La literatura de Pedro Juan Gutiérrez ha sido leída por parte de la crítica como una escritura alternativa –e incluso contestataria– ante ciertos discursos imperantes sobre la nación –Cuba– y la ciudad –La Habana–. La distinción otorgada a su obra suele estar asociada al reconocimiento de una incorrección política que le permitiría mostrar aspectos de la vida y del espacio habanero que no habían sido mostrados hasta entonces. La focalización sobre personajes y contextos marginalizados a partir de un lenguaje directo y, muchas veces, soez han promovido una concepción de cierta literatura que tiene la pretendida capacidad de espejar la realidad social. Los personajes de Pedro Juan suelen estar atravesados por marcas raciales y de clase como distintivos del mundo explorado por su obra. Sin embargo, queda para el lector la tarea de descubrir que se trata de sujetos mayoritariamente negros, mulatos y mestizos que fácilmente encajan en el estereotipo que los acorrala en existencias hipersexualizadas, marginales, animalizadas e irracionales.
En los años 2015 y 2017, el joven escritor cubano Ahmel Echevarría se sumó a la fortuna crítica de la obra de Pedro Juan al firmar dos breves notas. En un repaso por algunas de las obras de Pedro Juan, desde su afamado ciclo centrohabanero hasta otras más recientes (tales como El nido de la serpiente, El hijo del heladero, Fabián y el caos, Viejo loco), Ahmel destaca la insistente exploración/exposición del cuerpo (en su versión más descuidada y escatológica) como recurso literario privilegiado. Para Ahmel, es a partir de estas incursiones que la obra de Pedro Juan puede leerse como “un viaje desde la madurez a la juventud, a saltos, a lo largo de una ficción dispuesta a incrustar en la literatura escenas y personajes omitidos por el discurso oficial”.[1] Sin embargo, su lectura desliza, casi como una crítica, una falta: “El nido…no es la novela que salvarías de un naufragio, pero la podrías llevar contigo si tienes por delante una larga espera”.[2] Para Ahmel, las novelas de Pedro Juan son de pasatiempo, esas que se llevan para leer en las salas de espera o en los tiempos vagos de una escala de avión. No porque carezcan de contenido político o crítica social, sino porque sus personajes son, justamente, de “pura carne”. El plano de las “ideas” se manifiesta, en todo caso, como un efecto colateral de un tipo de narrativa que tiene al cuerpo como su centro. Estas consideraciones resultan iluminadoras cuando son puestas a dialogar con la propia producción de Ahmel, ya no como crítico, sino como escritor. Su obra impacta en el panorama literario reciente con una escritura que desvirtúa el realismo de los espacios, elemento tan socorrido en la mayor parte de la literatura cubana anterior, en la que ubicamos a Pedro Juan. De modo general, sus textos parten de lo fragmentario y combinan elementos del absurdo y lo fantástico, con otros, propios de la autoficción (sus tres primeros libros están narrados por un joven negro llamado Ahmel), con un narrador en primera persona (álter ego) que se confunde con la voz del autor y crea un espejismo entre lo real, lo biográfico y lo ficcional. Como veremos, sus textos interrogan nociones tan universales como la soledad, la memoria, la distancia, el amor y, sus personajes (en muchas ocasiones, sujetos racializados) suelen ser complejos, solitarios y estar repletos de preguntas existenciales que los lanzan a un universo de profunda reflexión.
Mario Margulis[3] propone, desde una perspectiva sociológica, “leer la ciudad como si fuera un texto”,[4] una especie de escritura colectiva donde quedan registradas las marcas de los procesos culturales y sociales que han dado lugar a su formación. A partir de un punto de vista diferente, De Certeau[5] también propone pensar texto y espacio como fenómenos vinculables. Sin embargo, su estrategia no consiste en compararlos en sus cualidades significantes, sino en reconocer un vínculo que las torna interdependientes. Es que, para De Certeau, “todo relato es un relato de viaje, una práctica del espacio”.[6] A diferencia del mapa, que tendería a borrar sus itinerarios en su pretensión totalizante, el texto expone las operaciones de la experiencia espacial, configurando modos de vincularse con él: creándolo, fundándolo, deslindando sus límites, afirmando modos de atravesarlo o inventando nuevos modos de recorrerlo.

