Es poco probable que Conducta impropia, la nueva película de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal, usurpe el lugar hegemónico que ha conseguido Gremlins y Los cazafantasmas en las taquillas estadounidenses, pero no cabe duda de que su impacto dentro de ciertos círculos ha sido inmenso. Deliberadamente o no, el filme ha hecho que figuras del pensamiento progresista y partidarios de la lucha por los derechos de los homosexuales se enfrenten. La razón es el tema que aborda: las políticas sexuales; el campo de batalla: Cuba.

¿Es tan diferente el trato que reciben los homosexuales en la isla del que reciben en Estados Unidos?, quiso saber un progresista escéptico en una proyección de Conducta impropia que se hizo para los medios de comunicación. Antes de que los cineastas pudieran responder, un hombre se levantó del público. “Soy un homosexual cubano”, declaró. “En Cuba, no puedo decirlo públicamente. Esa es la diferencia”.

Imagen 1 Marielitos in Florida | Rialta
Marielitos en la Florida: “muchachas” hacinadas anhelando respirar en libertad

Para los homosexuales latinos y latinas –la minoría más silenciosa– Conducta impropia es el equivalente cinematográfico de un trueno, pues revela no sólo la existencia de una comunidad gay hispana, sino también la persecución sistemática a la que esta ha sido sometida en una sociedad que en su día fue considerada la gran esperanza del socialismo humanista. Entre 1965 y 1967, el gobierno cubano emprendió lo que sólo puede considerarse como un pogromo contra los homosexuales. Mientras nosotros aquí bailábamos con flores en el pelo, ellos en la isla hacían redadas de “locas” –no necesariamente “reinas”– para confinarlas en campos de trabajo forzado junto a drogadictos, creyentes religiosos (especialmente los Testigos de Jehová), hippies y artistas bajo sospecha de desarrollar actividades subversivas. Dichos campos, conocidos eufemísticamente como Unidades Militares de Ayuda de la Producción (UMAP), supuestamente tenían la función de rehabilitar a los reclusos, cuyas infracciones podrían resumirse en la frase del Código Penal cubano de la que toma su nombre la película de Almendros y Leal. Tener el pelo largo, andar maquillado, o mostrar expresiones lascivas en la vía pública entraban bajo la categoría penal de “conducta impropia” y, por tanto, podían ser delitos punibles.

Era una época de crisis en la vida cubana, a poco de la invasión de Bahía de Cochinos y de una campaña de desestabilización de la CIA, cuyos detalles –por lo poco que sabemos de ellos– parecen brutalmente surrealistas. Aquello apenas duró dos años. Pero, a pesar de que Castro cerraró los campos de las UMAP en 1967 (tras las protestas en Europa occidental y en la propia Cuba), la política de encarcelamiento de los homosexuales persistió. La discriminación fue instituida oficialmente después del Congreso Nacional de Educación y Cultura en 1971, un evento en el que se convocó a la expulsión de “notorios” homosexuales de los centros de enseñanza y de los trabajos relacionados con las artes. Personas abiertamente homosexuales que anteriormente habían desempeñado un papel fundamental en la cultura cubana fueron purgados. Muchos serían expulsados de las universidades y del Partido siguiendo aquellas palabras del propio Fidel en una entrevista de 1965: “una desviación de esa naturaleza choca con el concepto que tenemos de lo que debe ser un militante comunista”.

La obsesión con la homosexualidad en Cuba ha perseguido a varios estadounidenses de ideas progresistas –tanto a homosexuales como a heterosexuales– desde que los veteranos de la Brigada Venceremos se dieron cuenta de que la libertad que experimentaban recogiendo caña durante sus viajes a la isla tenían que pagarla con el silencio sobre la represión. Tan persistentes fueron las súplicas de los radicales gays que en 1972 la brigada emitió una directiva en la que calificaba la homosexualidad de “patología que refleja la decadencia burguesa sobrante” y que exigía a los brigadistas que se abstuvieran de “imponer la cultura gay norteamericana a los cubanos”.

