Yoel Carnero es un ovino antropomorfo. Viste un pulóver azul, un short corto y unos botines marrones.
Desde la desambiguación del propio nombre, el personaje –y con él su autor, Wimar Verdecia– se inscribe como parte de la sociedad cubana contemporánea. Carga en sus carnes con el estereotipo. Se autodefine, primero, en un acto de sumisión para después comenzar a bosquejar las ventajas y defectos de este movimiento. Parte del pronombre personal para definirse como animal. El yo se vuelve nosotros en un primer acto de lectura, en una empatía literaria con el vocablo y la representación. Yoel Carnero deja de ser un nombre para convertirse en una reivindicación del sí mismo. Yo-el-carnero.
Si con los dibujos de Wimar Verdecia se asiste a una denuncia social directa, con Irán Hernández viajamos a la semilla del hombre. Su obra se apoya en el diálogo entre dos personajes para establecer la plática consigo mismo. Fuera de la fantasía de tener un animal parlante, el felino actúa como la conciencia de su interlocutor, sobrelleva o acota los pensamientos del homo sapiens. Ninguno de los dos posee nombres propios, solo etiquetas genéricas como “humano” y “gato” para diferenciarse entre ellos, mientras cada uno responde a los arquetipos de la especie que representa.
Las viñetas de Irán Hernández están tocadas por la gracia de la sensibilidad más pura. Dibuja para entenderse a sí mismo. Sus personajes no quedan delimitados por el ámbito nacional, si bien la cubanidad está siempre presente en ellos. No se centran en las desgracias superfluas, sino que analizan la profundidad del ser humano. Cada ilustración posee esa naturaleza atemporal, proviene del mismísimo centro del alma para viajar a la contemporaneidad. Analiza sustancialmente los problemas mundanos, las pequeñas miserias cotidianas, y encuentra en ellas la génesis del existencialismo. Sus historias son dubitativas, sin patentar ninguna verdad absoluta. Parten de las propias dudas del creador, de sus inquietudes para con el mundo, y las diferentes respuestas que pueda darle. Emplea los recursos a su disposición para entenderse a sí mismo, y sobre todas las cosas, se atreve a revelar estas interrogantes a cualquiera que desee abismarse en ellas.
En este drama insular llamado Cuba, la segunda década del siglo XXI ha traído un resurgir del humor gráfico político a la vieja usanza. No significa que durante los años anteriores no existiera esta manifestación de la gráfica, solo que ahora, con la presencia cotidiana de Internet y de nuevos espacios para la visualización, unido a nuevas maneras de comunicar información, la larga tradición del humorismo cubano ha recuperado una de sus puntas de lanza, ese látigo con cascabeles que aparecía en la prensa plana. Los dibujitos que transmitían un mensaje que todo el mundo entendía, incluso sin saber leer, están de vuelta.
Durante la República, el humor gráfico tenía un posicionamiento evidentemente político, con la finalidad de criticar al poder regente, de subrayar los males gubernamentales que aquejaban a los ciudadanos. Con la Revolución, el papel del humor gráfico toma otra tesitura.
Las nuevas promesas del proceso revolucionario plantearon un giro hacia la historieta didáctica, con fines pedagógicos y sociales. Este giro, redirigía el camino de la crítica hacia el pueblo y los males ciudadanos, mientras dejaba de lado el actuar del alto mando. Convertía la crítica en un arma para depurar errores sociales. Más que mantener en vilo a los gobernantes, era ahora, sólo el pueblo, quien debía cambiar. El espíritu educativo del proceso naciente, con su fundamentación del hombre nuevo, sacó a la luz personajes que aunaban este proceso. Julito 26, personaje creado por Santiago Armada (Chago) y Sabino, de Rafael Fornet, fueron piezas de culto que, poco a poco, diluyeron la crítica política en el agua de lo social. En otros casos, caricaturistas como René de la Nuez decidieron que sus antiguas creaciones desentonaban con el nuevo camino trazado. Ya no era necesaria su función.
Sin embargo, esta nueva corriente del humor gráfico no dejó demasiados personajes memorables. El carácter propedéutico limitó el lenguaje propio de la gráfica y, más que buscar la complicidad del lector y el examen intrapersonal, transfirió la carga de los errores hacia “el otro”.
Entre la institucionalización de los medios de prensa, el férreo control sobre las tiradas nacionales de alcance masivo y la limitación de los contenidos a tratar, el panorama se oscureció. La vertiente oficial del humor se decantó, hasta hoy, por criticar lo foráneo. El tema recurrente del humor gráfico político suele oscilar entre la crítica al imperialismo estadounidense o a otros mandatarios u organismos abiertamente declarados en contra del Gobierno cubano. Los amigos de la isla son perfectos, y en el mejor y más capaz espíritu humano, solo merecen loas. Nada de pequeñas bromas a Maduro u otro similar como prueba de la amistad más entrañable. Ni hablar de una crítica mordaz hacia las promesas incumplidas o errores y falsedades de funcionarios nacionales. En el paraíso todo va bien, o al menos, hay que evitar darle armas al enemigo.
