Imagen de Garrincha
Imagen de Garrincha

Juana está avejentada y esquelética. Su ropa parcheada y desasida por tantos años sin cuidarse. El cabello maltratado se oculta bajo un gorro frigio que, del vivo rojo inicial, solo posee una ligera tonalidad ocre. No queda nada de aquella belleza republicana que le retrataban. Ahora es la sombra de la sombra que alguna vez fue. Hasta la suavidad del lenguaje y los gestos se han perdido. De su magnífico porte solo queda el recuerdo.

Está casi loca. Ríe constantemente de sus desgracias y se vanagloria de ello. Practica el choteo isleño, la carcajada triunfal sobre la decadencia. Pero no cambia. Espera donaciones de maquillajes extranjeros. Un blumito, una blusita. Algo que traiga la parienta del norte. Se entrega a la voluntad de sus regidores nacionales y se pasea girando sobre su cuerpo. Loca, loca, loca.

Gustavo Rodríguez, Garrincha retrata la isla de Cuba. Desde la distancia, la observa y la extraña. Ve como se descompone la patria, su patria. La desilusión de las ruinas turísticas donde deberían vender pequeños puñados de escombros en bolsitas para alimentar los souvenirs y la captación de divisas. Quijote contra el ridículo, contra las ironías.

La obra gráfica de Garrincha está cargada de dolor y añoranza. El recuerdo, la nostalgia y la inocencia son líneas conductoras que se traspapelan en un humor con matiz agrio y desesperanzado. Derrocha cubanía desde cualquier sitio. Es irreverente, procaz, desinhibido. Camina por la fina cuerda del funámbulo que tiene a un lado lo serio y al otro el absurdo, mientras observa el mundo desde las alturas y la inseguridad de la cuerda.

Imagen de Garrincha
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Desde su salida de Cuba, en el año 2003, su humor se ha ido acidificando. El vinagre empalagoso que sigue siendo nuestro vino. La distancia del exilio, la apertura a la información, el descorrer del velo de lo idílico que se comercializa dentro de la isla. La amplitud y el crecimiento espiritual. La batalla constante por crecer y ese invariable sentimiento de judío errante que camina sin una tierra a la que volver. Sin la que tuvo y que ya no reconoce.

A su vez, se aferra a la idiosincrasia formativa, a las raíces más íntimas de sí mismo, no deja de ser nativo del archipiélago para volverse mundial. En la búsqueda de algún territorio al que asirse recuerda y reinventa la niñez. Esa infancia propia que reenarbola desde una ajena, con otras situaciones de vida y otras latitudes que se sitúan en un Miami cosmopolita.

Lucía es la encarnación de este imago de la reminiscencia. No tiene la necesidad de la copia autorreferencial para patentarse como reinterpretación de los primeros años de vida del creador. Es la visión de los hijos desde la admiración de los padres, la curiosidad antepuesta por los niños vecinos, amigos y, paralelamente, la propia nostalgia del creador. Es la infancia toda. El esplendor de la inocencia y la curiosidad. Otra patria lejana.

Imagen de Garrincha
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Las viñetas dedicadas a esta pequeña y su amigo suelen estar desprovistas del color. El dibujo a lápiz (digital o físico), a mano alzada y garabateado, con trazos rápidos para captar ese minuto efímero de la contemplación de la belleza. Garrincha vislumbra la niñez y apuradamente la registra. No hay tiempo para el perfeccionismo, para limpiar la hoja y depurar la imagen. Se trata de capturar la felicidad en el sutil momento que sucede, sea este un instante recordado, imaginado o presenciado. Todas las situaciones son igual de fugaces y se necesita la velocidad y la sagacidad para registrarla.

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Como todo infante, Lucía tiene sus temas favoritos: las croquetas, el helado de pistacho y el saberse “goldita”. Entrelaza los temas con la extrañeza de quien descubre el mundo. La pregunta constante, el porqué de todo. Es el ser más feliz sobre la tierra. Llega desgreñada a casa, extenuada, y responde a su madre que solo contemplarla es la viva prueba de la felicidad.

