Empecemos por reconocer que Hispanoamérica todavía no se ha encontrado. Todo hispanoamericano se plantea constantemente el problema de su desarraigo y de su identidad. Si el hambre y las injusticias no lo obligan a buscar nuevas formas de convivencia, la ausencia de una personalidad cultural lo impelen a recorrer el mundo en busca de patrias espirituales. Por algo la política se ha convertido en un problema metafísico para las naciones hispanoamericanas y sus artistas, como en el caso del mexicano AIfonso Reyes, llegan hasta Grecia en busca de inspiración.

“Haré grandes cosas: lo que son no lo sé”. Las palabras del rey loco son el mote que inscribimos, desde hace cien años, en nuestras banderas de revolución espiritual. En estos términos se planteaba en 1928 el problema de nuestra expresión Pedro Henríquez Ureña, para luego preguntarse: “¿Cumpliremos la ambiciosa promesa?”

La promesa comienza a cumplirse. En la última década cayeron cinco dictaduras rompiendo el cinturón castrense que impedía la respiración hispanoamericana. Para cumplir su promesa, los países de habla española tienen dos alternativas: evolución o revolución. Trataremos de demostrar aquí que el evolucionismo político es una forma de gobierno reñida con nuestras necesidades y nuestra cultura, mientras que el radicalismo revolucionario es lo único que podrá romper el círculo vicioso de nuestro atraso y nuestro desarraigo cultural.

Evolución: las asociaciones de esta palabra nos sacan de nuestra morada latina para llevarnos al mundo anglosajón. No fue por casualidad que a mediados del siglo pasado un inglés llamado Charles Darwin formulara por primera vez la teoría de la evolución biológica:      “La difusión gradual de formas dominantes, con la modificación lenta de sus descendientes, produce la impresión, después de largos períodos de tiempo, de que las diferentes formas de vida cambiaron simultáneamente a través del mundo” (El origen de las especies. Capítulo XV). Nada más natural para un inglés que pensar que la vida ha cambiado lentamente a través de adaptaciones y cambios graduales semejantes a los ocurridos en la historia de Inglaterra. Darwin heredó las actitudes mentales de un país que se ha desarrollado evolutivamente. La monarquía no desapareció violentamente en Inglaterra porque su poder fue gradualmente limitado y controlado a partir de la Carta Magna (1215), tratado en que los nobles ingleses obligaron al rey Juan sin Tierra a restringir su autoridad. Un español o un francés aceptarían con mayor facilidad que las especies se desarrollan mediante cambios bruscos. Francia tuvo que destruir el poder absoluto de la monarquía mediante una revolución y España ha visto surgir y desaparecer con violencia fugaz uno de los grandes imperios de Occidente.

Es probable que la naturaleza recurra a diferentes métodos para no permanecer estancada, tanto a la evolución lenta como a las mutaciones bruscas de las especies por accidentes biológicos y geográficos. Lo mismo ocurre en la historia, hay métodos apropiados para algunos países y desastrosos para otros. La llamada “Revolución de Estados Unidos” no fue un cambio violento de sistema, sino la evolución práctica de un sistema implantado por los colonizadores ingleses. Thomas Jefferson, a pesar de deberle mucho a la Ilustración, rechazó la Revolución Francesa y exclamó en una ocasión: “Europa es un infierno”.

Revolución: he ahí un término que lejos de alejarnos de nuestras necesidades, nos coloca en su vórtice. Tanto por temperamento como por necesidad, Hispanoamérica reclama más una revolución que una evolución. Primero, el desajuste que existe entre la situación actual de la región y el resto de Occidente es tan grande que sólo una revolución podrá equilibrarlo. La libre empresa y la democracia capitalista son insuficientes para sacar del subdesarrollo a los países hispanoamericanos. Una evolución política se ajusta a las necesidades de Estados Unidos, pero no a las de los demás países del continente. “En cincuenta y cuatro años de República, los arreglos, las componendas y las mediaciones”, escribía Fidel Castro sobre el problema cubano en 1956, “al no curar de raíz los males, no han dado otros frutos que la miseria espantosa de nuestros campos y la pobreza industrial de nuestras ciudades, con su secuela de cientos de miles de familias, descendientes de nuestros libertadores, sin un pedazo de tierra, más de un millón de personas sin empleo y un porcentaje de analfabetos que alcanza la cifra bochornosa de un cuarenta por ciento”.