Estas historias aparecen en el libro de Allen Young, Gays Under the Cuban Revolution, que bien puede haber servido de modelo para Conducta impropia (aunque no se declare en ninguna parte). Young era un brigadista gay que empezó siendo “un cubanófilo en toda regla”, encantado de que lo vieran llevar el uniforme militar que le habían regalado en su viaje a Cuba. Con el tiempo, y mientras fue saliendo del closet, se fue alejando del marxismo. Es verdad que su agenda política en pro de los derechos de los homosexuales tiene sus limitaciones, pero su contribución ha sido inestimable para mantener activo el debate sobre Cuba en la prensa radical estadounidense durante casi una década. Desde Jump Cut hasta Win, los izquierdistas han sopesado dolorosamente la persecución de los gays frente a los males del imperialismo cultural, este último ofrecido –tan a menudo lo es– como una cortina de humo para cualquier política del Tercer Mundo que parezca bárbara a los ojos de Occidente.

Pero en 1980 la cuestión del imperialismo cultural pasó a ser académica. Ese año, entre 10 000 y 20 000 homosexuales salieron de Cuba hacia nuestras costas. Puede que estos números apenas constituían el 15% de la flotilla del Mariel, pero era la primera vez que, en tanto grupo consciente de su identidad, los homosexuales elegían la emigración para alcanzar la libertad personal. De este lado fueron recibidos con ambivalencia. La mayoría sigue viviendo con una parole permanentemente, ya que a ningún homosexual abiertamente declarado se le puede conceder el estatus de residente o de ciudadano estadounidense. Pero el testimonio tan ferozmente articulado de tantos cubanos gays ha convertido en noticia de primera plana lo que fuera antes una arcaica disputa dentro de la izquierda.

Conducta impropia está decidida a hacer más que acaparar titulares y por ello presenta la persecución de los homosexuales en Cuba como una marca del fracaso del comunismo. Se trata de un aspecto sin precedentes, uno que los contras de Miami nunca habrían elegido para representar su causa. La última vez que se pidió a los buenos ciudadanos de la Pequeña Habana que se expresaran sobre la cuestión de los derechos de los homosexuales, apoyaron a capa y espada a Anita Bryant. Y es que para muchos cubanos en este país si algo bueno hizo Castro fue eso: deshacerse de los homosexuales.

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Pero Conducta impropia no está pensada para agitar a un público de derecha. Está dirigida a los progresistas, y expone sus argumentos de una manera que ningún humanista puede hacer caso omiso. Nuestro propio movimiento por los derechos de los homosexuales y la historia de su relación con la izquierda europea nos han educado para terminar considerando a los gais como miembros de la noble fraternidad de los grupos parias. “No hay judíos en Cuba, pero hay homosexuales”, observó una vez Sartre, y entendemos exactamente la señal que está enviando. Hemos llegado a juzgar el valor de las sociedades democráticas por el destino de sus minorías.

Se trata de un criterio justo y la base de mi propia comprensión de lo que significa ser gay. A pesar de la afirmación de Norman Podhoretz de que la desviación sexual es un indicador de subversión política (para él sólo somos saboteadores que van contoneándose por la vida), la homosexualidad ha atemperado mi posición política y ha alterado mis lealtades con la izquierda. Debo decir que empecé este segmento del texto con una imagen en la que un homosexual cubano es captado mientras se pone de pie –en un gesto con el que se declara a sí mismo como símbolo de la distinción entre las sociedades libres y las reprimidas–, precisamente porque me siento implicado en esa circunstancia, de la misma manera que me sentí apelado con la película.

