‘Untitled (wreath II)’ (detalle), Christopher Le Brun, 1984

No un aire de familia sino más bien un viento público los emparenta: la ronda de Zequeira por las garitas y puertas de la muralla, el devaneo de Casal por el matadero, la errancia de Piñera por el Mercado Único… Son imágenes que llevan a los fondos de una Habana criminal que la escritura desplaza y opone a la Ley.

Vemos en cada uno de estos textos-escenas, el mismo corral, la misma zanja y hasta los carniceros de siempre, junto al poeta o escritor que debe garabatear su crónica de turno o cumplir su ordenanza, pero que, sin embargo, se extravía en esa función. El militar deviene esqueleto, la pluma cañón que en lugar de tinta vomita metralla, y la escritura registro borroso, cuando no perturbado.

Se trata de márgenes que develan al escritor en tanto que monstruo, como parte de una circulación que lo funde con la masa.

De militar de mérito a muerto viviente, Zequeira larga pedazos mientras enrarece con ralea de bichos y de serecillos que saltan de estamento el mapa que traza. Su “esqueleto a lo viviente”, asume pues, la condición de monstruo, proyectando la otra cara del poder ilustrado, del que él mismo ha sido su poeta más representativo. Anomalía andante, para ella sólo hay lugar en los textos de medicina y en el Gabinete de Historia Natural.

Y es que el engendro zequeriano no sólo pone en crisis una identidad poética, sino también política: subvierte un recurso de policía, las ordenanzas, que no es sino un dispositivo ilustrado donde lo militar y lo civil, y lo médico, por añadidura, se anudan.

Sus décimas “La Ronda” emergen, por lo tanto, como el escenario de una subversión. Una parodia, ante todo, cuyos agenciamientos oníricos y macabros eliden al poeta del militar, pero también de todo sujeto civil, para fusionarlo al caos de la noche, y por extensión, a un confuso desfile de máscaras, animales y entes travestidos.

En este sentido, se opone a los gestos fundaciones de su época, cantados por el mismo poeta: el recibimiento de las cenizas de Colón, la inauguración de la Casa de Beneficencia, las exequias de Don Luis de las Casas, la erección de la estatua a Carlos III (cuyo desfile organizó), el cementerio Espada, etc.

Devenir-animal y travestimiento que, sin embargo, no escapa a la voluntad de ocultación del poder. Se sabe que la ronda, ese recorrido nocturno, era todavía efectuada por una “patrulla de regidores disfrazados”. No en balde es un grotesco “matasiete” quien sale al paso al esqueleto, con la intención de enviarlo al museo.

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No obstante, toda taxonomía es aquí burlada, igual que todo registro emborronado.

Lezama se asombraba de que, a pesar de lo alucinado del entorno, el poeta recorriese la ciudad con tanta exactitud, de garita en garita, y de puerta en puerta. Como si tal recorrido no fuese el plano mismo que funde crónica y escritura, para luego trastocarlos. La alucinación no es sino efecto, uno entre tantos, de la subversión de la ley, y por ende, del registro letrado y burocrático propio de una ronda.

Son esos deslizamientos, esos desvíos en cada garita, y las mutaciones y trueques a que dan lugar, los puntos nodales de texto.

Como en los motivos carnavalescos, se presenta una situación inusual o límite que debe asegurar la atmósfera y las inversiones; en este caso, no la ronda en sí misma, como sí el norte o tormenta que la acompaña:

Describiré la tormenta
Que con suerte muy contraria,
Yendo de ronda ordinaria
Sufrí en noche turbulenta.

Es el viento nocturno el que conduce los acontecimientos, empujando a regidores, ordenanzas, granaderos, y al poeta mismo. Ese viento que todo lo pone de cabeza (“Andaban como badajo / El farol y el farolero”) asegura de paso lo macabro y lo cómico, en tanto resortes de carnavalización de un procedimiento urbano, resuelto en forma de décimas, o, más exactamente, de unas décimas que de entrada advierten su intención: narrar.

No hay aquí gravedad metafísica alguna, ni ese surrealismo de que hablaran Lezama, García Marruz y Vitier. Nada de eso, sino una juguetona pesadilla (lo onírico es recurso recurrente en la época, ahora más próximo de la curiosidad ilustrada que de lo alegórico) que se alimenta todo el tiempo, ex profeso, de una función, o una circunstancia.

El viento supone velocidad y no menos enrarecimiento de la atmósfera; los personajes van como disparados y los intercambios en cada garita se producen, en consecuencia, precipitadamente.

Llegamos a la Machina
Y al mirarnos de bolina
La centinela primera,
Dudando qué cosa fuera.
Ni aun a hablar se determina.

De ahí que sean reconocidos como fantasmas o muertos, que apenas se detienen a “verificar”. Y cuando lo hacen, entonces truecan sus identidades y firmas, así como los artefactos en juego –el marrón, el tintero, la pluma, etc.– se convierten en artilugios inesperados.

Después que entregué el marrón.
Vi sirviendo de tintero
Un casco como mortero,
Y por pluma había un cañón:
Al firmar, sin dilación
Mi pluma luego se excita,
Y en la espesura infinita
Que el cañón tenía en su talla
Una rígida metralla
En vez de tinta vomita.

