Ilustración de Alejandro Cañer

En los actos de todos los hombres, y especialmente en los de los príncipes, contra quienes no hay ocasión de reclamar, solo se mira el fin. Cuídese, pues, el príncipe de vivir y mantener el Estado, que los medios siempre serán honrosos y loados.
Maquiavelo

Dame la mano y danzaremos.
Canción infantil

Finalizando el 400 a. C., el poeta griego Agatón, joven y de afeminados modales, recibió el premio de la tragedia, acontecimiento que aprovechó para agasajar a Sócrates, su maestro, y a sus amigos con un suntuoso banquete que después daría pie al diálogo homónimo de Platón, el de todos los diálogos. Un pie forzado y ya el filósofo armaba su discuros, excelentemente estructurado en boca de otros. Un pretexto o un ser percibido te convertía en personaje eterno y portavoz de lógicos argumentos. Así fue llevado al Sofista, por alusión, Antístenes de Atenas, también discípulo de Sócrates y fundador de la Escuela Cínica.

Con siglos en la espalda, el cinismo ha debido variar aparentemente su significado, guardando siempre una constante: la renuncia. Trátese de una postura (i. e. ética) que es subversiva en la medida que niega una realidad y lo es más aún cuando la afirma o justifica sin merecerla. Esta última es la dimensión contemporánea del cinismo, no obstante, debe quedar como premisa dada el hecho de que en ambas se exhibe dejadez y renuncia: como tácita crítica en una y en la segunda como consecuencia de un desencanto cercano al escepticismo que puede devenir neocriticismo, si aguzamos bien el oído. De aceptar esta premisa, la que sigue es lógica: el cinismo no es una elección arbitraria, no es el resultado del libre arbitrio sino de un estado de cosas que provoca una reacción (negación o afirmación) en la conciencia de las personas sin que ellas la aprehendan como tal en muchos casos. No se asume por tanto una actitud o postura cínica. Se vive ciega y cínicamente como resultado de una imposición real, venida desde “afuera”. Extravagantes en su desdén, los cínicos primitivos, con su renuncia y vuelta a los orígenes, diferentes en apariencia al cínico moderno, bien pudieron ser la fuente vital de las órdenes mendicantes. También se hubieran convertido en atractivo culterano toda vez que el dato o deducción se leyera en El nombre de la rosa, cuando fray Guillermo disertaba sobre el origen de la herejía, dejando boquiabierto a su discípulo Adso. En la contemporaneidad el signo distintivo del cinismo es la afirmación; esto es, plegarse a una realidad dada o a una porción de ella (poder, mercado, grupo social, partido político…) sin aparente noción crítica. Pero afirmar ni siquiera significa aceptar. Se acepta lo que se rehúsa, de lo contrario la aceptación no tendría sentido. Entonces la aceptación siempre va a ser un acto esencialmente involuntario y exige abstinencia, nihilismo, convivencia indiferente. Otra vez, renuncia de toda acción. Antístenes, Diógenes, cualquiera de los dos, de los otros, ahora se presentan hermosos e ingenuos ante el cínico devenir de la civilización.

Una actitud cínica puede acarrear grandes dividendos, evitar encontronazos, resguardar el peso de otro poder. El cinismo es por tanto y también el resultado de una conveniencia.

Convenir, variar, resguardar. La coraza envidiable para un caballero medieval.

Arenas movedizas. Simulacro incondicional. Apariencia. Debe entenderse el cinismo como simulacro y estado aparencial que guarda un interés otro. Aquejada por el síndrome de los alumbrones, en un ensayo anterior escribí sobre lo que sigue, pero aún sin tener pleno conocimiento de causa. Siguiendo las huellas del cinismo se adentra en un laboratorio social con toda la minuciosidad del mundo, donde todo se percibe como cuando nos enfrentamos a un close up o hiperrealismo de la conducta humana y nos damos cuenta del engaño y de algo que es innegable: su necesidad. Así vivió la sacarocracia criolla todo el tiempo que necesitó para determinarse en tanto case social y, al no ser fácil, y como la tradición y los genes también existen, ha llegado hasta nuestros días el cinismo junto a los inconfundibles “no seas tonto” u “hoy por ti, mañana por mí”, entre otros estilemas de comunicación. La tontería del no-tonto es una de las aristas más morbosas del cinismo.

Mientras las islas antillanas, colonias de Francia, Holanda e Inglaterra gozaban de un estatus de residencia transitoria para los colonizadores, la mayor, Cuba, se convirtió en un perenne llega-y-pon al tiempo que se veía limitada por la torpeza empresarial de la metrópoli. El resto de las colonias antillanas sólo puso el suelo y el hombre, la madre natura. No hizo falta una voluntad, ni siquiera La Voluntad: eran simples receptoras de la tecnología. Mientras que en la Isla Grande el crecimiento de la industria azucarera se dio muy a pesar de España, muchas veces con el desconocimiento de esta y aquellas.