Conducta impropia despierta esa empatía de un modo en que siempre lo han hecho los documentales de izquierda: la historia se personaliza –incluso a expensas de la objetividad– mediante la identificación entre el espectador y las víctimas de la opresión. Almendros y Leal utilizan esta tradición para lanzar una crítica a la izquierda. Su película consiste, en su mayor parte, en apasionados testimonios personales, cálidamente iluminados y con encuadres íntimos. Viéndola me viene a la mente La tristeza y la piedad, pero Conducta impropia aspira a ser algo más. La película de Ophuls examina el impacto de la ocupación en toda una comunidad francesa. Su dilema moral tiene que ver con la respuesta de los individuos a una represión llevada contra todos. Pero Conducta impropia nos muestra a personas señaladas por el Estado por considerar peligrosos prima facie elementos de su identidad.

Usted podría rebajar el sufrimiento de los testigos que aparecen en la película a meras lágrimas de cocodrilo en los ojos de una burguesía trasnochada; podría argumentar que algunos de ellos eran contrarrevolucionarios, o incluso agentes de la CIA; pero las pruebas de la persecución van generando un sentimiento condenatorio en el espectador que crece en la medida en que se percibe la naturaleza sistemática de esas prácticas estatales. Amén de todo lo que sufren los entrevistados en la pantalla, Conducta impropia es la primera película que presenta a los gais como víctimas sociales. Por eso, es un paso gigante hacia nuestra legitimación.

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Pero hay otra agenda en esta película, quizás más central que su reclamo por la liberación homosexual, y seguramente más problemática. Esa agenda implica la deslegitimación del actual gobierno cubano, una perspectiva con la que bien podríamos vernos obligados a lidiar si Reagan es reelegido. Para los progresistas de Estados Unidos, de quienes se espera que siempre estén en contra de cualquier ataque abierto o encubierto contra el Estado cubano, una película como Conducta impropia podría ser un poderoso artefacto de disuasión. La película hace personal y “progresista” lo que los derechistas siempre dicen de las sociedades comunistas: que en nombre de la justicia social, la libertad individual deja de existir. La derecha elige ignorar el efecto de esta opresión en materia de identidad sexual. Para Almendros y Leal, la persecución a los homosexuales en Cuba es tan significativa como la supresión de Solidaridad en Polonia, e igualmente reveladora del rostro monolítico del comunismo.

Los directores nos muestran una política homofóbica de la que el militarismo es el motor principal, e identifican su aparición en Cuba como la causa de la enemistad incesante entre el gobierno y sus ciudadanos homosexuales. “Creo que estamos asistiendo a una evolución de la cultura comunista hacia un ideal militar”, dice Susan Sontag en una entrevista que vincula esta película con sus raíces ideológicas. Y afirma: “Si los homosexuales en esos países son identificados con las mujeres, es decir, como elementos débiles, y la ideología del país se centra en la fuerza, y la fuerza se asocia con la virilidad, entonces los hombres homosexuales son vistos como un elemento subversivo”. (Algo con lo que está de acuerdo el Sr. Podhoretz.)

Esta no deja de ser una explicación elegante, pero, como la mayoría de las tentaciones de la carne, reduce la complejidad de una respuesta cultural a la fantasía. La fantasía en este caso es que existe una única explicación para la homofobia, una teoría del campo unificado que desvelará el misterio de lo que es –como el propio sexismo– un fenómeno con raíces divergentes y contradictorias. Cualquier sociedad que se esfuerce por unificar a su gente bajo un único estándar de conducta o sistema de creencias, pronto se obsesionará con las herejías sexuales, por no hablar de las políticas o religiosas. Esto no significa que toda cultura autoritaria sea homofóbica ni que toda cultura homofóbica sea autoritaria. Los mecanismos de represión varían de una sociedad a otra, y dependen tanto de las tradiciones culturales como de las exigencias políticas. La “militarización de la cultura” en Filipinas no ha provocado la misma respuesta que en Cuba; la vida gay florece en Manila y, por lo demás, sobrevive sin molestias en Johannesburgo, donde las tradiciones de la democracia occidental se aplican de forma bastante selectiva.