Esta dimensión práctica del discurso y del lenguaje es la que le permite a De Certeau concebir relatos y narraciones como acciones que afectan y transforman el espacio, e incluso lo crean. En diálogo con este planteo, proponemos considerar al discurso ficcional como integrante de la dinámica urbana descrita por Margulis en tanto práctica, proceso y producto participante de la configuración social de la ciudad. Entendida en estos términos, la ciudad se torna múltiple, tanto en sus modos de habitarla y significarla, como en los modos de leerla y descifrarla. Por ello, el entramado urbano –no sólo su diseño y arquitectura, sino los modos en que estos espacios son/pueden ser recorridos y habitados– comunica las desigualdades y jerarquizaciones inherentes a su organización social. Las distinciones sociales pueden ser leídas en diversas señales y signos que la ciudad proporciona: disposiciones y valoraciones (positiva y negativa) de sus barrios, restricciones y permisos (explícitos e implícitos) de circulación, características de los espacios y de los sujetos que los transitan y ocupan, etc.
En este punto, la relación cuerpo-ciudad (pero también la relación cuerpo-relato) se torna primordial en tanto que las normas que rigen los tránsitos y el uso del espacio están mediadas por las maneras en que los sujetos y sus corporalidades son concebidos en esos contextos. Los procesos de racialización refieren a uno de los principales mecanismos de distinción social operantes en las sociedades latinoamericanas y caribeñas. Se trata de una dinámica de desigualdad (discriminación, descalificación, estigmatización y exclusión) que tiene origen y fundamento en distinciones raciales configuradas en lo que Mignolo[7] –retomando reflexiones de Quijano y Wallerstein–,[8] denominó “mundo moderno/colonial”. Este concepto, que parte de la categoría de sistema-mundo propuesto por Wallerstein, busca enfatizar dos aspectos constitutivos de esta particular configuración geopolítica de alcance global. Por un lado, la necesidad de considerar la colonialidad de poder[9] como estrategia inherente a la Modernidad. Por otro, reconocer la diferencia colonial[10] como resultado del mecanismo de periferización y subalternización de la parte no occidental del mundo (sus regiones, saberes, modos de ser y estar) que derivan de la lógica colonial. A pesar de su reconocido estatuto ficcional y su nulo correlato natural o biológico, la raza funciona en la práctica como una forma de categorización real que atraviesa y sostiene el ordenamiento de las ciudades, sus espacios y los sujetos que las habitan.
Para De Certeau, el relato es una forma de delincuencia, una alternativa al orden disciplinario, que “comienza con la inscripción del cuerpo en el texto del orden”. [11] Por ello, trabajar con discursos literarios implicará pensar en las focalizaciones enunciativas particulares que estos proponen –o en otras palabras, en los “signo[s] del cuerpo en el discurso”–. [12] Cabría preguntar, entonces, qué movimientos proponen los textos de Ahmel y de Pedro Juan en relación con la raza, este “criterio básico de clasificación social universal de la población del mundo”,[13] que ha funcionado como parámetro rector en la distribución y organización social y espacial desde finales del siglo XV en adelante, y los específicos procesos de racialización presentes en el espacio habanero.
El Rey de La Habana[14] pertenece al grupo de novelas que componen el Ciclo Centro Habana, referencia directa al municipio homónimo de la capital cubana. Los barrios trazados en estas narrativas configuran un espacio común signado por la decadencia y la marginalidad: ruinas arquitectónicas, hacinamiento, suciedad, calor, cierto halo delincuencial y opresivo componen una trama espacial compacta que define y circunscribe la vida de los personajes que la habitan. Estos sujetos, a su vez, componen el escenario en coincidencia con estas características. Los tránsitos, rutinas y acciones llevadas a cabo en los espacios descritos suelen estar vinculados con la satisfacción de necesidades primarias o de vicios que mitigan las consecuencias de un contexto de extrema precariedad. Como hemos adelantado, llama la atención la insistente marcación racial que acompaña la caracterización de sus personajes junto a generalizaciones que tienden a fijar los estereotipos y los prejuicios raciales.

