Hay algo de inmovilidad en el quedarse. Algo de espera. Eso pienso mientras fumo y miro la ciudad que se mete a través del balcón. El humo que produzco se aleja de la baranda y acaba esfumándose en un más allá que no termina de volverse impreciso, como si en algún lado de ese cielo hubiera un límite invisible al que no me está permitido llegar. Una línea, pienso, trazada a lápiz que me encierra en este aquí. La ciudad, en cambio, sigue en su allá, impávida y lívida.

Afuera, digo, eso debe ser afuera.

Hace frío, mucho, demasiado. Debería estar adentro y, en todo caso, mirar la ciudad por la ventana. Calentita. Pero no lo hago, me acomodo en el balcón sabiendo que el frío ya me entra por la garganta y me agarrota. El humo se hace más denso, como si fuera imposible discernir dónde termina el cigarrillo y dónde empieza mi aliento.

Chicago surge ahí abajo, pero la verdad es que sus edificios son los que me rodean por todas partes. Bordeada de frentes, contrafrentes y de medianeras, voy mirando ese aire que detiene mi humo.

Hay algo de movilidad en el quedarse. Algo de mudanza, me digo, como si quisiera cerrar el círculo que he abierto.

Puede ser que más al sur esté St. Louis y que la distancia recorrida no haya sido tan grandiosa. Un correrse sólo en apariencia, como quien dice, un breve traslado para encontrar la diferencia.

Si tomo un mapa bien puedo unir las dos ciudades, con el meñique y el pulgar de una misma mano. Y esa es o sería la distancia recorrida, el gran cambio. Un canje que me permite sentir la oscilación de ese viaje que hago en línea recta para salir de St. Louis y entrar a Chicago.

*   *   *

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Durante mucho tiempo tengo una certeza casi única: sé que tengo que contar esta historia. Lo que no sé bien es por qué tengo que hacerlo y, como me falta una justificación que desencadene la acción, dejo que los años pasen, dejo que la vida me pase y, durante ese período de no hacer nada, la historia misma se va diluyendo. Y hubiera seguido así, creo, si no hubiera ocurrido la muerte de mi madre. Es ahí, en ese preciso momento, cuando levanto el teléfono y escucho a mi hermano Juan llorar por la línea, cuando me doy cuenta de que es mamá (y no papá) la que ha muerto.

No es mi primera muerte, pero es la que golpea más a fondo, la que cierra un ciclo –ya no soy más su hija– y la que se formula como un abismo que da vuelta todo. Un final abrupto y no feliz. Un final abierto porque me deja huérfana en el sentido de vaciada, sin piso. Y me quedo fija en ese punto terminal que interrumpe la línea como si ya no hubiera posibilidad de deslizarse más, como si ese punto que ahora soy imposibilitara el pliegue, la ondulación, una salida.

Luego del llamado, lo consabido: un vuelo de por sí largo termina deshilachándose en un tiempo vago en el que no puedo dormir ni llorar desconsoladamente porque no estoy sola y hay una señora gorda que me mira a través del pasillo, tal vez preguntándose por qué no me pongo un poco de pintura.

Hay algo de irrealidad en la muerte, como si costara admitirla o asumirla. No estoy segura de que los verbos signifiquen lo mismo. Algo de irrealidad hay también en todo viaje en avión, porque uno piensa que la tierra está próxima, cerquita. Y me descubro pensando en trivialidades, justo en el momento en que tendría que revisar los recuerdos para volver a mi madre. Esto pienso mientras viajo a Córdoba a corroborar esa muerte que, como otras, siempre me llegan por teléfono.

El llegar me trae a lo real, a una materialidad que se concreta en el abrazo largo y sin palabras con Juan. Luego, veo a mi padre como perdido en medio de tanta gente, así que soy yo la que lleva a cabo las practicidades que el momento demanda y que hay que hacer o que tengo que hacer, porque la orfandad de mi padre y de mi hermano se ha vuelto tan inconmensurable como el tiempo de mi viaje. Y no es que yo esté entera; todo lo contrario, pero he tenido la vuelta para caerme y para quedarme adentro, bien metida, como cobijada, en el abismo.

*   *   *

Así comienzo. O mejor, debería decir que este es el comienzo: una muerte que te empuja fuera de la inmovilidad. Uno que no elegí, pero que se te viene encima para interrumpirte en tu soledad. Para sacarte de esa pausa que se ha vuelto estática. Y ahora las muertes se confunden, como si cada una de ellas fuera en realidad la imposición de otra línea, no una continuidad. Eso, pienso ahora, debe ser la orfandad.