Frente a este panorama continental, la única solución es un cambio drástico de sistema como el ocurrido en Cuba. Cada día aumenta más la población de la región, sin que las inversiones aumenten lo suficiente como para desarrollar la región y absorber el crecimiento demográfico. El desequilibrio continúa en aumento y la libre empresa, paradójicamente, sólo ha servido para abrir los ojos a las posibilidades de nuestro hemisferio. El dar pequeñas mejorías a los pueblos de Hispanoamérica ha servido sólo para prolongar la enfermedad y no para curar el mal.

La época en que Estados Unidos podía frustrar nuestra independencia económica, y por lo tanto política, ha pasado. Tanto los países de Europa occidental, como Japón y Rusia, están actualmente ansiosos por comerciar con América. Latina. Veamos lo que dice el sociólogo norteamericano C. Wright Mills:

Los Estados Unidos, hoy, podrían dar más ayuda económica a los países subdesarrollados que la URSS. No pueden hacerlo, porque la superestructura del capitalismo no se lo permite… Las represalias económicas de los Estados Unidos contra un país latinoamericano no pueden ser tan severas como antes, simplemente porque hay en el mundo un nuevo y enorme factor: existe otro gran bloque capitalizador dispuesto a comerciar: el bloque soviético. Entonces, gracias a este factor, se rompen las restricciones políticas al comercio y se comercia con China, con la URSS, con Checoeslovaquia. No se quejen de la guerra fría: utilícenla.

Un factor nuevo en la política mundial son los países subdesarrollados. Las potencias mundiales se disputan actualmente el comercio y la ayuda técnica a estos países antes condenados al atraso. Esto coloca a los países de América Latina, Asia y África en posición de establecer relaciones y negociar con las potencias que mayores ventajas ofrezcan.

Durante años el formidable despliegue económico de Estados Unidos obstaculizó todas las revoluciones hispanoamericanas. La presión económica norteamericana impidió que la Revolución mexicana triunfara en todos sus aspectos. Se le negaron préstamos para garantizar la eficacia de la reforma agraria y se le exigió el pago inmediato de las tierras norteamericanas expropiadas, pago que se efectuó antes que a los propios mexicanos afectados.

Un cuarto de siglo más tarde, roto ya el poder unilateral de Occidente, la Revolución Cubana está luchando con éxito por deshacer la dependencia económica que mantenía el país al capricho de Washington. La nación es ahora lo primero: si Bélgica o la Unión Soviética ofrecen condiciones comerciales favorables, La Habana se encuentra libre para comerciar.

La independencia económica es inseparable de la soberanía, por ello Cuba, que dependió primero de la Metrópoli y luego de Washington, puede ahora comerciar con libertad. Asistida por las circunstancias históricas y por la unidad entre el pueblo y el gobierno revolucionario, Cuba es el primer país de América Latina en proclamar su independencia total.

Por otra parte, Estados Unidos, que durante la época del New Deal de Franklin Delano Roosevelt pudo servir de modelo a las naciones hispanoamericanas, atraviesa actualmente una crisis de valores. “La tónica del país es defensiva, sostener y conservar, en lugar de adelantar y crear”, señala el pensador político norteamericano Walter Lippmann. “Hablamos de nosotros mismos en estos días como si fuésemos una sociedad completada, una sociedad que ha alcanzado sus propósitos, y a la que no le queda ya ninguna empresa importante que cumplir”. Este mismo fenómeno ha llevado a Adlai Stevenson, líder del Partido Demócrata, a escribir:

Nunca antes en mi vida −ni siquiera en los días de Harding y Coolidge− se había generalizado tanto la mística de lo privado. El rostro que presentamos al mundo −especialmente a través de la propaganda− es el rostro del individuo o la familia como unidad de máximo consumo y responsabilidades mínimas: el padre feliz consumiendo su cerveza favorita, la madre embelesada doblando la ropa que acaba de lavar con un nuevo y maravilloso detergente, los niños alegremente proclamando las ventajas de una salsa famosa para la carne… El contraste entre la opulencia privada y la miseria pública en gran parte de nuestro panorama nacional es ya demasiado obvio para que podamos negarlo. Sin embargo, todavía gastamos casi tanto en publicidad para multiplicar los apetitos privados de nuestro pueblo como en la educación que puede facilitarles la búsqueda de una existencia cívica más sabia y satisfactoria.

A pesar del cambio de la situación mundial y de la crisis del pragmatismo anglosajón, numerosos líderes hispanoamericanos siguen insistiendo en adaptar estas prácticas a nuestros países. “Nuestra América no podrá surgir como un pueblo culto mientras no adquiera el grado necesario de sabiduría política”, afirma José Figueres, expresidente de Costa Rica. “Cuando no se puede alcanzar el todo, es juicioso conformarse con la parte”.

¿Por qué? No existe razón por la cual los países hispanoamericanos tengan que conformarse con “partes” cuando pueden convertirse en naciones independientes. No es por mera casualidad que las declaraciones de Figueres reflejan la misma filosofía que sostiene Walter Lippmann: “Un hombre racional actuando en el mundo real podría definirse como aquel que decide dónde va a establecer el equilibrio entre lo que desea y lo que puede realizar. Sólo en un mundo imaginario podemos hacer lo que se nos antoje. En la realidad hay que siempre efectuar ajustes entre lo posible y lo deseado”.

Tanto las afirmaciones de Figueres como las de Lippmann caen dentro de las teorías evolucionistas y el pragmatismo anglosajón. Con esta única diferencia: Figueres no es anglosajón y las realidades de Hispanoamérica no son las mismas que se encuentran en Estados Unidos e Inglaterra.

Pero no sólo las circunstancias históricas invalidan las teorías evolucionistas, sino la misma base temperamental del hispanoamericano. Si algo heredamos de España es individualismo y ansia de transcendencia. Todo el que haya sido tocado por la cultura española se propone transcender el ambiente y la historia y no someterse a sus fuerzas. El hispanoamericano y el español prefieren el fracaso total antes que aceptar concesiones y medias tintas. Como señala Américo Castro: “El español cristiano, ya en la Edad Media, desdeñaba la labor mecánica, racional y sin misterio, sin fondo de eternidad que la trascendiera −tierra o cielo−”.

Nuestros grandes hombres han sido siempre quijotescos. “Pero comparada con la vida de un Washington o de un Jefferson, sensatos burgueses del siglo XVIII que siguen .adoptando modalidades europeas a su nueva creación política”, escribe el venezolano Mariano Picón Salas, “la de Bolívar parece la hazaña de un nuevo Quijote febril e insomne que sale a campo raso a combatir con toda la Edad Media española y con la mágica protohistoria de los deshechos imperios indígenas que subsistía en el inmenso territorio indoamericano”. Quijotesco también Martí cuando gritaba a los comerciantes norteamericanos que ponían el interés personal por encima de la nación: “—¡Banqueros no: bandidos!”

El último líder que ha salido de este substrato de la conciencia latinoamericana es Fidel Castro: “Nos casaron con la mentira, y nos obligaron a vivir con ella… Por eso nos parece que se hunde el mundo cuando oímos la verdad… ¡Como si no valiera la pena de que el mundo se hundiera, antes que vivir en la mentira!”

Cuando ya los líderes y pensadores hispanoamericanos creían imposible la revolución y la soberanía total en nuestras tierras, cuando ya comenzaban a aceptar ciertas dependencias para obtener algunas ventajas, surge en Cuba el Movimiento 26 de Julio. Movimiento que se ha propuesto todo o nada alentado por jóvenes revolucionarios que iniciaron una guerra total contra el sistema de dependencia y compromisos, proclamando la necesidad de una transformación radical de las normas de convivencia.

