Cintio Vitier trajo antier a esta plana un eco de la discusión que en Bohemia he venido sosteniendo acerca de “cierta” poesía nueva en Cuba. No es cosa de volver a enfrascarnos aquí en cosas ya dichas, y claramente dichas. Pero sí importa un poco recoger brevemente y una a una las observaciones de Vitier, siquiera sea para no quedar suspecto de irresponsabilidad.

Porque yo pregunté “¿qué manera de expresión poética le daría hoy a Cuba más gusto, más edificación espiritual y más prestigiosa resonancia?, Vitier opina que “la crítica no está para hacer conjeturas en el vacío, sino para explicar lo que la realidad nos ofrece de un modo irrechazable”. Contesto: la crítica está no solo para “explicar” eso –cosa que intenté hacer en mi último artículo al hablar del grado inevitable de oscuridad que toda nueva poesía conlleva, y de lo mucho que el suprarrealismo a veces se lo agrava–, sino que también está la crítica para enjuiciar lo que se ofrece. Crítica que no valora, no cumple –y enseguida recordaré por qué– más que la mitad de su tarea. Y una de las maneras de valorar la “cierta” poesía de marras es preguntarse si es la que más gusto, más edificación espiritual y más prestigiosa resonancia le produciría hoy a Cuba, y contestar que no, y decir en qué se funda uno –todo lo cual yo he hecho.

Vitier parece hallar contradicción entre mi referencia a “los Lezama Lima y sus cofrades”, y mi reconocimiento de que estos poetas nuevos son “tal vez la generación mejor dotada para la poesía que Cuba ha dado”. Es decir, no comprende que se les pueda reconocer talento a poetas a quienes “no se entiende”. Que ciertos plumíferos adventicios tomaran mi “no entiendo” al pie de la letra, se entiende: pero que tal entienda Vitier, no lo entiendo. Ni un ápice quito del elogio que, desde mi primer artículo, dediqué a los momentos de indudable logro poético de un Baquero, un Gaztelu, un Vitier, del propio Lezama (y la enumeración no fue taxativa). Pero no puedo aceptar la tesis de Vitier según la cual el talento poético es necesariamente infalible en todos sus empeños, o en la totalidad de cada empeño dado. Según eso, no habría derecho a opinar que a veces Shakespeare es artificiosamente cultista, tedioso Dante, prosaico Jorge Manrique, desmayado Garcilaso, pujador de conceptos Góngora, como ya se lo dijo Lope de Vega, pedregoso Unamuno y sobreintelectualista Valéry, con ser todos ellos grandes poetas. Sin el derecho a tales reparos, la crítica no tendría razón de ser (porque el poeta –dice Vitier– siempre sabe lo que hace), o solo tendría una función descriptiva y apologética. Si eso es lo que quiere decir Vitier, por ahí podría haber empezado.

Pero no. La aceptación in toto es una de las formas de la beatería, que también se da en literatura. La crítica está en el derecho de velar, entre otras cosas, por que la poesía tenga una eficacia no solo expresiva, sino también comunicativa. Vela por los derechos del consumidor de poesía, si se me permite expresarme burdamente. Y le incumbe decir, en nombre de ese consumidor, que “cierta” poesía nueva resulta fatigosa de leer y azarosa de gustar por ser a trechos absurda. Absurda, no porque no tenga sentido para el poeta, sino porque ese sentido no se ha hecho suficientemente explícito dentro del misterio que toda poesía envuelve.

Ese “a trechos” lo subrayé mucho en mis artículos, y no me parece leal de Vitier el ignorarlo. Desde mi primer comentario mostré cómo en un poema de Lezama –el primero de su último libro– un pasaje de sentido metafórico “logrado con mucha energía y novedad” seguía a unos versos que no voy a reproducir de nuevo, para que no se me acuse de separaros del ámbito semántico del poema; pero que, aun dentro del sentido general de este, resultaban totalmente ininteligibles. Como eso no es un caso aislado, sino que se repite mucho en la obra de casi todos estos nuevos poetas nuestros, creo que hay derecho a pedirles que no nos torturen tanto el seso o la sensibilidad a cuenta de la belleza que nos dan.

De extraña y confusa tacha Vitier mi teoría de “la expresión separada de la comunicación”. No es tan mía la tesis como él supone: muchas ideas semejantes hallaría, por ejemplo, en un libro que le recomiendo del excelente crítico inglés John Livingston Lowes, titulado Convention and Revolt in Poetry. Por lo demás Vitier está en su perfecto derecho de desestimar la tesis, como yo lo estoy para enjuiciar aquella poesía del modo como lo hago. Pero a muchos otros lectores desapasionados la teoría les ha resultado clara. Y yo no me explico que una inteligencia tan fina como la de Vitier, y sobre todo un poeta como él, no advierta que todo poema es, antes que nada, un ensueño, una imagen, una intención (lo que Jean Hytier, agudo exegeta de Paul Valéry por cierto, llamó en su libro Le plaisir poétique, París, 1923, “el poeta interior”), y que lo demás, el poema escrito, es ya la realización, más o menos lograda, de esa experiencia. No: yo no creo que la poesía sea “trascendente por definición”, como dice Vitier. Creo, al contrario –si es que tenemos que usar jerga filosófica– “inmanente”, y que solo el arte la hace trascender. Toda mi “teoría” consiste en reclamar que la realización artística logre, en efecto, hacernos partícipes en satisfactoria medida de la intención poética. ¿Es esto mucho pedir?

Termina Vitier pidiéndome que diga, como lo dije en mi primer artículo, que padezco de “incapacidad de fruición” respecto a los poetas de Orígenes, declaración que reputa de “sincera, exacta y tal vez inevitable”. Siento defraudar un poco a Vitier; por lo visto, tiene el temperamento demasiado grave para captar ironías. Lo que yo dije es que pudiera ser que se tratase de una incapacidad mía de fruición o de “una extralimitación de los poetas de marras”. Y claro es que mi modestia no llega al extremo de suponer lo primero, pues tal sospecha me hubiera disuadido enteramente de escribir sobre el asunto.


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