En el comienzo, me digo, la pérdida y un vacío que te llena como un caudal. Y en ese umbral surge otra línea que ya no es la de mi madre.

Algo de todo esto hay. Vidas interrumpidas, memorias mal paridas, modos de contar siempre lo mismo. Una monotonía que se instala y me fija en ese balcón hasta que termine de revivir lo que debería haber escrito antes.

Veintitantos años me lleva darme cuenta de que debo nombrar a Ana Luisa y decir su muerte. Veinte años y más, entender que no hay continuidades, sino mezclas. Modos de pararse que nunca terminan de explicar los absurdos.

*   *   *

St. Louis es, al principio, un nombre sobre un mapa. Eso vos también lo sabés. Bien podría haber sido otro: el nombre y el mapa. Es, en resumidas cuentas, un nombre despojado de sentido. Uno que no me importa, que no me llega. Un nombre cualquiera. Un espacio que de a poco se va llenando o, mejor dicho, vamos llenando. Y entonces es el Midwest, es la universidad, es un lenguaje extranjero. Es, además, un grupo de gente, donde la mayoría está de paso. Una instancia que se vive como viene o una suerte de presente que se enrolla en sí mismo hasta formar un pasado que luego se lanza hacia un futuro que se empieza a planear para después, para cuando nos vayamos a otro lado.

St. Louis es esto, pero es también lo otro. Es el lugar donde hay carencias que son bien visibles y que nadie las oculta, porque se vuelven palpables. Por ejemplo, no hay amigos de la infancia, ni país propio, ni familia. Pero, en el medio de esa misma nada, hay algunos códigos que se respetan, amistades que se arman. Y hay también algunos sobrentendidos que forman pasado, pero esos vienen después.

Por un tiempo, todo es lento, como si el avance fuera calculado, como si el espacio mismo demandara la pausa y la recurrencia al diccionario. Por eso, en St. Louis, uno siempre termina explicándose, tal vez porque sólo en la expansión las palabras cobran densidad.

St. Louis se despliega hasta llegar a armar un modo de decir que precisa de la mezcla. Un hacerse en movimiento, un modo de estar, propongo ahora, que nos hace un espacio y nos confiere un lugar, aunque lo pensemos siempre como un agregado a lo que alguna vez fuimos. Es una alianza, me digo, un pacto que hacemos cuando notamos que eso es, en realidad, lo único que tenemos.

Eso es.

En St. Louis, uno empieza por ser uno. Luego se va haciendo otro y a veces entre ambos no hay mucha continuidad.

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Jueces soberbios de sentencia inmediata, sin apelaciones de ningún tipo, eso es lo que somos. En otras palabras, un grupo cerrado, autosuficiente, que funciona como grupo: donde va uno, terminan yendo los otros, como una inercia que se hace ley. Por eso ocupamos siempre la misma mesa en el Blueberry Hill, porque es larga y nos acomoda. Por eso, también, nos arrinconamos todos en la sección para fumadores de Holmes Lounge, como si supiéramos que se debe mantener una continuidad en el espacio.

En el Blueberry Hill Javier nunca va a la cabecera, aunque debería porque nos congrega. Le gusta relegarse a un costado. A veces, mientras esperamos que nuestra mesa se libere, nos quedamos todos parados en el mostrador del bar, donde la gritería es más intensa y donde la gente se acerca a pedir otra copa. Y es ahí donde se puede ver la fuerza de Manel que es un desenfreno y habla dando saltitos, sin poder contenerse en su cuerpo, como si las ideas le quedaran grandes y su intensidad se le fuera por los costados.

Las paredes del Blueberry Hill están recargadas como si no fuera posible dejar un espacio libre para que se vea el azul francia. Hay muchas cosas allí: posters de películas viejas, la mayoría de los años cincuenta, tapas de discos de vinyl, ordenadas en hileras, postales, estantes llenos de muñecos. Hay una serie de pizarrones donde se listan los tipos de cervezas. Van cambiando, dependiendo de las semanas, como si el menú de bebidas se fuera programado en función de la sonoridad de sus nombres. Basta leerlos en voz alta, de corrido y mal pronunciados para comprender cómo se vuelven algo completamente distinto: badguaiser, estela artois, guines, jainequen, fat taired, glorch. Hay, además, unas series de vitrinas con luces que resguardan una colección de miniaturas, juegos, guitarras. Me gusta una plateada que luce como vieja. En el sótano canta Chuck Berry y en la última sala, que es la más iluminada, hay una serie de flippers y de otras máquinas con las que la gente juega. Por ahí también está la sala de dardos y la entrada a la gran vidriera que va cambiando, dependiendo la ocasión que se celebra.