Tal vez Sontag explicaría estas excepciones a su regla invocando la odiosa distinción entre estados autoritarios y totalitarios. Pero ¿qué pasa con Alemania del Este, una sociedad comunista ortodoxa en la que los bares para homosexuales funcionan libremente y las leyes de sodomía fueron eliminadas de los libros desde 1968? ¿Por qué no hay campos para homosexuales en Nicaragua? Cuando el New York Native preguntó sobre esto, Almendros respondió al más puro estilo cubano que los sandinistas “no pueden ir tan rápido como lo hizo Cuba porque no tienen hombres en el poder tan inteligentes como Castro”.

No se trata de negar la tendencia al pluralismo sexual en las sociedades capitalistas o la tradición de una heterosexualidad obligatoria en los Estados comunistas. Sólo de insistir en que el cambio es posible en ambos casos, que la homofobia es un elemento dinámico en muchos sistemas políticos, que tanto los demócratas como los dictadores pueden ser culpables de albergar intenciones asesinas hacia los maricas. Haríamos bien en recordar el pánico sexual de los años cincuenta, cuando varios miles de homosexuales estadounidenses fueron separados de la administración pública. No hubo campos de trabajo, pero decenas de miles cumplieron condena por conducta impropia al estilo USA. Mucho ha cambiado, sin duda, pero no irrevocablemente. Esta nación, que guarda tanto potencial para la libertad personal, también alberga una pasión por el control.

En Occidente se suele dividir y tipificar a los homosexuales a partir de percepciones que resultan contradictorias: se les considera simultáneamente una especie de grupo étnico, con derechos fundamentales de privacidad y asociación, así como un elemento renegado que amenaza a la familia y al Estado. En las culturas comunistas, donde la buena gestión del Estado y la estabilidad de la familia han sido históricamente sinónimos de derechos humanos, la idea de una tensión entre los imperativos sexuales y sociales parece subversiva, ajena. Para Sontag, estos condicionamientos culturales no vienen al caso. La ideología hace al Estado, y la ideología marxista es puritana en su esencia. “Creo que uno de los puntos débiles de la izquierda ha sido la dificultad para abordar cuestiones relacionadas con los aspectos morales y políticos del sexo”, explica ella a la cámara. “Es una herencia, en cierto modo «puritana», que está muy arraigada en la moral de la izquierda. El descubrimiento de que los homosexuales eran perseguidos en Cuba demuestra, creo, hasta qué punto la izquierda necesita evolucionar.”

La izquierda, la derecha y el centro, podría apuntar cualquiera abiertamente gay en Estados Unidos. Pero Sontag tiene un objetivo ideológico específico en mente, y una agenda que debe cumplirse incluso a costa de la historia. De hecho, el movimiento por los derechos de los homosexuales forma parte del legado de las políticas de izquierda. Los marxistas alemanes de principios del siglo XX fueron los primeros en exigir una legislación para compensar o reparar el daño a los homosexuales por la opresión en su contra. El fundador de la primera organización de derechos de los homosexuales en Estados Unidos, la Sociedad Mattachine, era un miembro del Partido Comunista llamado Harry Hay.

Reconocer que esta tradición no arraigó en el “socialismo científico” es una cosa. Se puede rastrear la justificación comunista de la homofobia hasta las calumnias estalinistas sobre “la perversión fascista”, e incluso más atrás, hasta las afirmaciones totalmente descabelladas del viejo Marx sobre los “hombres de la retaguardia” que usurpan el poder de “nosotros los hombres del frente”. (Marx se refería oblicuamente a ciertos socialistas de su época que eran heterodoxos y homosexuales). Pero insistir en que la izquierda es inherente e inmutablemente homofóbica es sacrificar la realidad a la realpolitik.