Basta recorrer algunas páginas de los libros del ciclo para encontrarnos con negros y mulatos –ya sean bailarines, atletas o delincuentes– fibrosos, fuertes, pingudos y sumamente sexualizados; así como negras sabrosas –muchas de ellas putas o jineteras–, sucias y apestosas. Junto a estas descripciones no son inusuales las afirmaciones como “los negros son así” o los negros “siempre tienen…”. También son comunes las dicotomizaciones estereotipantes entre blancos acartonados y negros intensos que convocan la idea de que hay una raza más pensante y racional y otra más corpórea e irracional, explorada, por ejemplo, en la oposición entre las amantes Agneta (sueca) y Gloria (cubana mulata) de Animal Tropical. La pobreza y la marginalidad que componen este retrato de los suburbios habaneros se hacen cuerpo en sujetos que responden a los más estereotipados rasgos raciales que la tradición moderno-occidental ha erigido como pilares del orden global imperante. Por ello, son, en su mayoría, cuerpos negros y mulatos quienes asumen un lugar protagónico en estos escenarios desvirtuados y precarios, siendo agentes y pacientes de situaciones que los colocan al límite entre lo humano y lo animal. Recuperando palabras de Mbembe,[15] podríamos decir que Gutiérrez contribuye a la reproducción de las fantasías con “las que fueron revestidas las personas de origen africano y sus descendientes incluso antes de tornarse piezas fundamentales del engranaje capitalista moderno. Esto es, un ser humano vivaz y de formas bizarras, rostizado por la radiación del fuego celeste, el negro es dueño de una excesiva petulancia; tomado en adopción por el imperio de la alegría, pero abandonado por la inteligencia, es, ante todo, un cuerpo gigantesco y fantástico: un miembro, órganos, un color, piel y carne, una suma inaudita de sensaciones”. [16]
El Rey de la Habana es la única novela del ciclo que no tiene como protagonista al álter ego del autor. En este caso, no será el personaje Pedro Juan contando sus andanzas y aventuras de sexo, droga y alcohol por las calles de Centro Habana; sino la narración, en tercera persona, sobre la corta y trágica historia de vida de un adolescente que busca sobrevivir durante el Periodo Especial cubano. Luego de conocer el fatal episodio que terminó en la muerte de los integrantes de su familia (su madre, su abuela y su hermano), los lectores seguiremos los pasos de este joven mulato que, a partir de allí, deberá enfrentar en soledad la dura realidad que lo condena una y otra vez a la marginalidad. Si la primera condena fue haber nacido en un medio sin posibilidades y signado por la precariedad y la miseria (la vivienda derruida que habitaba con su familia, el hambre cotidiana, la falta de servicios básicos, la suciedad, así como las violencias, abusos y abandonos sufridos desde niño son algunos de los ejemplos de este entorno), la segunda será enfrentarse a un sistema que lo juzgará y lo irá excluyendo hasta expulsarlo al basural que será su tumba. A lo largo de este recorrido vital, el personaje irá desandando los espacios de una Habana periférica que escapa a las idealizadas imágenes de la ciudad intelectual o de las paradisíacas playas destinadas al turismo. Allí se producirán encuentros entre Reynaldo y otros personajes, tan desplazados del sistema como él, con los cuales aprenderá, día a día, formas más o menos exitosas de sobrevivir: mendigos, prostitutas, travestis, vendedores callejeros, timadores, vagabundos, borrachos, hambrientos y viciados conforman esta comunidad de los márgenes.
Junto a Reynaldo, ese personaje profundamente desdichado desde el que se desarrolla textualmente la novela, transitamos por una Centro Habana y otros espacios considerados igual de marginales (como los municipios de Guanabacoa y Regla), que nos hacen tomar nota de la desigualdad, las carencias morales y materiales, la brutalidad del ambiente urbano y ciudadano de los años noventa en Cuba. La inestabilidad económica, política, cultural y ética de estos “años duros” de Período Especial que vemos coherentemente tematizada en los caracteres de los personajes y en la propia concepción de la vida urbana, tiene un correlato con el uso de un lenguaje fuertemente racializado que sirve para marcar la desigualdad social del periodo. No resulta casual entonces que, en el texto, tanto el narrador como los personajes recurran una y otra vez a categorías raciales como apelativos o como adjetivos calificativos que hacen evidente la predominante presencia de personajes negros y mulatos marginados en calles y recovecos de la periferia habanera.
