifica la escritura de “los Lezama Lima y sus cofrades”.

Tampoco es cierto, si atendemos lealmente al verdadero espíritu de sus artículos que él diga que nuestra poesía es ininteligible a trechos, sino más bien que es clara a trechos. Y eso con una claridad que no se organiza suficientemente, ni da cuenta de la intención total. He aquí sus palabras en la carta a Lezama: “Y le mentiría, amigo Lezama, si le dijese que fueron esas muy gratas lecturas, o que saqué mucho en limpio de ellas”. A continuación hace las consabidas excepciones que fatalmente confirman la regla. Y la regla es aquí la ausencia de toda “virtualidad comunicativa”. El doctor Mañach se sorprende también de que yo tome su “no entiendo” al pie de la letra. Pero ¿cómo voy a tomarlo si él mismo dice que duda mucho que esa poesía “le rinda un sentido cabal a nadie (ni siquiera a los compañeros de cenáculo)”? Si esto no es calificar a una poesía de ininteligible, baje Dios y lo vea.

Ni yo he dicho, según el doctor Mañach escribe para refutarme, que “el talento poético es necesariamente infalible en todos sus empeños, o en la totalidad de cada empeño dado”. Lo que he dicho es que “un poeta solo puede frustrarse por falta de cultivo, de intensidad o de rigor en la expresión de lo que tiene que decir; pero esto último únicamente nos es dable saberlo por él mismo”. En esto último es en lo que yo creo que el poeta es infalible; a saber, en la visión de cuál tiene que ser su testimonio y su camino. La crítica carece de facultades para censurar esa visión, si previamente admitió que se trata de un poeta de veras; en cambio, puede enjuiciar severamente las desviaciones con respecto a esa visión, debidas a “la falta de intensidad o de rigor”. En suma, yo creo que es el centro del poeta en cuestión lo que debe interesar primero al crítico. A partir de la captación amorosa y desinteresada de ese centro, a partir de la aceptación intelectualmente absoluta de ese centro que es, a la vez, la forma esencial del poeta y lo único infalible que hay en él, la crítica puede no solo explicar, sino también enjuiciar y censurar. Máxime cuando los defectos de un poeta son siempre las deformaciones de las virtudes de su centro. Así, para utilizar los ejemplos del doctor Mañach, el prosaísmo de Manrique no es otra cosa que la deformación (la “falta de intensidad y de rigor”) de su llaneza; lo pedregoso de Unamuno la deformación de su reciedumbre; el sobreintelectualismo de Valéry, la deformación de su agudeza poética, etcétera. Es el creador, en última instancia, quien le da la pauta al crítico para enjuiciarlo según lo que constituye su propia esencia.

Pero el doctor Mañach no nos ha dicho cuál es para él la esencia de la poesía de José Lezama Lima, de Eliseo Diego, de Gastón Baquero o de Octavio Smith. Y quiere desde afuera, basado en ilustres generalidades y no en un conocimiento íntimo, señalar sus errores. Pero como esto es imposible (no porque no existan esos errores, sino porque ese no es el modo de hallarlos), tiene que liquidar su juicio aventurando que esta poesía, no obstante poseer sus cultores un gran talento, no es la que debiera hacerse. No se trata, pues, de que ciertas manifestaciones de esta poesía sean erróneas o de baja calidad, sino de que su orientación germinal es descaminada. Y esto yo no lo puedo admitir por dos razones: la primera, porque el doctor Mañach en ningún momento estudia cuál sea esa orientación específica de nuestra poesía; y la segunda, porque pienso que en lo esencial de su orientación no puede equivocarse un poeta genuino.

En cuanto a la teoría de la expresión que se desliga de la comunicación, fundado siempre en ella (y con el apoyo del excelente crítico inglés John Livingston Lowes), el doctor Mañach afirma que no cree que la poesía en principio sea trascendente, sino al contrario, inmanente, “y que solo el arte la hace trascender”. De eso, en efecto, se trata, de que el arte la hace trascender. ¿Cómo hablar de poesía inmanente, no ya en el poeta, sino en el poema mismo? ¿Qué poema puede ser aquel que no hace que la poesía trascienda? Por mi parte pienso que desde su mismo nacimiento la poesía se configura como un salto hacia la trascendencia incesante, y que en todos los momentos de su encarnación es fiel a ese impulso en que reside. Pero cualesquiera que sean las opciones sobre este punto, no cabe duda de que es el hombre que hace trascender a la poesía, y poema el sitio desde donde la poesía trasciende. Si nada de esto ocurre, no hay comunicación ni hay expresión: la poesía no se ha realizado.

Finalmente, aseguro al doctor Mañach que los jóvenes aludidos no cometen la puerilidad de considerarse perfectos, ni viven en otro apartamiento que el necesario a la índole de su labro. En esa labor, con independencia de la calidad de sus frutos, estimo que se está cerca del hombre en una dimensión más profunda y esencial que en otras actividades ligadas a las vicisitudes transitorias de lo humano. Y no es por exceso de complacencias cenaculares que yo rechazo su crítica, en la que figuran elogios que nadie había hecho antes. La rechazo, al contrario, por considerar (siempre con los mayores respetos personales hacia el doctor Mañach) que no es coherente ni cumple las exigencias de una crítica rigurosa.


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