Si el marrón es la pieza de verificación por excelencia, donde las milicias de ronda registran sus firmas y horarios, aquí se salta esa función; el registro mismo, vuela por el aire.

Más adelante, en vez de su rúbrica, el sujeto deja un borrón, e incluso unas letras que no llegan a tal: unos palotes.

Lo letrado se disemina, se borra, lo que es muy del gusto de Zequeira, en su afán de ocultar huellas, de despistar.

Y según el recorrido avanza, son más frecuentes las confusiones, de modo que se les tiene definitivamente por muertos para los que no bastan campanas ni camposantos. Nada los detiene… Todo es carrera, huida, “continuo yelo.”

Tenemos, pues, una serie de inversiones que, por su eficacia y sorpresa, apenas dan resquicio a lo moral y religioso, que, si bien asoma a cada tanto, resulta arrasado por el incontenible flujo de acontecimientos, y, sobre todo, por la fascinación de los versos.

El militar obediente, el súbdito, se convierte en espectro viviente, que a su vez se metamorfosea en variadas y sucesivas versiones de una identidad moribunda. El tintero se transforma en mortero, la pluma en garrote, y el ordenanza se funde literalmente a la ordenanza, es decir, el personaje al dispositivo. En fin, todo el recorrido se transmuta en ronda mortuoria, asediada por canes infernales, gusarapos y enterradores.

“La Ronda” es sin duda uno de los poemas más intensos del siglo XIX cubano, y uno de los pocos que llega a nuestros días, pleno de fuerza y modernidad.

Si la crítica decimonónica pide su excomunión es porque no puede asimilarle al canon neoclásico, ni al romántico. Ignorado más adelante por Chacón y Calvo, Mañach, etc., los origenistas lo descubren y acoplan a la invención de lo cubano, seducidos por una extrañeza que leen en términos de “profundidad”, “gravedad” y “alucinación”, o bien asimilando el género a lo popular.

Pero lo que estas décimas tienen de popular es en todo caso lo que ofrecen de carnavalesco, parte intrínseca del género. Aquí una parodia que involucra tanto a un tipo de registro ilustrado, como a un entorno pleno de oscuridades y no exento de humor.

Una broma, un motín letrado como “La Ronda”, entronca con las mejores prosas de Zequeira y, por tanto, con el carácter satírico y narrativo de buena parte de su escritura.

Con “La Ronda” culmina, en realidad, una tradición: la de esa cultura militar marinera que despuntó en los siglos XVI y XVII, y de la que formaron parte, en diversa expresión, obras como Espejo de Paciencia, Arte de navegar, y “El viage que hizo de la Havana a Vera-Cruz”, de Rodríguez Ucres.

Transitadas de no pocas expresiones marineras (bolina, macarrón, capón, etc.), de un barroco rasposo que remite sobre todo a Quevedo y al teatro de Calderón, y atravesadas de cabo a rabo por el registro civil de que se mofan, acaban de una vez esa tradición que estudiara Moreno Fraginals.

No pertenecen a lo cubano, sino a lo habanero.

Constituyen la otra cara del neoclasicismo: la de los sueños de la razón productores de monstruos.


* En febrero de 2002, Reina María Rodríguez me invitó a dar una serie de charlas sobre literatura cubana. Durante varias semanas, en la Torre de Letras, y ante un público de amigos y curiosos, se habló sobre “La Ronda”, de Zequeira; “La Gran Puta”, de Piñera; “Fragmentos a su imán”, de Lezama; Julián del Casal (escritura, cuerpo, enfermedad) y Lorenzo García Vega (sus primeros ensayos, Los años de Orígenes, etc.). Sólo conservé la grabación de tres de ellas, la de Zequeira (fragmentos), la de Piñera (también fragmentos) y la de Lezama. Rescato aquí (expurgando mucho) parte de lo expuesto sobre “La Ronda”. Este texto fue incluido en Prosa de la nación. Ensayos de literatura cubana, Editorial Casa Vacía, 2017, pp. 103-108.

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PEDRO MARQUÉS DE ARMAS
Pedro Marqués de Armas (La Habana, 1965). Poeta, ensayista, novelista y psiquiatra. Fue miembro del grupo Diáspora(s), que revolucionó el campo cultural cubano en los años noventa, y editor de la revista homónima. Entre sus poemarios destacan Los altos manicomios (1993), Cabezas (Premio Julián del Casal 2001; Ediciones Unión, 2002) y Óbitos (Bokeh, 2015), que reúne y organiza toda su poesía desde principios de los dos mil. En su ensayística, que se ocupa tanto de la tradición literaria cubana como de las relaciones entre ciencia y poder, destacan los volúmenes Fascículos sobre Lezama (Editorial Letras Cubanas, 1994; Premio de la Crítica Literaria cubana 1995), Ciencia y poder en Cuba. Racismo, homofobia, nación (1790-1970) (Editorial Verbum, 2014) y Prosa de la nación. Ensayos de literatura cubana (Editorial Casa Vacía, 2019). Aduana Vieja publicó en 2016 su primera novela La vida trunca del Coronel Felino. Reside en Barcelona donde administra el blog sobre historia y cultura cubanas Hotel Telégrafo.

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