Así, sin necesidad de avanzar demasiado en la historia, sabemos que los hermanos Reynaldo y Nelson se masturban a diario con su vecina, una “mulata delgada”; [17] que Rey, en su primera riña dentro del reformatorio, es identificado como “mulatico”[18] por su contrincante, “un negro dos años mayor que él”;[19] que, en el marco institucional (representado en la voz del instructor), este tipo de apelaciones pueden ser cuestionadas –“Aquí nadie es negro ni blanco ni mulato. Todos son internos”–;[20] y que, a pesar de esas disposiciones institucionales, los compañeros del correccional son presentados como el “blanquito ganso”[21] y el “jabao”.[22] En consonancia con esta discursividad predominante, una de las primeras caracterizaciones de Reynaldo es realizada también a partir de una identificación racial: “Rey era un mulato delgado, de estatura normal, ni feo ni bonito”.[23] La elección de esta categoría no parece azarosa cuando es cotejada con la extensa tradición literaria e intelectual que ha buscado reconocer en el mestizaje la representación pacificadora del ser nacional (pensemos, por ejemplo, en la “América mestiza” de Martí, el “espíritu mestizo” del “color cubano” guilleniano o incluso en el concepto de “transculturación” propuesto por Ortiz). Sin embargo, en la trama de la novela la revelación de una Cuba que no ha logrado despojarse totalmente de la herencia colonial racista que dio lugar a una determinada distribución de los cuerpos en la ciudad pone en crisis el pretendido efecto tranquilizador de dicha categoría. El desequilibrado uso de marcas raciales que enfatizan, en la novela, pieles oscuras, cabellos rizados y cuerpos hipersexualizados deja al descubierto la estrecha relación que persiste entre los espacios derruidos y esos sujetos históricamente marginalizados de la ciudad.
La estética realista de Pedro Juan Gutiérrez (que en su momento intervino en lo real escribiendo sobre una ciudad desolada y unos cuerpos marginales) entra en fricción con la propuesta de Ahmel Echevarría, quien presenta una textualidad más apegada a la introspección. Caballo con arzones… es un texto que busca escapar de las ataduras impuestas por géneros y categorizaciones, pues tanto en el plano formal como conceptual, la propuesta de Ahmel nos enfrenta a una suerte de experimento literario-filosófico donde los esquemas binarios tienden a colapsar. Narrativa-poesía, mujer-hombre, negro-blanco, realidad-ficción, cuerpo-mente son algunos de los binomios explorados y problematizados por la novela. Contradictoriamente, la trama es configurada a partir de un primer planteo dicotómico que emerge de la introspección de uno de los personajes de la novela, la Percanta, una mujer blanca que imagina el mundo de un hombre negro (que es a su vez el narrador de la historia). Desde las primeras páginas, somos interpelados por un ejercicio constante de trueques de puntos de vista. El movimiento propuesto por ese narrador que se quiere híbrido es un ejercicio discursivo que busca poner en cuestión, una y otra vez, al lenguaje que lo constituye:
Soy esa mujer que ha pensado una máscara.
La máscara es el rostro y el cuerpo de un hombre.
La comodidad de llevar una máscara.
La habilidad en el uso de la máscara.
Soy la máscara.
Entonces puedo decir: soy el hombre de los dreadlocks y las gafas.
Y el libre fluir de su conciencia.
Y su voz.
