París
Museo de Cluny (FOTO Edgar Ariel)

El último día compré una botellita de vino de dos cuarenta euros, Merlot, y me fui al Sena. ¿Cómo despedirse de París? ¿A dónde ir? ¿A quién ver? ¿Cómo despedirse de una ciudad a la que se ha llegado como en una película? ¿Cómo creer en la realidad de la ficción? ¿Cómo no estar triste? ¿Cómo entender la melancolía que sentí en esa ciudad? ¿Cómo entender la soledad? ¿Cómo olvidar las letras serifas esculpidas en el mármol blanco: JULIO CORTÁZAR?

Estimados admiradores de Julio Cortázar y de su obra, gracias por respetar la claridad y la calma de esta tumba.

Me senté en un columpio. Me balanceé. Comí algunas uvas. Pensé en mi hermana y en mi madre. Pensé en Abel. Pensé en Katherine. Pensé en una carta (apócrifa) que le envié a Katherine desde esta misma ciudad hace diez años. Pensé en esa noche en la que le entregué la carta en el café Les amis en la calle Narciso López, en Holguín. Esa noche pedí pastel de frutas, como siempre, y ella pastel de carne.

Una vez mi escritor preferido fue Víctor Hugo. Una vez mi libro preferido fue Los miserables. Cuando cumplí diecinueve años (siempre hubiera querido tener diecinueve años) Mimi, mi madrina de agua, se apareció en mi casa con una cesta de mimbre y una tela de cuadritos blancos y rojos por encima. Desde que la vi en la puerta, con una bata de casa de guinga, sabía cuál era su regalo.

Unos meses antes ella me dijo: “Te voy a prestar un libro que te cambiará la vida. Un libro que son cinco libros. Cinco tomos. Como está muy viejito, imagínate, Ediciones Huracán, te los prestaré uno a uno. Aquí tienes el primero. Cuando lo termines te prestaré el segundo”.

Frente al Sena recordé los libros que me han cambiado la vida. Uno por uno. Hace muchos años leí una novela que se llama Bomarzo, del argentino Manuel Mujica Láinez. Pier Francesco Orsini es el personaje que la narra en primera persona. Esa novela me cambió la vida. Me enseñó a amar lo monstruoso.

Llevo días pensando en los cuerpos inválidos. Frente al Hôtel des Invalides, en el séptimo distrito, creí que el cuerpo inválido, como idea y como carácter, tiene mucho que ver conmigo. Se lo dije a Abel esa noche, mientras miraba la higuera detrás del cristal. También le dije que el higo no es una fruta, sino una flor invertida.

Soy un cuerpo inválido y mutante.

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Soy un cuerpo inválido y migrante.

Soy una inflorescencia.

Frente al Sena, con Notre Dame incendiada, reflejada en el agua, besándome los pies, recordé que Orsini era un cuerpo inválido, como el Ricardo III de Shakespeare o como Claudio, el emperador romano nacido en el año diez a. de C., en la novela de Robert Graves. Esa novela también me cambió la vida. Esa novela se llama Yo, Claudio y tiene uno de los inicios, para mí, más bellos de la literatura: Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico y esto y aquello y lo otro.

—Guri, necesito un favor tuyo –le escribo a mi hermana por WhastApp.

—Dime

—Necesito que busques en mi cuarto un libro

—OK.

—Está en dos tomos, viejito.

—¿Y dónde está?

—Necesito que le hagas una foto a la primera página y me la mandes.

—¿En qué parte?

—Hazle una foto a los libreros y te digo en qué parte está.

—Cómo se llama.

—Se llama Yo, Claudio.

—Ah, ya, va

—Tiene en la portada una panoplia romana.

—Tati, no sé lo que es una panoplia.

—Una armadura, Guri, una armadura

La primera vez lo dije de memoria y no me equivoqué. Lo acabo de confirmar en una foto que mi hermana me envió desde Holguín. Es: Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico y esto y aquello y lo otro… Esa sola oración me enseñó que los títulos son como chicles en una pared: se caen.

