David Huerta

De febrero de 2005 a febrero de 2008, el suplemento mensual Hoja por Hoja publicó la columna regular de David Huerta “Correo del otro mundo”. Este título proviene del libro homónimo de Diego Torres de Villarroel, estrambótico escritor español del siglo XVIII considerado, a partir de sus propias expresiones, como “el último pícaro”. Los textos de esta columna, a los cuales me referiré aquí, fueron compilados –junto con algunas de las colaboraciones de Huerta para la posterior sección colectiva “Libro albedrío”, de la misma revista– en el volumen Correo del otro mundo (y algunas lecturas más), con el cual en 2019 varias instituciones le rindieron homenaje por haber ganado el Premio de Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

El contenido de estas colaboraciones es mayoritaria (pero no exclusivamente) literario. En cierto sentido, incluso el artículo sobre los lentes o anteojos, a los cuales se denomina, con una palabra yuxtapuesta, “ayudalectura”, también se podría considerar dentro de este rubro, porque, sin su auxilio, para muchos no existiría la literatura. Al desenterrar de su memoria el insulto escolar de “cuatro ojos”, emitido contra quienes necesitaban usar lentes, declara la superación de la ofensa, la cual incluso asimila a un motivo clásico: “Aquel insulto desabrido quedó muy lejos, en la asendereada infancia de mil escolapios; ahora nos acerca, siquiera milimétricamente, a Argos, guardián prodigioso, poseedor de cien ojos”.[1]

Según afirmaba Julio Torri, el ensayo corto ahuyenta la tentación de decirlo todo. Cuando un escritor dispone de un espacio limitado, debe desplegar todas sus capacidades creativas y sintéticas para alcanzar a transmitir algo esencial por medio de sugerencias, como hace Huerta en estos textos (en su edición en formato de libro, todos de apenas una página y media). Además, él maneja una sintaxis impecable y clásica (de esas que parecen sencillas, pero que esconden un profundo conocimiento de la lengua). En 1925, el primer Borges decía en su libro Inquisiciones: “A un sentimiento nuevo no le conviene la línea curva de la imagen y sí la derechura del cotidiano decir” (aunque en ese período él mismo no haya practicado siempre ese dictum). La prosa directa de Huerta a veces es acompañada por una cadencia poética, como en este ejemplo: “Dijo un poeta: hay otros mundos, pero están en éste. Tiene razón; lo sé: me basta con ver el vuelo de un colibrí o las evoluciones asombrosas de una nutria…” (29). Percepción y expresión poéticas puras.

Excelente poeta él mismo, en estos ensayos breves Huerta emite numerosos elogios de la poesía (no podía faltar Lezama Lima, a quien él denominó el Lince de Trocadero, expresión que alcanzó éxito entre algunos lezamianos). Con sutileza irónica, también critica la postura de los políticos hacia ese ejercicio artístico; pero lo hace de una manera indirecta, por ejemplo, cuando cita tan sólo una frase emitida por una alta funcionaria del gobierno de la Ciudad de México entonces en funciones: “La poesía es para los ricos”. Que yo sepa, ni Pablo Neruda ni Octavio Paz, quienes empezaron a escribir en medio de la estrechez económica, se propusieron nunca como destinatarios de su creatividad un círculo de lectores tan reducido. Adjudicarles ese propósito es un insulto. De hecho, Huerta incluso aconseja a las personas interesadas en la política que lean literatura; por ejemplo: “Si uno desea saber de política a la mexicana, haría bien en leer o releer La sombra del caudillo” (85). Por cierto, el título de la novela de Guzmán es un ejemplo del descuido tipográfico del cual habla Huerta, porque el nombre del personaje debería escribirse con mayúscula: Caudillo.

A diferencia de ciertas posturas críticas recientes, Huerta tiene siempre presente que la literatura es, en principio, lengua (el primer Borges la definía esencialmente como un hecho sintáctico). De ahí su interés en las formas poéticas (tan maltratadas por editores descuidados) y en las palabras en sí. Entre las insuficiencias de la lengua escrita, que es un sucedáneo de la lengua viva, él destaca la falta de algunos muy necesarios signos de puntuación: “signo de duda, signo de estupefacción, signo de temor” (68).