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Cuando el poder español entorpeció el avance criollo, el líder sacarócrata Francisco de Arango y Parreño propuso un periplo por las Antillas para hurtar cuanto dato técnico e industrial fuera posible y útil para Cuba. Solo que este viaje no se realizaría a cara destemplada, a cielo abierto: Parreño recomendaba que el periplo se hiciera de manera oculta. Elocuente dato: el ocultamiento, la socarronería y el disfraz están presentes desde el comienzo. Y esto que viene es conocido por todos. ¿Qué se hacían de las leyes, reales, por supuesto? Se acatan pero no se cumplen. Se deduce también que el cinismo siempre va a ser una actitud que se asume frente a un estatus, necesita de un poder opuesto o diferente que lo genere (la contradicción no significa oposición). Al mismo tiempo posee una elegante y eficaz armadura: el discurso eufemístico. EL SIGLO ACABA IMPIAMENTE.

No existe vía más egregia para afirmar y justificar que no sea el eufemismo. También, por negación, contiene mensajes subliminales que están llamados no a subvertir precisamente: basta con llamar la atención sobre un posible objeto de conocimiento. La sacarocracia criolla explotaba bien estas argucias de retórica cuando al archiconocido “el fin justifica los medios” propuso que “la necesidad justifica el precepto”. Sin dudas una expresión más diplomática y letrada, con el perdón del vulgarizado Maquiavelo. No es de extrañar entonces, si analizamos lo dicho hasta aquí, que el engaño fuera “una norma aceptada dentro de los patrones éticos de la dase que surgía”.[1] Como el pecado original, el ser cubano va a cargar, cual si fuera una culpa, con esa doblez, con el espejismo, la apariencia, con el susurro, el clandestinaje, usando cosméticos y pátinas: los que lleva y los que no lleva la ocasión.

Cosmético y eufemismo. Clandestinaje y resistencia.

No, qué va, al negro africano no lo van a exterminar por dejar de adorar a un judío. El negro tiene lo suyo, pero no se resiste a entrar en la Casa de Dios cristiana. El negro tolera. La tolerancia es condición del sincretismo. La resistencia es no resistencia. EN SILENCIO HA TENIDO QUE SER.

Del Maestro pienso en un ensayo escrito por alguien al que tal vez le agregue otra convergencia entre el Gran Cumplidor (Martí) y el Gran Sedentario (Lezama). Convergencia esencial es esa obsesión por lo oculto y que, por serlo, es, en cierta medida, elitista. Ocultamiento y elitismo. Cintio Vitier afirma que, en los tiempos de Orígenes, Lezama se sentía “como el jefe de un partido poético que en realidad era un partido político, de aquella política secreta que según él debía estar en manos de los creadores y regir de otro modo la ciudad”.[2] Ni el origenista, tan peculiar, escapó al pathos cubano. En verdad, cualquiera menos él. Y detrás o delante, no importa, el arte.

Justo es que apareciera. “Si hay algo que salva al arte es su capacidad de aparentar”. Ars est celare artem. El arte oculta el verdadero arte. Su doblez y ambivalencia, su producción de sentidos, en fin, todo el aparato aparencial que genera y, por consiguiente, esencial[3] lo cubre de un servilismo increíble, lo dispone para un sacrificio inevitable y sadomasoquista: el mercado. Todo resultado de nuestra actividad –como lo es evidentemente el mercado– al devenir en “fuerza social activa” (Iliénkov), se esconde del todo que le dio vida, o sea, nosotros, adoptando la forma de lo general que nos esclaviza, nos hace vivir pendientes de él. Siempre congratula vivir pendiente de alguien (algo). Si la libertad es condición de la autonomía (Ichikawa), el mercado lo es de la existencia social. Hasta ahora nadie ha logrado vivir sin él, tampoco el hombre culto es su pena muerte. Por eso, acéptese como un sacrificio placentero, en la medida que sabe que el renacer artístico está en el consumo.

Consumo y producción se presuponen. CONSUMO. Trátese de un sacrificio voluntario que no desdeña la trascendencia. El sacrifico permite estar en todos. Trátese también de un consumo la mar de veces engañado y miope, como pueden engañar los sentidos, cuya grosera evidencia irritaba a Platón tanto como a Zenón –se cuenta que un maestro griego trató de refutar las aporías de este último caminando por el espacio académico, a lo que, acto seguido, un discípulo exclamó entusiasmado que el movimiento existía, agenciándose de este modo el imberbe una paliza como consecuencia de su torpeza–. La lógica siempre ha demostrado la apariencia de los sentidos. Allí donde estos son más débiles, donde no hay razón, se asienta el cinismo con la maestría y naturalidad del mundo, generando los agravios más diversos.