En el Blueberry el ruido es constante y hay que hablar casi gritando para que se entienda. Ya le gente no se sorprende por nuestro español, como que nos dejan. Nuestra mesa resalta entre tanto Elvis Presley y Chuck Berry, pero no sentimos que desentonamos porque ahí se ve un poco de todo y hasta diría que ese lugar es lo más desparejo que St. Louis tiene. La mesa nuestra, donde nos sentamos regularmente, está a un costado, en la sala de las vitrinas, cerca del ventanal que da a Delmar. Es fina y larga, de una madera que tiene varias marcas blancas como hoyuelos que le han ido dejado los vasos de cerveza. Cerca de la mesa está la vitrina con la guitarra plateada. Siempre decimos que vamos a preguntar de quién era, porque está ahí, como destacada. Nunca lo hacemos. Preferimos verla así, sin rótulos, en exhibición, pero sola.

A pesar del ruido y de la música a todo volumen, Javier algunas noches tararea rancheras o boleros, nunca tangos, se disculpa, porque lo ponen melancólico, y eso le hace mal a cualquiera. Aun a él, que ve esa estadía en St. Louis como un interregno. Una temporadita en un spa que a veces tiene visos de clínica de rehabilitación, nos aclara. Cuando canta, Javier parece más joven, como si la música le quitara la edad y termina pareciendo uno de nosotros, como si dejara de ser el poeta de Segovia.

A tomar por el culo el pe-hache-de y salud es el brindis que tenemos. Lo decimos casi gritando y nadie se entera. A veces, ya antes de llegar al bar Javier viene tomado. Se ha dado un par de Jack Daniel’s, pero el verdadero manjar, dice, es la Guinness, que es casi una cena.

Juan Ramón toma Guinness cuando está con Javier, pero prefiere un buen martini, seco. En realidad, Juan Ramón tiene actitudes de señor mayor, se comporta como viejo. Y si se queda con nosotros es porque Javier tiene un magnetismo que lo convoca. También es por Cecilia, pero ya entra dentro de otro orden de cosas.

Last call es el lema que descubrimos en el Blueberry Hill, que es un modo de decir apuren a comprar más que el bar se cierra. Last call significa empezar a planear dónde vamos luego. Como si fuéramos un simulacro de familia, salimos todos juntos hacia el estacionamiento. Generalmente a esa hora ya empiezo a manejar yo con Javier al lado que va eligiendo la música que pasan por la radio. A veces cantamos, a veces vamos callados, a veces seguimos con la charla. Pero, mientras nos alejamos, vamos viendo cómo de a poco Delmar se va a apagando, hasta que queda la luz de neón del Blueberry que sólo se apaga cuando se hace de día.

*   *   *

Hay que volverse cinemascope, me dice una madrugada Javier cuando lo llevo a acostarse. Hacerse cinemascope, me repite después de que no lo dejo tomarse otro Jack Daniel’s. Para cerrar el día.

Javier está borracho y no quiere parar de hablar, como si necesitara sacarse lo que tiene adentro antes de dormir y acabar. Para que quede algo, me susurra. Algo… un grupo de imágenes que nos refieran, que nos digan.

Estás borracho, le digo. Eso ya lo sé, me responde. Dime algo que no sepa, me dice, mientras se acuesta en el sillón y hace como que me sonríe. Volverse panorama, paisaje apaisado, me dice, horizontalidad hecha con ángulos y sonidos que venga a restaurar la proporción exacta de la imagen. De nuestra imagen, Chesa. Para que quede algo. Chesa, mi querida Chesa.

Pero Javier me miente, porque es él el que primero nos escribe. Es él el que nos talla en su diario que luego publica en varios tomos, cuando vuelve a Segovia y pone punto final a su aventura de ser un poeta maldito en el medio oeste norteamericano. Un diario que llama Cuaderno de paso y que me hace llegar, años después, con una dedicatoria en la que me dice que la sutileza siempre está en los detalles, en lo minúsculo, en eso al que hay que saber acercarse de veras para poder verlo como cinemascope.