Ciertos ensayistas suelen encubrir con habilidad sus filias y fobias, las cuales disfrazan bajo supuestos argumentos. En contraste, Huerta confiesa varias de sus preferencias o disonancias. Entre las segundas, su distancia respecto de la llamada novela gráfica. Si bien acepta que, en ocasiones, ese formato contribuye a difundir un texto creado originalmente sólo con palabras, considera que el texto escrito debería tener preferencia entre los receptores. En cambio, acepta la excelsitud que han alcanzado ciertos productos de la cultura popular ideados desde su origen como novelas gráficas; incluso declara su gusto por algunas de ellas, como las de Neil Gaiman o la serie de Astérix (Borges diría que un lector no debe convertirse en enemigo de ningún género literario). Por cierto: a algunos jóvenes les podría parecer excesivo el juicio de Huerta sobre la Internet, a la cual califica primero como “auténtico basurero universal” (77), aunque después atenúa esa sentencia: “La internet resulta detestable en un 97 por ciento, pero el 3 por ciento restante es una maravilla total” (77); coincido con ambos juicios. Y ya que he hablado de la novela gráfica (o de “monitos”), también debo mencionar el diálogo con la cinematografía que establece Huerta, en particular con Greenaway, cuya genialidad, manifiesta incluso desde el título de una de sus películas, describe el ensayista. En efecto, continuar la obra dramática La tempestad, de Shakespeare, con la película Los libros de Próspero es una aventura intelectual compleja, de una intertextualidad alambicada. En última instancia, cada quien tendría derecho de conjeturar cuáles fueron los libros que Próspero, Duque de Milán, se llevó consigo al emprender su viaje.

También asoman las filiaciones del ensayista desde el título “Contra Whitman”, en cuyo arranque refuta la imagen positiva y amable (“es decir, digna de todo amor”, aclara entre paréntesis) que a lo largo de los siglos se ha forjado alrededor de los poetas. Luego de recordar que Virgilio legitimó el imperio de Augusto –lo cual se muestra en la novela La muerte de Virgilio, de Herman Broch–, afirma: “A lo largo de los siglos, los poetas han sido cortesanos, sin una pizca de rebeldía” (45). Él considera que el mayor ejemplo del siglo XX fue el profetismo filodemocrático de Walt Whitman. Como buen mexicano, a Huerta le duelen las palabras escritas por Whitman contra nuestro país en 1846, cuando nos descartó para cumplir la supuesta “gran misión de poblar el nuevo mundo con una raza noble” (46). Por ello, él concluye: “La hostilidad contra los braceros y los mexicanos en general tienen aquí un antecedente ilustre, pero no por ilustre menos repulsivo” (46). En principio, no cabe más que coincidir con estos efluvios patrióticos (del mismo modo que provoca repulsión extrema el hecho de que, en Mi lucha, el infinitamente repugnante Hitler haya puesto a México como ejemplo de la degradación generada por el mestizaje). Sin embargo, una vez pasada esa reacción inicial, me pregunto si no somos un tanto románticos en esperar que a la grandeza artística corresponda una grandeza moral y ética. Lo cierto es que algunos de los más grandes revolucionarios en el arte, han sido más bien conservadores o incluso francamente reaccionarios. Ya en una conferencia de 1965, José Emilio Pacheco se preguntaba por qué se debía pedir al artista una congruencia plena entre pensamiento, obra y vida, la cual no se exigía a nadie más. Borges fue siempre conservador, pero quizá también sea el más grande revolucionario del siglo XX en el campo de la literatura de Occidente.

Sólo de manera esporádica entra en los textos la experiencia vivencial y directa del ensayista. Así, en “La vida evangélica” él se permite introducir una anécdota personal, cuando en la Cracovia de Wojtyla, mejor conocido como el Papa Juan Pablo II, un hombre medio loco miró con desprecio al grupo de turistas mexicanos entre quienes estaba Huerta, contra el cual espetó, en polaco, la despectiva frase: “cerdos judíos”. El escritor, quien ve resumidos en esa frase los diversos pogromos contra los judíos, recuerda una antigua lectura suya, según la cual los cristianos son incapaces de cumplir el mandato de amar al prójimo si este es judío. Quizá el final de este ensayo sea uno de los pocos en que la voz autoral asume un tono un tanto sentencioso: “Cuánto de auténtica vida evangélica le hacen falta a estas visiones mutiladas del cristianismo” (50). Si bien se trata de una conclusión admonitoria, lamentablemente es muy verdadera.

