Sin temor a equivocarme, el retorno de Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) al género cuento fue el suceso editorial más esperado del primer semestre de este 2024. Desde Nuestra parte de noche, novela ganadora del Premio Herralde en 2019, se evidenciaba que el fenómeno Enriquez ya excedía las habituales lógicas de circulación libresca. Legiones y legiones de “marianadilis” (entre las que me incluyo, como parte de un grupo de acólitos del weird y el terror) tachábamos los días en el calendario y presionábamos, vía redes, a los linotipistas e impresores para que esos nuevos alacranes de aguijón punzante que son sus relatos nos picaran ya en las manos. Era natural: después de Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego (probablemente, el mejor volumen de cuentos publicado en lo que llevamos del siglo XXI en nuestra lengua), ¿qué de nuevo nos depararía Mariana Enriquez? Lo único que se sabía era que preparaba un libro con temática fantasmagórica.
Y entonces, llegó el ansiado 6 de marzo: el lanzamiento de Un lugar soleado para gente sombría. Y lo que pudimos leer, primero en e-book, y luego en ejemplar físico (porque sí, je, colección, fetichismo, qué lindo tener los lomos marianescos uno al lado de otro en la estantería) fueron, sí, muy buenos cuentos…
… Aunque (y este aunque me duele como fan; me duele, como cuando los Clash sacaron el Cut the Crap después del Combat Rock, o como cuando uno ve Rouge inmediatamente después de Blue y Blanc, de Kieślowski) al avanzar en sus páginas sucedió algo no deseado que requirió, después, algunas relecturas atentas para su procesamiento.
Ahí estaba Mariana, con sus tópicos, sus intertextos, su frikismo, cómo desconocerlo. Pero ante párrafos y frases como: “Me sorprendió más que bajara que el hecho de que viera el pelo de mi exnovio muerto por la calle”; o: “Ella no estaba inquieta, pero le prestaba atención a los detalles que notaba Lautaro porque, era cierto, nunca lo trataba de loco porque no creía que estuviese loco. Ella también solía tener razón cuando se sugestionaba. Solo que ahora no estaba sugestionada”, la sensación general fue que el libro no solo se apuró en ser escrito, sino (aún peor) se apuró en sus procesos de edición.
Mariana Enriquez es, a estas alturas, un universo cerrado en sí mismo. Sus formas de escritura y exploraciones temáticas son capaces de conectarse ya no solo con Stephen King y Armando Bo y Anne Rice y Lovecraft, sino con sus propias creaciones. “Mis muertos tristes”, por ejemplo, no tiende puentes solo hacia Fogwill, por el título, sino hacia “El desentierro de la angelita”, cuento que abre Los peligros de fumar en la cama, hacia Chicos que vuelven e incluso hacia “La casa de Adela”, de Las cosas que perdimos en el fuego (bueno, qué no se conecta con “La casa de Adela” en el corpus general de la literatura de Enriquez, la verdad). Pero en términos de estilo, Un lugar soleado… tampoco presenta demasiadas variaciones, siendo insistente en ese tono de crónica heredera del nuevo periodismo y del relato de horror folk y urbano. “Me interesa sacar el terror de los lugares comunes del género clásico”, comentaba en una entrevista de 2016: “Hace tiempo que estos temas aparecen en el género porque el terror, el horror si querés, puede meterse en un relato de tono policial, en uno realista, en fin, en cualquier parte. A mí me gusta usar el terror con elementos urbanos, contemporáneos, realistas”. Pero la reiteración de asuntos que tuvieron su fuerza primigenia en los cuentos de 2009 y 2016 ahora en 2024 parecían retazos, ecos de una vanguardia.
Duchamp sabía que era imposible volver a colocar otro urinario y Rimbaud, escribir otra temporada en el infierno. Uno, para seguir, interfirió formas de expresión ajenas al arte; el otro, para abortar, lo dejó por la paz. No es que se piense en una Mariana Enriquez cambiando de disciplina artística y menos (que se me haga la boca chicharrón, como decía la madre de una muy buena amiga mexicana) que abandone. El único asunto es que la reincidencia en temas y formas de narrar aparece, en Un lugar soleado…, como un ejercicio de repetición de lo ya visto, no tanto de ampliación o exploración, lo que (y esto sí que acoquina y encacha) eclipsa cuestiones muy prometedoras que se quedan allí en una nota, en un decir.