Ciertas teorías, más que idealistas –mote que suele espetárseles para salir del paso– son más bien el resultado de una impotencia generada por la sensibilidad cínica que de algún error teórico cometido de partida. Son teorías en extremo tentadoras, sobre todo, porque nada somete más al ser humano que la especulación y el no-compromiso. Especulación en el sentido de movimiento de ideas, no-compromiso porque sólo con ellas comulga, aunque a veces leviten sobre una praxis testaruda y opuesta. Eurípides, el poeta trágico, gustaba de una fija: el disfraz. Aristófanes, también poeta y haciendo gala de su espíritu burlón, pone en boca de Eurípides la idea de que un hombre se presente vestido de mujer a las Fiestas de Ceres y Proserpina. El comediante usa un arma que no le pertenece. La idea está en el propio poeta trágico cuando en Las bacantes, Dionisos propone a Penteo, rey de Tebas, que presencie disfrazado el desafuero y la danza de las mujeres seducidas por las ménades, incluyendo a su madre Ágave, hija de Cadmo. (Penteo luciría “larga cabellera, manto talar y gorro asiático, un tirso en las manos y una piel de manchado cervatillo”). No es casual entonces que el culturólogo norteamericano Norman Drown comience su ensayo Dionisos, en 1990, hablando de Las bacantes y citando a Sócrates en el Fedro: “Nuestras mayores bendiciones nos llegan por medio de la locura, siempre que la locura sea inspirada por un dios”.[4] Creer o no en la inspiración es cosa de quedar tranquilos. Parece una cuestión de credo y no merece, por tanto, que demostremos aquí su existencia. Tampoco Io contrario. De Dios nos interesa si nos mueve (inmanencia) como poder externo o si está en nosotros en la medida que constituimos sus atributos. Pero ni siquiera eso lo merece: Dios es locura, aunque usted haya marcado con la cruz una u otra variante. San Pablo es la santísima evidencia.

Si continuamos el razonamiento de Brown, que al mismo tiempo encuentra su premisa en Georges Bataille, la locura es exceso. De lo que sigue que Dios también lo es. Dios es exceso. Con él todos se mantienen activos: productores y consumidores. Y el activismo es el antídoto del aburrimiento y la ociosidad. Esto, por supuesto, nos da cierta confianza en la creación. No obstante, ahí no reside totalmente el problema. Ambos coinciden en que se trata de un problema de consumo. Un consumo desmesurado, irracional. Existe un exceso de creación que hay que devorar canibalísticamente o carnavalescamente, como se quiera, so pretexto de que se encauce por otros derroteros: la guerra.

Esto justifica desde el sacrificio humano y artístico hasta la aceptación de una norma barroca o neobarroca de crear, ya sea asumiéndose como estilo o refiriéndonos a la avasalladora megaproducción de la mercancía-obra. Sin embargo el consumo no sólo es quien debe cargar con tamaña responsabilidad. De lo contrario se asumiría la reaccionaria tesis de que tal o cual producto cultural se promueve porque es “lo que gusta”. ¿De qué logar aparentemente incógnito y maléfico proviene ese gusto, ese consumo, sino de la producción social? ¡Pero si ella está condicionada por las necesidades humanas!, argüirán los aferrados al entretenimiento fácil, dejando a la apetencia vulgar (humana) tal gravamen. Sin embargo, la bota rebota y se anuncia un extrabase: es la producción quien determina esas necesidades. Y por supuesto, así de súbita y tácita deviene esta, en una conclusión que se reduce a un procedimiento tautológico carente de convencimiento alguno, de no tenerse en cuenta la dialéctica del hecho.

Karl Marx es tajante y agudo:

En efecto, la producción es consumo en forma directa, y el consumo directamente producción: cada cual es inmediatamente su contrario. Así pues, tiene lugar entre una y otro un movimiento mediador: la producción es la intermediaria del consumo al crear su objeto y al asignárselo, pero a su vez, el consumo es el intermediario de la producción al proporcionar a sus productos el sujeto para el cual ellos devienen productos. Solamente en el consumo encuentra su destino final.