Con la llegada del nuevo milenio y el tardío acceso a Internet desde la territorialidad nacional, algunos representantes de la caricatura han encontrado espacios fuera de las instituciones de mayor visibilidad. Desde Facebook, espacios habituales en medios independientes para artistas de obra asentada –entre los que destacan Alen Lauzán en Diario de Cuba, Omar Santana en Hypermedia, Garrincha en Periódico Cubano, etc.–, hasta publicaciones especializadas como el suplemento dominical Xel2 de El Toque, estos actores muestran una nueva visión de la caricatura, que retorna al carácter político nacional y prescinde del aire de superioridad que suele llevar consigo la caricatura oficialista. Este aire no es otro que la constancia de saberse “conocedor” de los males y errores que aquejan a la población, y el sustrato de una moralina rancia, con regusto a chicharrón dejado a la intemperie, que cada vez encuentra menos público.
La revisibilización del humor socio-político trae consigo a dos jóvenes figuras que resultan sumamente interesantes y son la matriz de este texto: Irán Hernández y Wimar Verdecia.
En el personaje de Yoel Carnero, la clara herencia orwelliana a la hora de representar un sector social, desde la encarnación de un animal, resalta las similitudes entre la zoología y la especie humana. El cordero es el símbolo mítico de la ofrenda. Evidencia al sacrificado, no al acto de sacrificio. Su única misión en esta vida es servir de alimento, ya sea a dioses, a lobos o a humanos. Su domesticación como animal de granja lo convierte en un animal obediente, taciturno, que a lo más que puede aspirar para su liberación es al berreo, a alzar un poco la voz, solo cuando está en un ambiente cómodo. Al momento de su expiación, mira con ojos desconsolados, como si no entendiera que pasa, y muere en silencio, sin gemir o negarse. Es la encarnación de la mansedumbre.
Activar los resortes ideológicos y representar la sociedad cubana a través este animal responde, en primera instancia, a la tradición de nombrar de esta forma al pueblo cubano. La carnerización de la sociedad posee un tono despectivo, utilizado desde posturas abiertamente contrarias al Gobierno. Este insulto tiene como propósito resaltar los valores negativos del animal y transmutarlos en el devenir humano, incorporándolos al acervo cultural isleño como una manifestación de la obediencia ciega y del comportamiento de rebaño.
Desde inicios de 1959, las variantes ideológicas del proceso han propuesto el desarrollo colectivo por encima del individual, explicitado que la individualidad responde al pensamiento burgués, al desarrollo de un individuo que busca su bienestar personal por encima de la prosperidad común de la sociedad a la cual pertenece. Al mismo tiempo, se demoniza cualquier conducta que busque desmarcarse de este proceso, que busque desarrollar a la persona como un ente particular por encima del ente social, o como un ente particular que deviene social en su comportamiento, pero no en su esencia. Este comportamiento hace que la conceptualización del rebaño gane fundamentos.
Yoel Carnero viene a resaltar estos estereotipos. Parte de esta premisa para comenzar a desmarcarse de la manada. Primero como parte del todo, para después indagar en sus características personales. Observa en sí mismo las particularidades que acompañan la docilidad, y comienza el trabajo interno, como un despegue del conocimiento, para subvertir los valores sociales del supuesto y posible sacrificado. Mina a la manada desde la más dura y objetiva crítica personal.
Esta mansedumbre tiene antecedentes en el personaje icónico creado por Ricardo de la Torriente para la revista La Política Cómica.
Liborio, uno de los personajes emblemáticos de la gráfica republicana, es la representación del pueblo cubano que no posee estudios, que lucha por sobrevivir: el arquetipo del trabajador rural. Es, a la vez, el pueblo traicionado en su honor. Representa al pueblo cubano antes de la Revolución del 30, ese pueblo de la primera mitad de la República. Lo vindica desde la blancura de su piel, desde la herencia española. Es la imagen del, en aquel entonces, nuevo ciudadano despolitizado, falto de conocimientos, y que inspira más lástima que respeto. A su vez, encarna la representación arquetípica del costumbrismo, de la isla jaranera pero triste, que escapa de las vicisitudes a través de algún chascarrillo, aunque sin profundizar demasiado. Solo quiere vivir en paz y ganarse el favor de los poderosos.