Aparecen, otra vez, las alusiones a los desaparecidos en tanto producto fantasmagórico de la dictadura argentina (“Cementerio de heladeras”, “Los himnos de las hienas”); aparecen, también, las dualidades o juegos de Döppelganger entre hermanos, donde uno (el deforme, el monstruoso) es quien se redime en la historia (“La desgracia en la cara”, “Los pájaros de la noche”); aparecen adolescentes cual baterías de síntomas producto de crisis familiares (“Julie”, un relato notable, pero que recuerda demasiado a “Ni cumpleaños ni bautismos”); emerge el tema del feminicidio que involucra más variables que el patriarcado (“Un lugar soleado para gente sombría”, “Diferentes colores hechos lágrimas”); surge, nuevamente, un tema aún por trabajarse de manera crítica en su obra: aquellos personajes mujer que se niegan la maternidad, pero que manifiestan un fuerte instinto de protección, un “hacerse cargo” de niños y adolescentes incluso después de muertos (“Ojos negros”, “Mis muertos tristes”; ¡no me lo quiten, no me lo vayan a copiar!; ¡encajo aquí copyright como espada en la piedra, porque lo voy a trabajar yo pronto en un artículo!); y por supuesto, la afectación y deformidad del cuerpo, como acabamiento o redención (el cáncer en “La mujer que sufre”; la prótesis, en tanto confirmación de las tesis del behavior-art, en “Metamorfosis”, tal vez el mejor relato de la colección).
Los demás casos, como “Un artista local” (quizás el relato más flojo, donde aparece Bradbury y Lovecraft y El bebé de Rosemary de forma demasiado explicita, y donde no se narran, sino que solo se exponen escenas para acabar en el cliché de “no hay escapatoria de este pueblo”) y el mismo “Un lugar soleado para gente sombría” (que resulta un platillo al que no se le dosificaron los condimentos y, por lo tanto, no se le distinguen los sabores: despecho amoroso, fantasmas, feminicidios, exnovios que encarnan en felinos, sororidad, periodismo weird, drogadictos) confirman lo antes expuesto.
Todo eso, como decía, opaca algunas reflexiones nucleares, que aparecen en tanto aforismos de un extraordinario cuaderno de notas, pero que en medio de relatos así no llegan a brillar. “Qué injusto”, dice la narradora de “Mis muertos tristes”, “los muertos tienen la suerte de no ver cómo se descomponen. Incluso los fantasmas. Mi madre, por ejemplo: su imagen no se pudre. Hay distintos tipos de fantasmas. Me pregunto si esa imagen emana de ellos mismos o de quienes los vemos. Si son o no una construcción colectiva”. Esta reflexión potentísima podría haber representado el busilis del volumen: la diferencia entre un muerto y un fantasma; la idea de que es la imagen la que se descompone, no el cuerpo, y la posibilidad de que esa imagen se construya no desde el polo de emisión, sino desde el colectivo que mira. Pero las historias avanzan a ratos tan cargadas, a ratos tan erráticas, que la potencia de la reflexión queda como nota al margen, nada más. Lo mismo pasa, por ejemplo, con un giro que se le da al tópico de la casa embrujada, en “Los pájaros de la noche” (el lugar de enunciación no está en los personajes que la miran desde la calle, sino en aquellos que la habitan: “Decían que nuestra casa estaba abandonada y que era una casa embrujada. Qué pavada, pensé, si todo el mundo sabe que acá viven los ingleses; así nos llaman los vecinos”) o en el asunto tan cortazariano sobre los animales que rondan como presencias acechantes (las hienas, el puma).
Así como tengo el Cut the Crap y lo pongo en el tocadiscos de repente, y cada vez que reviso la trilogía no dejo de verme Rouge hasta el final, releo los cuentos de Un lugar soleado… más con la disposición del fan que con la sorpresa del lector escéptico. Y me sigo quedando con un tema, uno solo: ese que predispone maternalmente a sus protagonistas a rescatar o proteger de los peligros cotidianos a los más vulnerables, pero que al final se ven en la imposibilidad de hacerlo. He ahí, creo, la quintaesencia del terror marianesco.