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¿Existe alguna otra explicación, acaso menos servicial, para el pogromo antigay en Cuba? ¿Por qué Castro eligió la solución búlgara de los campos de concentración y no el modelo de tolerancia oficial de Alemania Oriental? Algunos defensores de la Revolución han propuesto varias explicaciones que, si bien no pretenden excusar los campos de las UMAP, sí intentan situar lo ocurrido en el contexto de la cultura tradicional cubana. B. Ruby Rich, por ejemplo, una estudiosa del cine que ha viajado a La Habana en dos ocasiones, señala la distinción que existe en las sociedades caribeñas entre “espacio privado (expresivo) y público (represivo)”. El primero, sostiene, es más amplio y permisivo que en Estados Unidos, mientras que el segundo es más estrecho y rígido. Después de Bahía de Cochinos, sostiene Rich, el viejo sistema de “se dice nada, se hace todo”[1] se rompió. “En este clima de paranoia postinvasión, el espacio privado fue invadido como nunca antes”.

Imagen 2 Nestor Almendros izquierda y Tomas Gutierrez Alea derecha | Rialta
Néstor Almendros y Tomás Gutiérrez Alea

Pero Rich va más allá y llega a sugerir la existencia de una base material para la persecución de los homosexuales en Cuba. En una monografía firmada a dos manos con Lourdes Arguelles, publicada este verano en la revista feminista Signs, Rich afirma que la CIA había tratado de organizar una quinta columna al interior de los grupos gays que funcionaban clandestinamente en La Habana y que estaban dominados por la mafia. “Los jóvenes homosexuales que buscaban el contacto con «la comunidad» en los bares y las famosos zonas gays de La Rampa fueron así introducidos en una ideología y una práctica contrarrevolucionarias…”. Después de la invasión de 1961, “temores reales dieron lugar a la paranoia, y (como en los años de McCarthy aquí) cualquier persona que era «diferente» cayó bajo sospecha. Los bares y las zonas gays de La Rampa fueron detectados, en algunos casos correctamente, como centros de actividades contrarrevolucionarias y comenzaron a ser tratados sistemáticamente como tales.”

Esto empieza a sonar como el lenguaje al que recurren los revisionistas conservadores para justificar los excesos de los años de McCarthy: hay que aclarar que entonces nos enfrentábamos realmente a una conspiración comunista internacional, que algunas de las personas a las que arruinamos eran traidoras en verdad y, en cualquier caso, que aquellos que estuvieron dispuestos a renunciar a su vínculo con la izquierda pudieron mantenerse a salvo. Rich pisa terreno más firme cuando describe la dolce vita de la vieja Habana. Sus observaciones son una crítica devastadora de todo lo que hemos leído y oído. He aquí, por ejemplo, la apoteosis de Allen Young sobre aquellos días:

Había chicos y chicas prostituyéndose, mostrando sus licencias emitidas por el gobierno y cuidadosamente administradas… No era raro que en la pasarela se te acercara un joven y sensual latino susurrando: “¡Exhibicione! ¿Exhibicione?” Ah, sí. Eran los queridos tiempos en que «Supermán» daba varias exhibiciones nocturnas, 100% sexuales… Antes de su “ascensión”, se pavoneaba por la sala permitiendo que su público lo tocara, previo pago. [En verdad], Cuba tenía una economía encomiable en aquellos días.

Al hablar de ese mundo pintoresco, Rich señala: “Este sector estaba controlado en su mayor parte por el crimen organizado estadounidense y por miembros de una burguesía local directamente vinculada al aparato político de Batista. Este empleaba a más de doscientos mil trabajadores… Si las sanciones legales y el acoso oficial eran escasos, esta tolerancia se debía menos a la aceptación social que a consideraciones principalmente asociadas a beneficios e intereses económicos del hampa”.

Rich no ha dudado en dar a conocer su posición a los cubanos en materia de políticas sexuales. En su último viaje a La Habana para participar en un festival de cine latinoamericano el pasado diciembre, presentó una ponencia titulada “La estética de la autodeterminación”, la cual se centraba en el cine gay en América del Norte. El festival ya se había negado a proyectar un documental sobre la vida gay en la región, y su postura francamente progay provocó una respuesta ambivalente. “La vergüenza era evidente”, recuerda otro crítico que asistió al festival; varios delegados se marcharon y no hubo ningún debate posterior. (En cambio, la prensa cubana se hizo eco de su intervención).