Por lo tanto, soy el verbo y el extrañamiento del lenguaje.[24]
A diferencia de lo que acontecía en la ciudad de Pedro Juan, en la que el paisaje urbano estaba fuertemente ligado al conflicto de su personaje principal, La Habana de Ahmel contiene el mismo desafuero, sofoco y calor de la de Pedro Juan, pero esta vez velada y diluida en los conflictos e introspección de ese personaje que es a un tiempo la mujer blanca-el hombre negro. En este sentido, la novela de Ahmel construye un potente paisaje existencial que se enmarca en el devenir de la propia ciudad, sin dejar de lado la fuerte corporalidad de sus personajes ¿Podría leerse este texto como respuesta estética a la ausencia que el mismo Ahmel reconoce en la obra de Pedro Juan cuando señala: “No es una novela donde el lector necesite emplearse a fondo por lo arduo del mundo existencial del personaje, por las ideas puestas sobre el papel, pero en sus ratos de mayor sosiego el sátiro que miente, da cabilla, fuma marihuana, se emborracha, pelea contra ladillas y se bate a piñazos en la calle”?[25] Una posible respuesta puede ser encontrada en la propia voz del narrador que declara:
No quisiera permitirme una oración en la cual se deslizara una vista panorámica del país, la ciudad, el municipio o el barrio. Dejemos de lado la mugre, edificios en estática milagrosa, grietas ascendiendo como sierpes en las fachadas […] Solo quiero que trates de sobrellevar el mismo bochorno padecido por mí al interior de la imagen creada por esa mujer que me observa. Soportar el calor, la humedad, el aire cargado del polvillo desprendido de los caserones en ruinas, del escape de los autos. El resto no importa. Al menos por el momento.[26]
Los 52 breves capítulos que componen la novela de Ahmel pueden ser leídos como intentos fallidos de memoria. En cada uno de ellos, se trata de inventar recuerdos ajenos al asumir el lugar del otro y, por lo tanto, un ejercicio imposible. Las marcas de género y de raza que, en una primera instancia, afirman la relación de alteridad entre los personajes tienden a desdibujarse ante los planteos del libro: “¿Qué sucede con el dolor?”,[27] “¿Qué es, en concreto, una ilusión?”,[28] “¿Qué es en concreto la muerte?”,[29] “Y de la soledad ¿Qué es, en concreto, la soledad?”,[30] “¿Qué sabes tú de la apergaminada piel…?”,[31] “¿Qué es, en concreto, el desamor?”,[32] “¿Qué es para ti un hijo?”,[33] “¿Cómo defines tú la obsesión?”.[34] Aquí, se torna tal vez más evidente esa dimensión práctica del discurso y del lenguaje (De Certeau) que permite concebir el relato como una acción que afecta y transforma la ciudad, e incluso la crea. El relato de Ahmel también se presenta como una forma de delincuencia (De Certeau) y, por tanto, una alternativa a un discurso de ciudad y cuerpo racial dominante. Si Pedro Juan optó por ese realismo sucio, relato descarnado de lo sucedido, como recurso para representar “lo real”; en Ahmel, en cambio, se cuestiona ese orden para dar paso a una escritura, por momentos fantástica y absurda, con el fin de desviar, cuestionar e incidir en “lo real”, irrumpir en un orden, constituirse, a su modo, como una “movilidad contestataria e irrespetuosa” (De Certeau).
Al analizar los cuerpos racializados presentes en la ciudad de Pedro Juan y en la de Ahmel, creemos que un gesto estético convoca a ambos narradores. En sus textos, existe una búsqueda (y un cuestionamiento) incesante por lo real y lo verosímil, solo que estas nociones son exploradas de modos distintos en El Rey de La Habana y en Caballo con arzones... “Esa cercanía con lo narrado, la habilidad para escribirlo de forma descarnada”[35] que lee Ahmel en Pedro Juan, encuentra un punto de inflexión en el discurso narrativo del propio Echevarría, quien pareciera estar señalando o incluyendo lo real en forma de indicio o huella, no para representar la realidad, sino para intervenir en[36] lo real. Las historias mínimas y fragmentadas junto a esos pequeños monólogos existenciales (y pústulas) del personaje de Ahmel, situado sincrónicamente en un espacio determinado, son contrastadas con la historia de vida (de Reynaldo) que nos presenta Pedro Juan a lo largo de todo el texto, y que nos hace pensar en un punto de enunciación diacrónico de su personaje. Frente a la linealidad narrativa de Pedro Juan en la que leemos sin mayores dificultades el inicio y el fin de una vida humana, Ahmel coloca un relato de constantes idas y vueltas, en el que tienen lugar diálogos extraños no solo con la conciencia, sino con ese estado de umbral entre la realidad y la ficción y entre lo que puede (y es capaz de hacer) el lenguaje para señalar lo real. “¿qué soy en el entorno de Lo Real? “Lo Real”… ¿de dónde he sacado estas palabras? […] el delirio de la ilusión y la multiplicidad en Lo Real”.[37] Y podríamos agregar a la luz de nuestro recorrido: ¿qué hay de real en la raza? ¿qué delirios e ilusiones ella encarna? ¿cómo escapar a sus imposiciones para crear otras ciudades?