¿Y qué es la felicidad para un niño? No se puede describir con palabras. No es necesario. La felicidad son las pequeñas cosas, acciones, olores, sensaciones. La felicidad es el chapoteo en los charcos bajo la lluvia, robarle las chicharritas a la abuela mientras fríe y hace que no te ve. Estos son solo sinónimos de la contemplación, de lo externo. El sentimiento íntimo es inefable para ellos, para nosotros que también lo fuimos.

Volver a la raíz una y otra vez como Ulises regresando a Ítaca. Una y otra vez se vuelve al lugar de seguridad primigenio, al vientre materno. Es inevitable la sorpresa y el redescubrimiento. La infancia es la primera patria. El lugar al cual se pertenece fuera de cualquier territorialidad física.

En la obra de Garrincha, la ternura expuesta en los dibujos sobre Alex y Lucia se contraponen al desencanto y el dolor que plasma cuando dibuja a Juana.

La expresión del territorio nacional expresado desde la transfiguración femenina no es una novedad. Se nace de la madre y de la tierra. La propia matriz engendra ambas categorías. Inocula en la sangre un sentimiento filial hacia el espacio físico, la historia de un pueblo, las costumbres y el idioma. Se nace por simple azar, en un lugar y un tiempo. Se asume este lugar como único sólo por el hecho de la experiencia, por ser de nosotros. No dista del sentimiento de otros hacia su tierra. No es mejor o peor, sólo diferente. Es el nuestro. Esa identificación originaria con algo, con el apercibimiento de lo que pertenece y por tanto magnifica su valor solo con el hecho de ser nuestro, es la excusa moral del patriotismo pueblerino. Ese que lucha contra el otro por imponer su criterio. La defensa ciega de las miserias humanas.

Imagen de Garrincha
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Durante el tiempo de la colonia (siglo XIX) se presenta la imagen de Cuba como una joven, a veces como una niña. Se contrapone a la figura matriarcal de España. Poderosa y protectora. La Máter guarda bajo su falda a la pequeña, le brinda su abrigo. Le perdona insolencias típicas de la juventud. Estas representaciones desde la ingenuidad tienen como propósito, tal como ha apuntado Ainhoa Gilarranz Ibáñez, demeritar a la nación caribeña. Los primeros trabajos gráficos nacionales, con Landaluze como figura principal, se posicionaban del lado de la colonia. Exaltaban la figura de esta y subestimaban la de la antillana. Desde esta mirada, la España más pura era la madre benefactora, propicia al cuidado de los hijos. Como contraparte, los republicanos españoles calificaban a la península como cruel madrastra, impuesta por la fuerza sobre los otros territorios, que representaban desde la estereotipación de la india o la negra. La utilización de imágenes de la mitología latina y griega era recurrente para ilustrar ambas tierras y la relación entre estas. En esta apropiación se obviaba el tópico de lo antillano para pasar a una europeización del imaginario de la mujer cubana.

Con el surgimiento de la República de Cuba (1902), la representación pictórica se transforma. La joven alcanza la mayoría de edad y se transforma en regente de su tierra. Adopta un espíritu guerrero, a la vez que se viste de gala y hace reconocimiento de su belleza. Adopta el gorro frigio como símbolo nacional, pero no se desmarca de una estética europea, una Atenea latinoamericana.

Garrincha muestra la tercera etapa de la vida nacional a través de su personaje. En el siglo XXI, Juana es una persona mayor. Carece de la sabiduría que traen consigo los años, como si algo se hubiera roto en el camino. Trae consigo traumas que la descolocaron. Parece que los lujos de la madurez le fueron arrebatados por la Revolución, parece que la pérdida de sus hijos es algo que pretende no reconocer. Se enajena de cualquier causa para sobrevivir sus días.