Pero en este país, Rich ha optado por situar su solidaridad con la Revolución cubana por encima de la cuestión gay. Para ella muchos homosexuales que permanecen en Cuba han elegido la patria por encima de la identidad personal. “Puede que la Revolución no se dirija al homosexual que llevan dentro”, escribe Rich, “pero siguió dirigiéndose a otros aspectos vitales de su ser. Ellos, en respuesta, pusieron la Revolución –y Cuba– en primer lugar, y dejaron las políticas sexuales para más tarde”.

Si a los estadounidenses se les pidiera que aplazaran su sexualidad por motivos patrióticos, los progresistas como Rich estarían entre los primeros en señalar que tales opciones son dolorosas e innecesarias; uno puede ser leal y luchar por la liberación homosexual. Pero en una sociedad revolucionaria, parece decir Rich, el armario es un lugar honorable a donde retirarse. “La ausencia de un espacio público gay [en la Cuba actual] significa que no hay bares para las lesbianas y los gays; sin embargo, existe un floreciente escenario social de sociabilidad para ellos […]. Esta rica sociabilidad en «salones» […] es particularmente propicia a la expansión de la esfera privada que demandan los homosexuales […]. Algunos, como Jorge, un artista, incluso sostienen que «a pesar de toda la represión, en Cuba uno puede ser verdaderamente homosexual».”

El sexo en la sombra puede ser efectivamente excitante; pero la vida en la sombra es otra cosa. Rich reconoce el problema sin adelantar su solución. Hace falta un marxista caducado como Young para afirmar sin ambages que “Cuba niega a sus ciudadanos homosexuales la libertad de asociación y de convivencia en comunidad”. En ello radica, con o sin campos, la vergüenza continua del país.

Hasta ahora, el gobierno cubano sólo ha dado la respuesta más oblicua a Conducta impropia. Refiriéndose a “la increíble acusación de que el gobierno cubano reprime a los homosexuales”, Granma, el periódico del Partido Comunista, señaló el 11 de junio que “las mentiras son tan grotescas que el decoro nos impide aceptar que puedan debatirse”.

Pero las acusaciones siguen manchando la reputación de Cuba, especialmente en los círculos culturales. La semana pasada, Armando Hart, Ministro de Cultura de Cuba, se enfrentó a un periodista francés que había ido a La Habana para asistir a un festival de artes plásticas. Hart reaccionó con consternación cuando se le preguntó qué sienten los cubanos hoy en día sobre la época de los campamentos de las UMAP. Según un escritor que estaba presente, Hart respondió que los enemigos de Cuba se centran en “casos individuales” para no reconocer los logros culturales de la Revolución: sus museos y galerías, sus campañas editoriales y de alfabetización. Hart dijo que la homosexualidad era una cuestión social, no política, e insistió en que la discriminación oficial no existe hoy en Cuba.

Así que el silencio persiste con el Granma cuando afirma que “los escritores y artistas de este país no están dispuestos a quedar atrapados en una burda controversia promovida y alentada por Estados Unidos”. Pero el mes pasado, el mayor cineasta cubano residente en la isla, Tomás Gutiérrez Alea, estuvo de paso por Nueva York y le pedimos su impresión. La película más conocida de Alea, Memorias del subdesarrollo, plantea algunas de las cuestiones que Conducta impropia propone a propósito de la alienación del individuo en una sociedad revolucionaria. Para Alea, dicha alienación es en el fondo un aspecto del privilegio de clase, pero al menos reconoce la tensión entre la autoconciencia y la solidaridad social.

