A mitad de camino entre el cielo y la tierra. Ni muy arriba, ni muy abajo. O al menos nos gustaría tener esa certeza. Saber que el sol sigue alumbrándonos, y de noche, la luna y las estrellas. Y allá abajo, bien lejos, el fango y los gusanos. Lo cual es un alivio. Nos permite sentirnos por un momento vivos, mitad humanos, mitad divinos. Protegidos por deidades también mitad divinas, mitad humanas, con las que compartimos el pan y las tristezas. Aunque quizás estoy equivocado. Nunca sabremos dónde queda exactamente el inframundo. Ni por supuesto, eso que algunos llaman Paraíso. Estamos a oscuras, apagados. A veces ligeramente iluminados, pero nunca brillantes. Alumbrados por chispas pasajeras, efímeras, que surgen de nuestra cabeza como breves incendios. Y vuelven a apagarse, al entrar de nuevo en la tupida zona de la sombra.
Vivimos confundidos, desorientados. Caminando sin pies ni cabeza. Absortos en nuestras desgracias, en nuestras dolencias. Nuestros pies arrastran con desgano nuestro cuerpo, porque no saben muy bien a dónde van. Quizás porque la cabeza tampoco sabe cómo guiarnos, cómo dirigirnos. Ha quedado atrapada en las nubes, y se convierte de pronto en remolino, e intenta mirarlo todo a través del ojo ciego de un huracán, o simplemente decide renunciar, no ver nada, evitar la visión, cubierta como está la cabeza por un tupido matorral de ideas absurdas, caóticas, incoherentes. Los pies cansados andan sueltos, casi por su cuenta, tratando de absorber del ambiente alguna racha de frescura, de libertad. Casi siempre descalzos, desnudos, como si no estuvieran en la calle de una ciudad sino en el campo, en el borde de un río, en la playa, los pies se convierten entonces en rostros anhelantes, curiosos, que quieren también mirarlo todo, comprobar por sí mismos. Como extraños radares, buscan caminos en la tierra, en el aire. Se asoman desde la ventanilla de los carros. O se aferran a un muro como harían las pezuñas de un pajarraco para no caer, o ser derribados por un inesperado traspié. O en un momento de descanso, se trasmutan en patas de araña, de cangrejo, queriendo a veces avanzar y a veces retroceder, ir a la derecha o a la izquierda. Vamos a tientas. Dando palos de ciego. Porque perdimos nuestra brújula, si es que alguna vez la tuvimos. Frente a nosotros se supone que había un horizonte promisorio, un abanico de posibilidades, pero es siempre remoto, inalcanzable. Nos asomamos al Malecón, al mar, sin poder divisar tampoco un horizonte, y entonces los rostros de nuestros pies desvían su mirada en sentido contrario, apuntando de nuevo a la ciudad con sus prismáticos mojados, borrosos, pero es también en vano. El horizonte tampoco parece estar ahí. Damos tumbos de un lado a otro, buscándolo, dando vueltas y vueltas como perros que tratan inútilmente de morderse la cola. Y a veces el mareo nos hace vomitar o formar en el suelo un gran charco de lágrimas. Tratamos de alcanzar algo que nadie sabe muy bien qué es, y mucho menos dónde está. Pero sabemos que hay que buscarlo, perseguirlo, caerle atrás. Por eso miramos con ansiedad a cualquier sitio. Cercano o lejano. Y si tenemos la suerte de adivinar algún camino, lo seguimos. Sin importarnos mucho si llega a algún lugar. Actuamos como zombis, como autómatas, en medio de un calor asfixiante que ya ninguna sombra alivia. Y por desgracia, no todos cabemos en el pequeño mar de un refrescante cubo de agua.