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Como adelanté, el espectro receptivo de este ensayista va más allá de la literatura, aunque siempre su radar se abre por medio de la lectura. Así, reconoce la positiva función de quienes se dedican a la difusión de la ciencia, ya que ponen a disposición de los neófitos un vasto caudal de conocimientos. Eso sí, considero optimista la idea de Huerta de que el objetivo último de los difusores de la ciencia es que los ignorantes leamos después directamente los textos que ellos intentaron explicarnos con peras y manzanas. En realidad, a partir de la era moderna, marcada por la Revolución Industrial, la lengua de uso cotidiano y la lengua científica se han distanciado cada día más. Cualquier lector no iniciado que intente acercarse hoy a los textos científicos, se topará con fórmulas matemáticas abstrusas y conceptos científicos incomprensibles; precisamente por eso, necesitamos a los difusores de la ciencia.

Al transmitirnos sus hallazgos personales, las lecturas de Huerta se convierten en guía para nosotros. Debido al limitado espacio disponible para sus textos, debe escoger con exactitud qué nos transmite para buscar convencernos de la validez de sus propuestas. Así, en el texto “Una fuente rulfiana”, plantea la probable influencia de Derboranza, novela del escritor suizo Charles Ferdinand Ramuz, en Pedro Páramo. Con rigor quirúrgico, Huerta selecciona unas cuantas líneas de la edición en español de esta novela, de 1947, para mostrarnos la viabilidad de su hipótesis: “están vivos y no están en la vida: están aún en la tierra y no son de la tierra […]. No hacen ningún ruido; son como el humo, como una nubecilla; cambian de sitio como quieren” (20). Al menos yo, como lector, no necesito la exposición de complicadas teorías literarias para convencerme de la influencia de Ramuz en Rulfo, para lo cual me basta con este ejemplo.

Siempre he creído que el gozo de la lectura de los textos deriva también de las frases memorables de otros escritores que nos regalan. En esta compilación de Huerta, podría entresacar muchas, pero, por razones de espacio, rescato tan sólo esta mínima muestra: “Minerva le dio belleza. Venus, inteligencia” (63), que es el doble dardo venenoso con el cual Oscar Wilde se refirió a una dama de la alta sociedad de su tiempo. Es probable que la dama aludida ni siquiera se haya percatado del insulto, con lo cual habrá quedado libre de pecado; quizá hasta se sintió elogiada por la comparación con esas eminentes diosas griegas. Julio Torri recuerda precisamente a un personaje de El abanico de lady Windermere, del mismo Wilde, quien pide siempre que le expliquen los chistes y agudezas que florecen en la conversación de la gente ingeniosa. De este tipo de personas, él dice que están anestesiadas para cualquier manifestación de la inteligencia, por burda y modesta que sea. Estoy seguro de que la amabilidad con la que Huerta expone sus temas, escondiendo incluso un tanto la erudición que los sustenta, ayudará a aumentar el número probable de los lectores aptos para comprender las manifestaciones de una inteligencia fina y sensible.


Notas:

[1] David Huerta: Correo del otro mundo (y algunas lecturas más). Hoja por hoja, 2001-2008, Grano de Sal/ Universidad Autónoma de Nuevo León, Ciudad de México, 2019, p. 22. En lo adelante todas las citas de este libro se referencian con el número de la página entre paréntesis en el cuerpo del texto.

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RAFAEL OLEA FRANCO
Rafael Olea Franco. Profesor-investigador del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Doctor en Lenguas Romances por Princeton University y en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Su trabajo se especializa en la obra de Jorge Luis Borges y en la narrativa mexicana e hispanoamericana de los siglos XIX y XX. Entre sus libros destacan Los dones literarios de Borges (2006), En el reino fantástico de los aparecidos: Roa Bárcena, Fuentes y Pacheco (2004) y El otro Borges. El primer Borges (1993). Acaba de publicar el ensayo Un pulque literario. (A la sombra de las pencas del maguey) (2022). Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Ensayo Literario Alfonso Reyes en 2003.

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