Alea no es un sustituto de Fidel Castro. Al aceptar responder a las preguntas sobre Conducta impropia puede haber estado asumiendo un riesgo profesional y personal. Lo personal parecía pesar en su mente mientras se acercaba a la grabadora: había sido amigo de Almendros en Cuba, aunque en estos momentos se hallen distanciados en materia política. Además, tiene una hija que actualmente vive exiliada en Nueva York. Verle entrar de nuevo en ese círculo quebrado ayuda a comprender el dolor que persiste en la vida intelectual cubana.

“Te puedo decir, honestamente, que creo que es una película muy superficial”, comenzó Alea. “Es una especie de propaganda basada en testimonios que pueden ser probados hasta cierto punto. Puedo hacer tal vez diez o veinte películas así, pero si no las pones en un contexto, estás distorsionando la realidad porque la realidad es mucho más compleja.”

Alea situó el pogromo antigay de Cuba en un contexto cultural. Habló de una tradición histórica que antecede a la Revolución en muchos siglos y que esta apenas ha movido. “Cuba es una cultura católica, tradicional, todavía. La Inquisición fue muy suave en Cuba. Sólo se asesinó a unas seis personas, ¿y sabes por qué? No porque fueran brujas, sino porque eran homosexuales”.

Alea reconoce que, en un momento dado, la Revolución cubana “estalló en una reacción muy dura contra los homosexuales”. Pero insiste: “En este momento, no hay represión oficial. No hay que ser heterosexual para representar al país, para ser un intelectual, para tener reconocimiento público. Hay discriminación, y puede ser muy duro, pero es algo contra lo que se puede luchar.” Alea afirma que él sí luchó, junto con otros revolucionarios leales, contra los campamentos de las UMAP de los años sesenta y las purgas antigay de principios de los setenta. Luchamos contra eso y lo superamos. Y me parece ridículo venir ahora con esta película cuando las cosas que muestra ocurrieron hace quince años”.

¿Por qué entonces, pregunté, tantas personas homosexuales decidieron marcharse en 1980, después de que los peores excesos de la homofobia supuestamente habían quedado atrás? Hay otras culturas católicas en el Caribe, señalé, en las que los homosexuales están evidentemente contentos de permanecer. Alea respondió citando las exenciones especiales diseñadas para fomentar la inmigración desde Cuba. “Si Estados Unidos dijera eso a otros países, incluso a países desarrollados como Italia, los vaciarían”. En cuanto a América Latina, “ya no existiría. Sería un desierto”.

“Este es un país muy rico, muy, muy rico en realidad. Muestra su riqueza en sus películas, y estas se ven en todas partes. Así que la imagen de Estados Unidos es el paraíso para mucha gente. En Cuba es difícil resistir porque somos muy pobres. Realmente muy pobres”. Para los homosexuales, sugiere Alea, la tentación de emigrar fue especialmente fuerte porque “hay una situación cultural que dificulta las cosas. No es un principio oficial, pero mucha gente los discrimina. Se enteran de que en San Francisco hay todo un barrio de homosexuales, así que sienten que esto es el paraíso para ellos.”

* * *

Me pregunté qué pensaría Alea del marielito que mi amante y sus compañeros patrocinaron para que pudiera ser liberado de un campo de internamiento en Florida. Se refería a sí mismo como una “muchacha”, y no había duda de ello. Su sexualidad trascendía cualquier distinción entre el espacio público y el privado. Como la estrella de La Cage aux Folles, era lo que era. Pero, ciertamente, era un cubano que padecía con frecuencia ataques de melancolía romántica y no sabía bien porqué estaba aquí en Estados Unidos. La vida gay americana, con su falta de polaridades, lo tenía más que desconcertado. Los amigos que traía a nuestras fiestas no sabían con quién ligar: no había machos ni “muchachitas”, y todo marimacho amenazaba con convertirse en mujer.

