Vi a unos pocos entrar con cojín o almohadilla durante una de las cuatro funciones que programó el Lincoln Center de Nueva York. No venían dispuestos a dormir sino a ponerse cómodos. Llegaban perfectamemte advertidos. Cada parte del filme se exhibía en tres horas y media, con un intermedio para ir al baño o tomarse un café. El propio director, Mariano Llinás, apareció en una de las proyecciones para agradecer al público su asistencia o paciencia, y advertir, de paso, que lo que estábamos viendo correspondía “al mejor corte”, dijo, de todos los que se habían hecho para exhibir La flor. Era, también, uno de los más extensos. Valía la pena. El maratónico filme de catorce horas de extensión y diez años de realización lleva batido todos los récords de lo parodiable en una obra audiovisual: el cine, la industria, el guión, las actuaciones, el realizador, la producción, las mujeres, los hombres, los espías, la política, América Latina, las novelas de anticipación, el testimonio, los celos, Rusia, la pasión, los gauchos y, por supuesto, los espectadores mismos, que esperaban ver algo con las luces apagadas. Algo que fuera una película.
Premiado en el festival de cine independiente de Buenos Aires, Bafici 2018, y exhibido luego mundialmente en circuitos alternativos, La flor aterrizó en el Lincoln Center durante la 56va versión del New York Film Festival, y fue repuesta en horario especial justo antes de la actual versión 57 de la muestra neoyorquina. No era un saludo a la bandera, sino la exigencia de reponer lo que había sido saludado un año antes como una experiencia radical y sorprendente, destinada a redefinir el concepto de binge-viewing, fenómeno que las series como Breaking Bad y House of Cards vienen popularizando desde hace años a través de la visualización compulsiva de muchos capítulos de la saga en una sola tirada. La borrachera de imágenes, el binge-viewing hasta que amaneciera, se inyectaba ahora en la pantalla grande para que la adicción se hiciera irreprimible y formara parte integral de las imágenes que se desprendían de La flor como un narcótico primitivo. Por lo mismo, quedarse dormido en ese trance parecía formar parte de la experiencia, ya que la idea que desarrolla La flor en sus seis capítulos o episodios, definidos así por el propio Llinás, es que la imagen pueda, en un momento de la película, empezar a soñarse por sí sola, haciendo que el espectador caiga a su vez en su propia narcolepsia y comience, también él, a soñarse en una sala de cine algo desangelada y falta de público.
Tal parace ser la utopía paródica del filme de Llinás tras catorce horas de proyección: que cada uno construya, entre el sueño y la vigilia, su propia película con los trazos de los episodios entrevistos. Esto es aún más claro al considerar que ninguno de los seis capítulos tiene un final, uno de ellos ni siquiera tiene principio, y otro es un ensayo metaficcional sobre la propia película que se está filmando. Por supuesto, esta forma de contar y producir efectos de ensoñación, de “hacer cine en el cine” no es nueva: está en Fritz Lang y en Godard, en Hitchcock y en Raúl Ruiz, pero sobre todo en los procedimientos literarios que Llinás utiliza para no-contar nada: apenas la presencia de cuatro mujeres –Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa, y Laura Paredes, siempre las mismas representando distintos personajes– que hacen del filme algo interminable, un loop de máscaras que asoma como un comentario obligado sobre la debilidad de los hombres y la fortaleza de las mujeres en un universo sin dirección de sentido. Sin ser ni de lejos un asunto de género, en La flor los hombres son cobardes y llorones, mientras las mujeres solidarizan entre sí y asumen la violencia sin perder una gota de delicadeza.
Las historias y subtramas que cuentan la historia de La flor son lo opuesto al filme Historias extraordinarias, película que en 2008 situó a Llinás como figura central del cine independiente. El crítico argentino Diego Battle retrató bien la situación de entonces cuando escribió que “la maestría, la osadía, la falta de límites y prejuicios de aquel film –sumado al discurso «antisistema» que enarbolaba con vehemencia el director– lo convirtieron en héroe, profeta y mártir”. En La flor, Llinás triplica la apuesta, y lo hace tanto en los años que necesita para realizar su nuevo proyecto, en el metraje final que tendrá una vez realizado, como también en la inversión del procedimiento narrativo que utiliza. En efecto, en vez de hacer de una historia o de su hipótesis la ramificación de sus muchas posibilidades ficcionales, como ocurría en Historias extraordinarias, aquí muchas líneas narrativas convergen hacia una imagen final de las cuatro mujeres ya liberadas del cautiverio –las historias mismas que se narran en tono paródico–, desnudas al sol y tendidas sobre las rocas antes de seguir cada una su camino. Para Llinás lo importante era poder “experimentar con la ficción”, como le dirá a Roger Koza en una entrevista previa a la presentación de La flor en Buenos Aires. La película, entonces, “se propone como una aventura gozosamente inconsciente que no sabe del todo adónde va”.
Todo ocurre, como dice Agamben en su libro Profanaciones, cuando habla de la parodia como “la central eléctrica” de la narración moderna. Las distintas historias que cuenta La flor –narradas visualmente en distintos géneros fílmicos y llevadas en el carruaje de la parodia a lo largo de las catorce horas de metraje– en un momento quedan suspendidas y el filme se da un instante de detención para hablarle al público. La parodia entonces se sincera de sus imágenes y nos dice: no hay película, no hay lugar para ninguna verdad en el discurso de La flor, salvo ella misma, su adictiva ignorancia. Todas las líneas narrativas se condensan en ese instante: la película de bajo presupuesto con una momia que despierta en las noches; el episodio kitsch del dúo de cantantes que se aman y odian; el film noir de las espías que recorren ciudades y tramas para terminar acorraladas en un eriazo de provincia; el fallido recuento metaficcional del director y sus actrices que deciden rebelarse ante la manifiesta confusión de ideas que rodean el proyecto; el hilarante sátiro que seduce a doctoras y enfermeras de una clínica de retiro mental; las acrobacias en el cielo y en la tierra de un remake fílmico de Jean Renoir… Estas y otras subtramas son todas formas de hipnosis que podrían resultar interminables si no mediara el episodio que pone punto final a todas las historias que cuenta La flor: el desierto del cine, o de una cierta concepción del cine como aventura que se goza sin saber hacia dónde conduce; un cine que hace el gasto y derrocha imágenes hasta volverse archivo de sí mismo. Un cine salvaje, que hace del rodaje un modo de vida que debe extenderse hasta donde sea necesario, contra las imposiciones presupuestarias y el sistema de consumo reglamentario del arte, la literatura, el cine actual.
Desmesurado y deslenguado como es, Llinás tiene confianza en que cada película es una batalla contra las fórmulas y el adocenamiento de la producción a pedido. Su actitud ante el oficio es más la de un escritor vuelto de espaldas al mundo que la de un eficiente director encerrado en la sala de edición. Por lo mismo, no resultan ajenos ni forzados los recursos literarios que incorpora como una segunda naturaleza narrativa. En La flor, la aventura vuelve a respirar como en las primeras imágenes de ficción que trocaba Méliès cuando hizo estrellar una bala humana en el ojo de la luna. En su interior viajaba un grupo de hombres que colonizaban la imaginación de ese viaje improbable, se enfrentaban a una tribu lunática y volvían finalmente a tierra. Es la historia de La flor, con la diferencia que ahora es un grupo de mujeres el que viaja montado en la ficción. “Cuando mentir es lo más fácil, decí la verdad. Cuando decir la verdad es lo más fácil, mentí”, fue el axioma de trabajo que se impuso Llinás durante los diez años de rodaje. Es como para restregarse los ojos antes de volver al cine.