[…]

El consumo da lugar a la producción de dos maneras: 1) El producto no deviene realmente producto sino en el consuma. 2) El consumo crea la necesidad de una nueva producción, o sea, la condición subjetiva y el móvil íntimo de la producción… La producción proporciona, materialmente, el objeto del consumo; pero no es menos evidente que el consumo coloca idealmente el objeto de la producción bajo la forma de imagen interior, de necesidad, de móvil y de fin: crea los objetos de la producción bajo una forma que es todavía subjetiva. Sin necesidades no hay producción. Pero el consumo reproduce la necesidad.

Paralelamente, la producción nos muestra lo siguiente: 1) Proporciona al consumo su materia, su objeto. Desprovisto de objeto no existiría el consumo. Es en este sentido que la producción engendra el consumo. 2) La producción también le da su carácter específico, su perfección… En efecto, el objeto no es un objeto cualquiera: es muy preciso y debe ser consumido de una manera determinada, impuesta por la producción misma… 3) La producción no sólo proporciona una materia a la necesidad, sino también una necesidad a la materia… la producción crea no solo un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto.[5]

Este entramado proporciona y fundamenta al mismo tiempo la existencia del arte periférico: en el perímetro de la feria. Conformando la feria. Existe un plus de creatividad que condiciona la convivencia de un arte llamado de vanguardia con otro destinado a satisfacer la necesidad del pseudotropicalismo ignorante y cosmético. Ambos cumplen su cometido para un tipo de consumo, un consumo esencialmente derrochador y democrático, dislocado.

“La nueva verdad que no puede evitarse es el advenimiento de las masas derrochadoras, el advenimiento de esa nueva era designada… por las siglas AVT: Aquí Viene Todo el Mundo».[6] Here comes everybody ¿O en serio vamos a creer, como se afirma en el primer catálogo editado para el Salón de Arte Cubano Contemporáneo del 95 que en Cuba existen más de cinco mil artistas plásticos? En caso de ser cierto, algo que dudo desde el punto de vista estadístico, ¿de qué artistas estamos hablando? No olvídanos que la feria también existe y demanda enormes cantidades de vacantes. Allí estarán aquellos que provocan el lamento de los apocalípticos. Incluso todos: esos y los que se resguardan en el cinismo por descubrir que huele a metafísica de la liberación y, en consecuencia, asidero confiable: utopía. Estos, los que confían en un arte no democrático y antirrepublicano porque su deglución cuesta la razón y es imposible sin ella: no para cualquiera. Lo otro y eso también, a veces, es canibalismo goloso y humano. Así de trágico y simbólico.

Si tomamos dos paradigmas clásicos, lo anterior adquiere corporeidad, ilustran dichas actitudes. Dos modelos que irán adquiriendo otra connotación, diferente al sentido clásico y al que le han conferido otros autores. Ellos me cayeron del cielo y vienen a acoplar aquí como una presencia con deseo. De un lado el más sincero, el primer cruzado: Prometeo encarnará el proceso de autonomía del arte, al artista que es cínico por naturaleza y es riguroso; mientras Hermes, en el otro, servil, el que todos quieren, el bienamado y bello, el artista que encarnará la dimensión morbosa del cinismo por subordinarse a intereses extraartísticos. Uno, renegando. El otro, lacayo.

El artista (categoría) que se desdobla y sea acaso el más libre: Prometeo y Hermes. El primero, “voluntad emancipadora de la creación, artística” (Mary Pereira). El segundo, un condottieri que se aferra a una falsa solidaridad para satisfacer a golpe de imagen al consumidor, pensando que bueno es cuanto favorece al bajo vientre. ¡Uff! Ninguno de los dos deja el cinismo a un lado: Prometeo pretende olvidarse de los otros y encerrarse en sí mismo, en la construcción de un hecho pictórico supuestamente puro. En cambio, Hermes es solícito, copula con una “aristocracia mental escasa y débil” (Ortiz) porque así obtendrá reconocimiento y envidiable cantidad de táleros con los cuales obtener las más extravagantes mercancías.

Prometeo no deja de ser tajante cuando confiesa a Hermes que tiene por más preciado seguir a la roca encadenado que ser el criado fiel a Zeus. ¿Quién es este sino Dios y este sino el consumo masivo, la masa? Ella, que se comporta como el super-yo freudiano: castra, censura, reprime y en realidad no existe, proclama su derecho histórico frente a la autonomía del arte. No va a encontrarse un Dios más clásico que la masa: Hermes se humilla frente a ella como lo hace el hombre común ante Dios. Justo ritual, dirá. Porque sostiene en su extraña metafísica un imán incuestionable: a la masa no le interesa trascender, ella existe básicamente porque no existe, aunque no deja de ser un fantasma compacto y homogéneo que exige del calco y la serialidad: creación a su imagen y semejanza. Sin lugar a duda, Hermes es presa de la opresión de lo invisible, de lo no visto, de lo inconmensurable, de lo intangible. A ello es muy difícil resistirse: Dios-masa-espíritu fenicio. Ley ciega e ignorante, por eso va a convertirse en el asidero perfecto de Hermes, pues nadie duda, nadie se resiste.