Pier Francesco Orsini, una noche, en su castillo de Bomarzo, en la galería de los bustos imperiales, en el centro, vio, a la luz de una antorcha, en medio de esa penumbra zigzagueante, el torso, de piedra, de un minotauro. Un minotauro tan viejo como los tiempos. Lo abrazó, con el amor de los tiempos, subió los brazos por el pecho roído y besó la cara mutilada, destrozada, horrible.

El domingo 18 de septiembre aproveché que se celebraban las Jornadas Europeas del Patrimonio para entrar gratis al Museo de Cluny. Antes había entrado gratis a La Sorbona, al Museo Zadkine, al Museo Carnavalet, al Palais de Tokyo, al Museo Cognacq-Jay, a la Maison de Víctor Hugo, al Instituto Giacometti y al Museo de la liberación de París. Al Louvre, al Pompidou, al Museo Picasso y a la Biblioteca Nacional de Francia no entré gratis, me colé, que es otra cosa. Soy una fiera y me encanta significarme.

Estas últimas son palabras de Delmis, la madre de mi amiga. La estoy escuchando. Ahora mismo. La estoy viendo. Ahora mismo. Está en su máquina de coser y me mira por encima de los espejuelos. Me mira y me dice: “Eres una fiera. Te encanta significarte”.

Katherine y yo nos morimos de la risa. Delmis nos decía eso diez veces en una tarde. Las repetía todo el tiempo mientras nos hacía casabes con sofrito a su hija y a mí, que llegábamos muertos del hambre de la universidad.

El Musée de Cluny es el Museo Nacional de la Edad Media de París. Aquí se conservan los seis tapices que se conocen como La dama y el unicornio. Esos tapices, ejemplos exquisitos del estilo milflor, todos los cuales llevan el escudo de armas de la familia La Viste, son la joya del museo. Son la joya en un museo donde hay muchas joyas, pero todas menores.

Aun así, no caí rendido frente a esas sedas. Doce apóstoles de piedra en una sala inferior, pertenecientes a fachadas que ya nadie recuerda de Notre Dame, comidos por los siglos, todos decapitados, me ubicaron frente al temblor oculto de una ciudad, frente a su corazón de piedra, (car)comido por los siglos. Esa sala fue construida sobre antiguas termas romanas. Las termas de Cluny. Era demasiado para mí. Para mi corazón de piedra, que se desmorona.

Al principio, creí que mi madrina de agua era un poco egoísta y que cuidaba sus libros como a personas. Ese día de mi cumpleaños diecinueve, cuando la vi llegar con la cestica de mimbre cubierta con una tela de cuadritos blancos y rojos, me dio una lección. Me regaló los cinco tomos de Los miserables solo después de haberlos leído. Nada nos pertenece.

Yo era muy joven, pero ya los libros no me importaban. Era muy joven, insisto. Ya regalaba los libros con el mismo desapego que tuve por las muchachas que querían ser mis novias. Por las muchachas y los muchachos. Pasaban los meses y no quería ser el novio de nadie. ¿Qué es eso de ser un novio? No lo entendía. Recién comienzo a entenderlo. Como tampoco entendía por qué me tenía que desnudar frente a esas muchachas y a esos muchachos. Cosas que hacía y que todavía no entiendo.

Solo me interesaba estar con mujeres de más de cuarenta años. Y nada serio. Singar en oficinas, en la calle, en un descampado. Cosas que hacía y que todavía no entiendo.

El egoísta era yo.

Alguien que, en las noches, antes de dormir, susurraba: Haya paz, amo mi cuerpo. Haya paz, amo mi cuerpo. Haya paz, amo mi cuerpo. Era la voz de Adriano en mi voz. Era la voz de Memorias de Adriano en mi voz. Era la voz de Marguerite Yourcenar en mi voz. Era mi voz por encima de mi propia voz.

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EDGAR ARIEL
Edgar Ariel Leyva González (Holguín, Cuba, 1994). Periodista, investigador y crítico de arte. Máster en Estudios Teóricos de la Danza (2020) en la Universidad de las Artes de Cuba (ISA) y Licenciado en Periodismo (2018) en la Universidad de Holguín. Es egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Actualmente investiga sobre la configuración de la estética poscrítica en Cuba. Forma parte del Staff de Rialta.

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