A él le gustaba leer los periódicos y las revistas gays, no sólo para ver a los hombres guapos, sino para ver los tratados sobre los derechos de los homosexuales, las fotos de los Young Gay Professionals y la propia palabra “gay”. La señalaba en un artículo y teníamos que traducírselo todo junto con los anuncios de Bloomie del día. Había algo más que lujuria material detrás de este pequeño ritual; había algo a lo que cualquier estadounidense podía responder: una encarnación de la vieja retórica sobre las masas amontonadas que anhelan respirar en libertad. No he olvidado esa retórica, por lo que me vi envuelto en una especie de debate inútil con Alea, en el que ninguna de las partes parecía capaz de ceder –o negar por completo– ante la rectitud de la otra.

“Usted nos juzga desde aquí”, dijo, “pero tiene que juzgarnos en relación con otros países latinoamericanos. No quiero hablar como un propagandista, pero estas cosas son obvias. No tenemos ningún problema de niños sin zapatos, no tenemos ningún problema de gente con hambre, no tenemos ningún problema de educación ni de salud. Y es ridículo mirar el problema de los homosexuales, que me parece un problema contra el que hay que luchar, y ponerlo en primer lugar. Porque el primer derecho por el que hay que luchar es por el de existir”.

¿Por qué parece que en una sociedad revolucionaria siempre hay que elegir entre la justicia económica y la libertad personal? ¿Por qué no pueden coexistir?

“Pero creo que hay otro aspecto del problema que no podemos olvidar. Estamos militarizados. Debería decir que nos gustaría estarlo, al 100%. ¿Por qué? Nadie quiere ser militar, nadie quiere tener esa disciplina, pero no tenemos otra opción. Si no nos militarizáramos, nos tragarían en dos o tres horas”.

Pero este razonamiento podría aplicarse en cualquier nación, y, de hecho, muchas lo han hecho para justificar las peores barbaridades. Sugiero que veamos el destino de los homosexuales en Cuba como un símbolo de lo que puede suceder a cualquier grupo alienado en una sociedad revolucionaria.

“Es un símbolo, pero no es un asunto primario. Primero hay que existir, y para ello hay que luchar. En medio de una batalla, no se puede discutir sobre la estética ni sobre la homosexualidad ni nada. Tienes que coger el arma y recibir órdenes. Es alienante para todo lo que quieres, pero en ciertos momentos, tienes que eliminar una parte de ti mismo para superar una situación que es más importante”.

Algunas cosas son inalienables.

“Sí, podemos discutirlo, pero creo que es importante entender que estamos amenazados todos los días. Y en esta situación, nuestra Revolución es un milagro”.

* * *

Alea hablaba como un marxista en la caja fuerte del capitalismo internacional, un cubano en la esfera de influencia estadounidense, un hombre que temía y probablemente envidiaba el poder de ese imperio. Pero, en cierto sentido, había un punto en el que yo temía y envidiaba su poder como heterosexual. Esta percepción mutua de desventaja nos ponía en una especie de igualad de condiciones, pero no nos ayudaba a entender las prioridades del otro. Para Alea, la libertad sexual es una cuestión secundaria, algo que debe apartarse ante la necesidad de tener una seguridad material. Pero para mí, como homosexual, la libertad sexual es la seguridad material, ya que es la clave para vivir una vida sin obstáculos.

El destino de los homosexuales de Cuba –los que se quedan atrás y los que podrían desear regresar– está sumido en esa misma brecha de percepción. No es sólo un problema cultural o ideológico, sino una cuestión política que solo puede resolverse como parte de un acuerdo general con Estados Unidos. Décadas de ostracismo han hecho mella en Cuba. El machismo defensivo –con su postura hacia la homosexualidad cuando se le arrincona contra las cuerdas– puede tener menos que ver con una tradición de 400 años que con la angustia de la política contemporánea. Conducta impropia apenas promueve el proceso de normalización que debería acompañar cualquier crítica significativa. Por el contrario, alimenta nuestras intenciones más belicosas e inflama la paranoia que impide a Cuba asumir su pasado y arriesgarse a cambiar.

* Traducción de Rialta Staff.


Notas:

[1] En español en el original.


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