* Este texto es una versión reducida del artículo “Sujetos racializados en La(s) Habana(s) de Pedro Juan Gutiérrez y Ahmel Echevarría”, publicado en la revista Revell, Brasil, vol. 2, n.o 25, 2020.
Notas:
[1] Ahmel Echevarría: “Carne de Pedro”, Hypermedia Magazine, 2017a.
[2] Ídem.
[3] Mario Margulis: “La ciudad y sus signos”, Sociología de la cultura: conceptos y problemas, Biblos, Buenos Aires, 2009, pp. 87-104.
[4] Ibídem, p. 87.
[5] Michel De Certeau: La invención de lo cotidiano, Universidad Iberoamericana, México D. F., 2000.
[6] Ibídem, p. 127.
[7] Walter Mignolo: “La colonialidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad”, La colonialidad del saber, eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Edgardo Lander CLACSO, Buenos Aires, 2000, pp. 55-86.
[8] Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein: “La americanidad como concepto, o América en el moderno sistema mundial”, Revista Internacional de Ciencias Sociales, Vol. XLIV, n.o 4, Barcelona, 1992.
[9] Aníbal Quijano: “Colonialidad del poder, cultura y conocimiento en América Latina”, Ecuador Debate. Descentralización: entre lo global y lo local, n.o 44, Quito, 1998, pp. 227-238.
[10] Walter Mignolo: ob. cit, p. 56.
[11] Michel De Certeau: ob. cit., p. 142.
[12] Ibídem, p. 129.
[13] Aníbal Quijano: “¡Qué tal raza!”, Ecuador Debate. Etnicidades e identificaciones, n.o 48, Quito. 1999, p. 141-152.
[14] Pedro Juan Gutiérrez: El Rey de La Habana, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2018.
[15] Achille Mbembe: Crítica de la razón negra, Futuro Anterior Ediciones, Buenos Aires, 2016.
[16] Achille Mbembe: ob, cit, p. 84.
[17] Pedro Juan Gutiérrez: El Rey de La Habana, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2018, p. 10.
[18] Pedro Juan Gutiérrez: ob. cit, p. 15.
[19] Ídem.
[20] Ídem.
[21] Pedro Juan Gutiérrez: ob. cit, p. 16.
[22] Ibídem, p. 18.
[23] Ibídem, p. 20.
[24] Ahmel Echevarría: Caballo con arzones, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2017b, p. 13.
[25] Ahmel Echevarría: “Carne de Pedro”, Hypermedia Magazine, 2017a.
[26] Ahmel Echevarría: ob. cit, 2017b, p. 10.
[27] Ibídem, p. 31.
[28] Ibídem, p. 61.
[29] Ibídem, p. 83.
[30] Ibídem, p. 102.
[31] Ibídem, p. 132.
[32] Ibídem, p. 150.
[33] Ibídem, p. 159.
[34] Ibídem, p. 168.
[35] Ibídem, p. 1.
[36] Luz Horne: Literaturas reales. Transformaciones del realismo en la narrativa latinoamericana contemporánea, Beatriz Viterbo Editora, Buenos Aires, 2011.
[37] Ahmel Echevarría: ob. cit, 2017 b, p. 107-108.
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Cuántas razones hay para no cotejar jamás a Ahmel Echevarría y Pedro Juan Gutiérrez, autores que ni en la más descabellada fantasía académica tienen absolutamente nada que decirse o intercambiarse, y cuántas otras para jamás tomar en cuenta la opinión de un tipejo como Walter Mignolo en un crítica que se respete, y cuántas más para evitar a DeCertau y a Mbembe, por trillados, hipersexualizados y vampirizados, y cuántos millones de razones adicionales en contra de declararse derrotadas de antemano, agotadas mentalmente, al utilizar el recurso típico de los que no tienen nada que decir, nada que liberar y soltar, y dedicarse a meter letricas, todavía hoy!!!, en el calabozo mental de los paréntesis rizomáticos de la más trasnochada tipografía posestructuralista. ¡¡¡¡Dios de los cielos, danos verdadera crítica!
Dios mío, menos mal que es la versión corta del tabaco. ¿Qué tiempo les habrá tomado ensartar estás perlas?