Las “Palabras a los intelectuales” de Fidel y “El socialismo y el hombre en Cuba” del Che son los dos documentos fundamentales para entender cuál es la político estética de nuestra Revolución. Si partimos de ella nos explicaremos muchas cosas que han sucedido en nuestro país en el terreno estético.

En el año 1966 nació una revista que ha jugado un papel importante en el quehacer estético e ideológico de nuestros días: el órgano de la Juventud Comunista, en el campo literario y artístico, El Caimán Barbudo, que ha tenido ya varias etapas o épocas. La primera época, de 1966 a enero de 1968, estuvo bajo la dirección de Jesús Díaz, y fue una etapa combativa en la que resurgió la polémica sobre las generaciones en que se vieron envueltos Ricardo Jorge Machado, que la inició, Jesús Díaz, el Indio Naborí, que contestó o Jesús Díaz en las páginas de Bohemia, y algunos más. Hubo otra polémica en 1967, en las páginas de la revista Unión, específicamente entre poetas, que solventaron, por parte de El Caimán Barbudo y de los más jóvenes, Víctor Casaus, y por otro lado, César López. Fue una polémica también de tipo generacional ya que, entre nosotros, el sentido de la lucha generacional no desaparece ni puede desaparecer porque se trata de un fenó­meno perfectamente normal. Pero esto no puede de ninguna manera llevarnos a los enfrentamientos antagónicos que significan las luchas generacionales en los países que están todavía en una etapa de vida capitalista. Nosotros tenemos una concurrencia de actividades y de propósitos de las generaciones contemporáneas que construyen el socialismo. El problema nuestro no es medir las diferencias generacionales por razones cronológicas sino por razones de tipo ideológico. Se da el caso, muy frecuente en esta etapa, de que un hombre cronológica o biológicamente joven esté en plena senectud frente a algunos viejos rejuvenecidos por la Revolución. Es decir, no puede negarse que hay una juventud renacida, reverdecida en Manuel Navarro Luna o en Juan Marinello, frente a la senectud de Guillermo Cabrera Infante. Esto es perfectamente claro y cualquiera lo entiende; es decir, que unos –Navarro Luna, Marinello, nacidos a fines del siglo pasado– están por un mundo futuro que están edificando y al que habían comenzado a ponerle los cimientos hace ya mucho tiempo, y el otro –Cabrera Infante, nacido en pleno siglo XX– pone su capacidad de escritor al servicio de un mundo que se destruye, que desaparece. Eso es perfectamente claro y cualquiera lo entiende. Esto es lo que, en definitiva, plantea Fidel en su ensayo tan conocido por su versículo más popular.

Una de las muestras de cómo todavía no podíamos nosotros librarnos por entero de cierto sentido de neocolonialismo intelectual, fue lo que ocurrió con el Salón de Mayo, en julio de 1967. En contraste con aquel famoso Salón de la Hispanidad, nosotros trajimos el Salón de Mayo. Quisimos mostrar aquí lo que se hacía afuera, el “último grito” de París. En esto había una posición ingenua: pensar que teníamos que seguir a París o Roma, a Nueva York o Londres, en materia estética. No estaba mal que se hubiera traído el Salón de Mayo o que se hubiera traído otras exposiciones de países capitalistas, porque nosotros tenemos el derecho, y en algunos casos el deber, de conocer lo que pasa en el mundo. Pero vino aquello sin habernos quitado todavía de encima todo el terrible lastre de nuestro neocolonialismo y ocurrieron cosas deformantes. Por lo pronto, aparecieron en aquel salón algunas obras de real calidad (de momento me viene a la memoria un formidable cuadro de Max Ernst). Había cosas de grandes firmas, muy pobres (los Picasso, por ejemplo, eran bastante pobres), y había una enorme cantidad de chatarra y de obras de muy poco valor, pero el público ingenuo, el público que no tenía conocimientos previos de estas cosas y que todavía arrastraba prejuicios colonialistas, pensaba que esto, hecho en París, que además había sido traído por el Gobierno Revolucionario tenía que ser bueno y entonces ocurrieron incidentes significativos. Un profesor de historia del arte, muy modesto, muy serio, de gran competencia y honestidad, el profesor Francisco Prat, de la Universidad de Oriente, vino a La Habana, con un grupo de sus alumnos, los más preparados, a ver el Salón de Mayo. Llegó y al enfrentarse con las obras comenzó a hacer la crítica tal como se merecían aquellas cosas. En una de las salas había un guardián, un vigilante de sala, que oyó a este catalán, con un acento extranjero bastante marcado, que se ponía a decirles allí a los alumnos, delante de algunos cuadros, que aquello no servía, que, en fin, esto era malo, y lo detuvo. Afortunadamente había gentes allí, que también tenían que ver con la dirección del salón, e inmediatamente intervinieron: “Lo que está diciendo es correcto; estos cuadros han sido traídos por el Gobierno Revolucionario para mostrar cuáles son las direcciones del arte contemporáneo, entre las cuales hay cosas buenas y cosas malas, y él tiene pleno derecho a decirlo.”

El otro extremo fue lo que le ocurrió al pintor Mariano que se quedó un día sorprendidísimo cuando, frente a un cuadro suyo, esencialmente abstracto, una joven guía, con la mejor intención del mundo, le explicaba a un grupo de embobados oyentes que se esforzaban por ver lo que se les describía: “En este cuadro –decía la joven guía– se muestra la lucha de la Revolución contra el Imperialismo; de este lado el Imperialismo”. Y Mariano, que presenciaba la escena, veía cómo aquella pobre gente trataba de encontrar al Imperialismo y a la Revolución, que no estaban por ninguna parte, que él no había pintado de ninguna manera. El Salón de Mayo fue una buena piedra de toque para mostrar, por una parte, la situación del arte burgués contemporáneo y, por otra, todo lo que quedaba entre nosotros de lastre terriblemente neocolonialista, de actitud snob, y durante cierto tiempo se publicaron algunos artículos deliciosamente ingenuos, referentes a un salón que, en general, no podía decirse que fuera todo bueno: había en él cosas buenas indiscutibles, las menos, había cosas corrientes, mediocres, malas y pésimas, y simplemente por ser de París, por ser el Salón de Mayo, por haber venido la gente, se creía que era aquel el “último grito” y, en realidad, era para dar gritos, a veces, ese salón. Todo esto muestra cómo estábamos aún en una etapa esencialmente formativa.

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