Tropezamos, caemos, pero nos levantamos, porque tenemos que seguir. Porque nos dicen que siempre hay que intentarlo, que hay que ser valientes, que cualquier camino puede llegar a ser un buen camino. Tampoco nos detienen ni confunden las encrucijadas. Simplemente tiramos una moneda al aire y decidimos. Aunque probablemente también hemos perdido nuestra moneda de la suerte. Todas las monedas. Así que para estar seguros giramos anhelantes la ruleta de la rosa náutica y recorremos los cuatro caminos, nos entregamos confiados a los cuatro vientos. Pero en el día a día nos seguimos moviendo por inercia, quizás sólo para entrenar nuestros músculos, para cansarnos un poco más después del trabajo y sentir que tenemos derecho a reposar, a acostarnos, a sentarnos en la esquina a estirar las piernas, a quejarnos, a divagar, con la esperanza de que en nuestra cabeza aparezca alguna fantasía, algún sueño. Pero nuestra cabeza de soñar se ha ido encogiendo, achicando, disminuyendo. Nuestros sueños son cada vez más imprecisos, más desteñidos, más borrosos. Ya no entendemos los mensajes, los avisos del más allá. Las predicciones han caído al suelo unas tras otras y son ahora un montón de hojas secas. Ni los muertos, ni los orichas, ni los santos saben ya que decir. Nuestro presente y nuestro futuro se han convertido en una imagen desfigurada, indescifrable, como la que nos mira desde el fondo de una jarra de agua, desde el rostro impreso en una bolsa repleta de algo desconocido apoyada en la calle, o desde el cuerpo encapuchado de un niño que se ha puesto de sombrero un gran embudo utilizado en regular el tráfico y ahora recuerda el misterioso saco de un íreme de la Sociedad Abakuá. Para no mencionar, en el extremo opuesto, a esos descabezados por su terquedad e intolerancia que nunca han querido ver la realidad porque han venido al mundo con un cubo metido en la cabeza. Nuestra hambrienta cabeza, por la zozobra de la alimentación, ha sido sustituida por una grotesca cabeza de puerco, por un ordinario saco de pepinos que un estibador traslada sobre su hombro, por la emplumada victoria de alguna cacería furtiva, por la blanca cerámica de un inodoro tras el cual un transeúnte oculta su desdichada identidad. Las preocupaciones, las frustraciones, las desilusiones han ido desgastando, corroyendo la maravilla que habitualmente bullía en nuestra mente. Cabezas asustadas, avergonzadas, con rostros cabizbajos y miradas perdidas, son rara vez acompañadas por la silueta luminosa de la dignidad, de la fe, de la esperanza, mostrando a veces la expresión dura, amenazante, de la agresión, de la violencia reprimida. Otras buscan quizás el breve anonimato que ofrece una improvisada máscara de vidrio roto desde la cual nos contempla con seriedad de adulto aquel niño que fuimos. Otros guardan su rostro tras la falsa clandestinidad de una bolsa de nylon, de una toalla mojada y monstruosa, o tras el grueso nudo de una cortina casera, donde ya es imposible descubrir la risa o el disgusto.
Cabezas trocadas, metamorfoseadas, transformadas en otra cosa, son las que portan sin mucho orgullo los habitantes comunes de uno de los barrios más expresivos y bulliciosos de la capital cubana. Solo a veces la cabeza vuelve a ser cabeza cuando cae sobre ella un rayito de sol. Y cuando nuestros pies no sienten ya debajo la solidez de algún camino, simplemente deciden volar, nadar. Porque sabemos que en esta isla solo hay aire y agua a nuestro alrededor. Así que muchos deciden convertirse poco a poco en pájaros o en peces. Tratando de aletear, de revolotear con desesperación, buscando una salida. ¿Qué hay de malo en estar desorientados? Algunos se quedan todo el día exactamente donde mismo están. Bostezando. Con los brazos caídos. Con las piernas cruzadas. Con la boca entreabierta donde quizás entren las moscas y el polvo de la calle. Solo hay que respirar para no ahogarse.
¿Para qué moverse? Lo que venga, llegará. Y si no llega, da exactamente igual. La apatía, la indolencia es la otra cara de la protesta. Lo que está pasando son solo las horas, los días, ¿no es cierto? Es solo tiempo. Pero es el tiempo precioso de nuestra vida, el tiempo de cada uno de nosotros, el de todos. Y nunca habrá cómo recuperarlo. Las calles de Centro Habana son un enjambre de actividad. Se vive en la calle. La calle es una galaxia con sus planetas y satélites en constante movimiento. Quizás más promisoria que la casa, que el humilde cuartico, donde el encierro solo incrementa la desazón, la angustia. La calle, por el contrario, propone siempre una sorpresa, un encuentro, la posibilidad de un trueque, de un intercambio de objetos, de miradas, de palabras, de cuerpos, que generan nuevas rutas que a su vez se mezclan y entrecruzan, aparecen y desaparecen, aunque vuelvan una y otra vez al inicio, al punto de partida, sin poder llegar nunca a una meta.
Manuel Almenares se mueve diariamente por esos caminos sin llegar a encontrar la salida. Quizás sin buscarla. Pero sin perderse. Su cámara es un testigo mudo, pero el fotógrafo la emplea como si se tratara de un micrófono o un audífono para escuchar lo que ve. Escucha, conversa, participa del enredo ambiente. Cuando su cámara descubre algo atractivo, no titubea. Se asoma, entra, se agacha, se empina, se contorsiona, retuerce el cuello o se acuesta con tranquilidad en medio del tráfico para atraparlo. Confiado. Sin miedo. Su pelo rojo es como una antorcha ambulante que lo mantiene siempre localizado, bajo control. Pero aun siendo tan llamativo como un turista extranjero, Manuel ha descubierto la forma de ser transparente, invisible. Por eso la calle lo tolera, lo acepta, pero a la vez lo engulle, lo digiere, para obligarlo a quedarse atrapado eternamente en su tortuoso laberinto, y a convertirse acaso en un compañero de ruta que los ayude a aligerar el cotidiano peso de su cruz.
* Estas palabras se publicaron como parte del catálogo Sin pies ni cabeza, Manuel Almenares / Orlando Hernández, La Habana, 2023.
…porque tenemos […] desde el fondo de una jarra de agua.
Gracias.