Hermes, artista, renuncia a dos alternativas posibles del arte: autonomía creativa o sociologismo antropológico e instruido, a lo que otros llamarían postura crítica. Pero no es tan pretencioso, por tanto, no tiene que justificarse y ello ciertamente es una ventaja. Él prefiere el sociologismo epidérmico (con todo, creo que ofendemos a Spenser). Hermes asiente, comparte y complace allí donde el eufemismo democrático nos embriaga, donde se acepta todo: una mano lava a la otra… Es el narcótico perfecto y legal. Su posición es análoga a la sobreprotección infantil cuando de consumo se trata, creando hipertrofia, amaneramiento, trauma y complejo. Un pedazo de antiiluminista. Sabe que engaña, pero su sadismo no causa sufrimiento alguno: el consumidor no lo sabe. Cazador cazado que se siente a gusto en su invisible jaula porque Hermes le hace creer que es libre para consumir y que su arte es la medida de todas las cosas.

Es este un proceso de autofagia. La masa se come a sí misma en el consumo, se autodestruye en términos de pensamiento porque Hermes, servidor de ella, no aspira a que piense sino a entretenerla (¿trabajar?, no, no; vaquetear es lo mejor). Ha hipotecado el pensar gracias a su actitud sexista y es, como el Joker de Batman, un artista-asesino. No aspira a generar sino a reproducir un sello en idénticas condiciones: ni siquiera recrea o juega con los saberes, que es en esto donde reside el acto creacionista. Piensa que reconociéndose en los demás va a recobrar su rubicundez o a mantenerla, si la tiene.

Precisamente, esta es la demagogia que desmiente Prometeo: él no va a servir al vulgo según los apetitos caninos y masivos, sino que pretende mostrar otras opciones: heteronomiza los caminos, desyoiza el super-yo inexistente para devolverlo lleno de gracia individual y responsabilidad cívica. La marginalidad sería el comienzo: mientras más alternativo seas, mientras más lejos de Dios-masa estés, más original serás, ya sea refiriéndose a la creación o al acto de consumir. Prometeo es antipragmático en este sentido, siempre ya anunciando rupturas tras la racionalidad y la codificación de lo real.

Hermes, por su parte, conoce del disfrute masivo por el pasado y entonces se aferra al clisé y al paradigma. El otro se impone dos opciones: o se propone restaurar ese pasado con otra mirada (crítica, gnoseológica, autoritaria) o lo niega de una manera iconoclasta y nada complaciente, aunque así no lo parezca.

Se olvida de la masa al tiempo que Hermes copula con ella, generándose un determinismo fatal. Sin embargo, de ser así tan prístino, todos los caminos conducirían a Roma. ¿Qué significado guarda esa sólida imagen que es la roca? Roca y Dios-masa ¿No se trata acaso de un cambio externo de formas, de una esclavitud otra y de una autonomía a medias?

El exceso de producción le ha dado confianza a Prometeo, lo ha hecho más autónomo. Pero no es él, sujeto absoluto. Dios, en definitiva, garantiza la existencia del renegado porque repetimos, Él es exceso; de lo que sigue que la masa también lo es.

Entonces el artista existe gracias a un proceso compensatorio de osmosis propiciado por la masa para inventar y justificarse la existencia, aunque Prometeo sea un impío y hereje maldito. De hecho, será una convivencia perpetua: Prometeo está obligado a comulgar, salir de su ostracismo para acabar también con la roca, que no hace más que encarnar la codificación humana.


Notas:

[1] Moreno Fraginals: El ingenio, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1978, p. 73.

[2] Orlando Pérez Sánchez: “«Los dioses quisieron que fuéramos una familia de poetas». Entrevista a Cintio Vitier”. Inédita.

[3] En el sistema dialéctico hegeliano –el que más ha convencido– se establece una triada categorial a nivel epistemológico: apariencia-fenómeno-esencia. Esta, al tiempo que refrenda el carácter relativo de la verdad, demuestra que la apariencia es un momento de la esencia.

[4] Norman Brown: Apocalipsis y/o metamorfosis, Editorial Kairós, 1995, p. 229.

[5] Karl Marx: Fundamentos de la crítica a la Economía Política, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1970, pp. 30-31.

[6] Norman Brown, Op. Cit., p. 241.


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