Si la Revolución Cubana se afinca −y ese es el temor principal de Washington− los pueblos hispanoamericanos comprenderán que no hacen falta paños calientes y que se puede dar un salto liada el futuro mediante una revolución que liquide todo, el andamiaje del pasado. Como señaló recientemente el novelista mexicano Carlos Fuentes:

Al expediente mentiroso de las inversiones extranjeras, Cuba ha opuesto la capacidad total de trabajo de su pueblo y la utilización total de sus propios recursos. Las falacias de la historia contemporánea de América han caído por tierra. Desde ahora, el modelo más eficaz para el desarrollo económico de Iberoamérica está radicado −concreta, actual y activamente− en un país nuestro. La lección no pasará inadvertida.

La Revolución cubana ha sacado del fondo del alma hispanoamericana la esperanza y la energía para llevar a cabo una integración política, económica, social y cultural. He colocado la integración política en primer término, porque creo que sin ella no puede desarrollarse una verdadera cultura nacional.

En Hispanoamérica, el escritor y el artista se han entregado frecuentemente al hechizo de las literaturas extranjeras o se han sometido por completo al gobernante de turno, porque desconfiaban de su país natal. Porque no creían en el orden −o desorden− del mundo que les rodeaba. Si la hispanoamericanidad se ha planteado como uno de los temas más difíciles para los pensadores de la región, es porque las formas de vida, las estructuras sociales todavía no han cuajado. “Nuestra manera de pensar, nuestras creencias, nuestra concepción del mundo, son europeas, son hijas de la cultura occidental”, insiste el filósofo mexicano Leopoldo Zea. “Sin embargo, a pesar de que son «nuestras» las sentimos ajenas, demasiado grandes para nosotros. Creemos en ellas, las consideramos eficaces para resolver nuestros problemas; pero no podemos adaptamos a ellas”.

Posible causa: la base de la sociedad, la estructura política, la personalidad hispanoamericana, está todavía en el aire. Todo lo que toquemos carecerá de consistencia porque no pisamos en firme. Las formas culturales que se practiquen en Hispanoamérica carecerán de raíces hasta tanto no se articulen las formas de vida. Hasta que no seamos naciones independientes. Los países europeos dependieron durante siglos de la cultura greco-romana. Tuvieron que imitar sus estilos hasta que encontraron su propia personalidad, sin cohesión interna. Hasta que no se integraron como naciones no tuvieron cultura propia.

Hispanoamérica está atravesando su Edad Media, está buscando su personalidad. Una vez logrado esto a través de un sistema político que satisfaga las necesidades de la nación y dé confianza al hombre en su suelo natal, se construirá una cultura sobre estos cimientos.

Prueba de esto es la Revolución cubana. El triunfo del M-26J ha dado al intelectual cubano confianza en el suelo que pisa, en una nación independiente. En el primer año de Revolución, Cuba ha tenido más actividad cultural que durante toda la dictadura de Batista. Numerosos escritores y artistas que se encontraban vagando por Europa y Estados Unidos han regresado al país para hacer cultura. Junto a los desajustes económicos y sociales que la Revolución está solucionando, existe el nacimiento de una conciencia de nación independiente. La Revolución ha dado trascendencia a un pueblo antes escéptico. Existe un sentido de propósito, una necesidad en el intelectual cubano de crear una cultura que cimiente las reformas revolucionarias.

Con todas las armas del pensamiento Histórico y económico moderno, la Revolución cubana ha salido como Don Quijote salió de La Mancha a “deshacer agravios, enderezar entuertos, enmendar sinrazones, mejorar abusos y satisfacer deudas”. Con la única diferencia que esta vez el espíritu del caballero andante podrá regresar triunfante, ya que todo un pueblo está luchando para vencer con la justicia y el idealismo a los que han pretendido desvirtuar nuestro destino, a los que han perdido el sentido de la trascendencia.


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