Imagen de Garrincha
Imagen de Garrincha

Vive entre la desidia y la sumisión. Un esperpento lastimero. La vecina del barrio que te interrumpe el día para contarte sus problemas. El desahogo entre la media carcajada para ocultar dolor. La lástima y el girar la cabeza para evitar el reflejo. Juana duele. Se duele y se enajena. Salta, brinca, se deshace en sí misma para mostrar todo lo que acontece. Malcría al hijo bobo porque es su sangre, porque el pobre, no tiene consciencia de lo que hace y en el fondo es buena gente. Solo necesita cariño. El mismo sentimiento que necesita ella. Amor propio para amar al prójimo.

La soltura de sus comentarios, la ligereza, empatizan con la providencia del oráculo. No es consciente, es espontánea. Suelta la bomba con la misma facilidad con que brinda la taza de café. Un acto cotidiano que no necesita repensarse, que se hace porque sí, por costumbre, por el accionar del cuerpo. Y la memoria tan frágil de los pueblos.

El encanto que trae consigo la imaginografía de Garrincha pasa por su uso del lenguaje coloquial. En los globos de texto que acompañan las imágenes escribe desde el sonido y no desde la grafía. La autofagia lingüística de los vocablos ubica a sus personajes en el occidente del país, los demarca en una territorialidad del lenguaje. Asume la tierra desde el habla. La patria en los pequeños detalles que se escapan a la defensa ciega de un espacio de tierra. Se concentra en lo distintivo. Hace del reconocimiento un descubrimiento, una mínima sonrisa en los labios, un no todo está delimitado por el mar.

Con Lucía y Alex se regresa a la casa de la memoria.

El país natal deja de ser un espacio físico para volverse un espacio temporal. El lugar al que siempre se vuelve. Este regreso no se da desde lo fáctico, sino desde la remembranza. Se construye desde el interior y se traspasa al espacio real. No es tangible. La niñez no es un territorio delimitado por accidentes geográficos. El barrio que se recuerda no es el barrio en que se vivió, es otro, con dimensiones mayores para la felicidad. Bachelard plantea la experiencia del espacio desde el onirismo, algo que también se refleja en el recuerdo personal. El espacio recordado no es coincidente con el espacio físico. En la lejana inocencia de los primeros años la patria es la casa, el lugar donde tan bien se está. Es el refugio que se perpetúa en la memoria y se fundamenta en la afectividad. Como cualidad materna, se regresa a él para recibir la savia de la vida. El retorno se hace habitual, desencadenado por aromas, fotografías, palabras. Todo aquello que despierta la acción imaginativa.

Imagen de Garrincha
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La añoranza como territorio donde plantar bandera. Gritar “esto soy, esto me hace”.

No se desanda un territorio hostil. Se regresa a Nubia. Se caminan esas tierras conocidas con la calma del hijo perdido. En cada esquina se recuerdan historias. Cada valle, cada árbol de la memoria trae una evocación oportuna. Se late en la paz del protegido, del nido que reestablece las fuerzas. Bálsamo y maná.

La búsqueda recurrente que hace Garrincha de sus propias memorias, la transformación de las situaciones que imagina o que ve en otros y que lo trasladan a sus propias experiencias, hace que los dibujos dedicados a los dos pequeños gocen de simpatía. Trasladan al espectador a su propia intimidad a través de la identificación. Los pequeños detalles narrados repercuten de manera universal. Son situaciones que no se aferran a una idiosincrasia particular, sino a una experiencia común de la humanidad. Se narra una inocencia latente en cada uno de los personajes.

Imagen de Garrincha
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El trazo veloz y la mano alzada, tan ágil como el obturador de la cámara, atrapan el momento con la misma simpleza con que se vive este. Al ver el resultado, es inevitable la alegría interna de pensar en un amigo, una hermana, un vecino que nos hizo pasar por una situación similar. La extrañeza de la nostalgia que equilibra la amargura y la felicidad. También se piensa en uno mismo, todo el tiempo. Se es feliz al ver la felicidad ajena.

Parafraseando al Apóstol, dos patrias tiene Garrincha, Cuba y la infancia.

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