El joven Carnero no es la simbolización de la oveja negra, es uno del montón, pero que a medida que habla, que participa, que comenta, construye una individualidad propia. Su representación visual tiene el propósito de resaltar las similitudes por encima de las diferencias. Su tono de piel, de ese beige ovino de pelaje sucio no permite rasgos distintivos. Es su comportamiento el que crea empatía, el que obliga a pensarse como particular a partir de la representación del mismo individuo cotidiano. El personaje creado por Verdecia no busca resaltar, vive en una constante inopia, en un devenir social desde las situaciones cotidianas. Sus comentarios son la transcripción al papel de la vox populi, cargados de la fina ironía que obliga al autocuestionamiento. Es un observador suspicaz, que pervierte el sentido desde el monólogo, desde la acotación cínica. Su punto de vista parece superfluo, pero va cargado de la daga de la mordacidad. Al tanto de la situación más candente, no se inclina por el comentario fácil, y rompe, con toda intención, con el carácter socio pedagógico de la gráfica oficial. No se lanza por la moralidad reivindicativa o constructiva, ni evidencia un comportamiento superior al resto. Es solo parte de la masa y actúa como tal.
Por otro lado, la obra de Irán Hernández parte del concepto nacional, de las referencias patrias, para cumplimentarse en el sentido universal de la pregunta que plantea. Bebe directamente de la savia de El Bobo, el personaje de Abela, y lo adapta, depura y actualiza.
El Bobo, como Liborio, buscaba representar al pueblo. Utiliza la ignorancia y el desentendimiento para burlar cualquier tipo de censura, cualquier interpretación de intencionalidad en sus comentarios. La creación de Abela es el punto más álgido de la mezcla entre gráfica e ironía, en su aparente desinformación capta todo el espectro del problema. Se las sabe todas. Su comentario inocuo está cargado de malicia. No obstante, su simpleza coquetea todo el tiempo con acceder un poco más allá. No solo agita su banderita en todo momento para resaltar su patriotismo, trabaja la idiosincrasia del ser cubano y del ser humano por igual. La idiotez no es un producto nacional, es el bien mayor repartido de la especie. Hablando con gato bebe directamente de este cáliz de lo universal a partir de lo particular.
La carga existencial de la obra de Irán está marcada por la búsqueda del sentido último de la vida. Parte de la premisa del absurdo, de la inexistencia de un sentido preestablecido para dotar de significación a los sucesos cotidianos. Rejuega con las posibilidades terapéuticas de lo ilógico y la subversión de verdades en el panorama posmoderno. Planta su bandera en tierra de nadie, y a partir del primer acto de vaciar de contenido todo territorio, de despoblar y deforestar cualquier indicio de vida, se insta a empezar a crear. En el espacio baldío que queda luego de la destrucción, comienza a regar semillas fértiles, que deberán ser regadas por cada persona, a título personal, para que germinen. La duda obliga al espectador a resignificar la obra, a darle sentido. Se mueve en ese territorio peligroso entre el humor y lo grave, esa fina línea que confunde y hace que se tome una cosa por la otra, que se inviertan sus roles.
La introspección y el arrobamiento preciso que se necesita para hacer esta exposición pública queda velado por los personajes ficticios. Gato encarna en sí la sabiduría y el distanciamiento de todo. Es la apatía característica del felino mitológico egipcio, fuera del plano terrenal. A su vez, Humano acerca a su mascota a lo terreno, a la singularidad insular que se multiplica fuera de las fronteras geográficas. Cada personaje se establece como complemento del otro, si uno siembra la duda, el otro la rectifica o complementa. Al final siempre queda un atisbo de desesperación íntima. La obra de Irán Hernández obliga siempre a la meditación, al examen necesario que siempre se trata de evitar.
Desde desechar el vino por su excesivo amargor o cuestionar el carácter risueño del cubano, hasta las referencias a momentos históricos del pasado, no queda espacio ni supuestas verdades absolutas que no puedan, ni deban, ser puestas en duda. En cierta medida Hablando con gato es una encarnación de Sócrates, moderno, con pinceles y bolígrafos que, al no poder expresarse en el ágora, encontró en el arte y en las redes, una nueva manera de plasmar sus mismas inquietudes.
Con trabajos de mayor o menor factura, siempre es interesante observar las acotaciones y comentarios de estos artistas, como si representaran una nota al pie de la página vivencial. Remiten directamente a la noticia del momento. Obligan a la necesidad de mantenerse informado para entender a cabalidad su exposición, directa pero no liviana, conjugando en sí el entredicho y la picaresca. Van directo al pecho. Abanderados de estos nuevos años veinte, Yoel Carnero representa la voz de la manada y sus primos Humano y Gato lo complementan, como buena familia, desde el humor introspectivo. Beben de la misma esencia. Son personajes sugestivos y nietos directos del Bobo y Liborio, criados por estos después de un nacimiento signado por la orfandad.
Siempre con el acierto en sus letras, y esa sensibilidad de enfoque que solo Daniel posee. Excelente texto!