Hay que dejar algo, Chesa, algo, me dice Javier esa madrugada. En ese momento no sé si me habla a mí o si en realidad se está demarcando una tarea para después.

Hay que dejar algo, Javier, yo también le susurro. Algo, me digo, pero en ese momento no sé bien qué es.

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Siento que escribo en miniatura. En pequeño, prosa chica, algo que sale y crece solo al compás del tecleo, un modo, me digo, de crear mundo para que venga a borrar las interrupciones. La de Ana Luisa, la de mi madre.

Miniaturas, viñetas, fragmentos que a la larga no van a ninguna parte, no dicen nada, no cuentan la historia que de verdad debería contar.

Puede ser que mi gesto sea igual al que hace Ana Luisa por las noches, cuando se queda sola y ya nadie la ve. No lo sé. Mecanismos de defensa o modos de acampar en lo que nos toca vivir para armar travesías, aunque sepamos, desde el vamos, que la tierra se nos meterá en los ojos y que quedaremos como perdidos, frente a la inmensidad de ese mar hecho ahora llanura, tierra sólida que nos tapa y nos cubre y no nos deja respirar.

Escritura que no sé nombrar pero que, por ahora, me acompaña, mientras siento, casi en mi propio cuerpo, la muerte de mi madre, mientras admito que mi propia ausencia ya se ha hecho prolongada, mientras confirmo que no terminaré nunca de volver, como si una parte de mí se quedara siempre afuera, flotando entre dos límites que surgen, sin que yo lo sepa.

Estar como suspendida en la grieta, como si toda mi vida pasara entre una potencialidad de lo que podría haber ocurrido si me quedaba allá y lo que hubiera podido ocurrir, de veras, si me instalaba del todo acá.

Escritura que, a la larga, no vale nada, escrita en castellano, en ese lenguaje que aún se piensa como extranjero, y lanzada hacia un afuera confuso que no puedo terminar de significar. Escritura vuelta marea o sudestada que me desplaza fuera de la pausa para ponerme de nuevo en movimiento, al acecho, como si lo que viniera fuera algún tipo de comienzo.

*   *   *

La sección PQ de la biblioteca es un mar hecho de citas, un cuaderno-archivo que sirve para plagiar. Un modo de armar posibilidades en vertical y encontrar todas las palabras que nos faltan. Entrar, tomar un libro, uno de los que están bien arriba, para continuar con otro, que está mucho más abajo, como si trazáramos olas en la estantería.

PQ es la arbitrariedad con la que se señala al castellano. Y es esa arbitrariedad la que, de golpe, te manda al sexto piso de la biblioteca y la que te reafirma como extranjero, porque tus libros siempre estarán lejos de Poe y de Hawthorne y de cualquier otro escritor contemporáneo que, desde el inglés, te invite a ver todo eso que está pasando frente a tus propios ojos, pero que por la cercanía no puedes ver.

PQ, como quien dice, allá a la vuelta, un poco más lejos, un posicionamiento que te fija fuera de ese autor, por entonces nuevo, que nos explica cómo es Nueva York en invierno.

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Quedarse estáticos, cautivos, como si no fuera posible el movimiento, es una experiencia que nosotros montamos a diario cuando nos pegamos a la voz de Ray Suarez que surge de la radio. Un ritual que nos lleva a la realidad otra que ocurre fuera de la literatura, fuera de la universidad.

Hay que saber escucharlo, nos plantea Rodríguez Mora, quien es el que nos introduce a esa voz que reflexiona sobre lo que le preocupa a la nación ese día. Así, aferrados a Suárez, aunque debería decir, a la voz de Suarez (sin acento), nos vamos metiendo en ese afuera que se dibuja más allá de Skinker y de Delmar.

Y nos explica the talk of the nation. Pero de Suarez aprendemos otras cosas también. Con él nos llega un inglés puro, quiero decir, hecho sólo sonido, desprovisto de imágenes. La cadencia de acentos diferentes que se mezclan en el aire. Al principio, inidentificables, pero luego cada vez más precisos hasta que podemos distinguirlos y diferenciar el de Texas frente al de Nueva York, el de Nueva Jersey y el de Boston.

Periodismo puro, bien hecho, nos señala Pancho cuando nos manda a escuchar a la voz de ese Suarez sin acento. Y esa voz, disecando los discursos de Clinton, haciéndonos comprender el racismo, mostrándonos la pobreza de esa América que se esconde a sí misma. Y descubrimos con Suarez que ahora, en Estados Unidos, somos, como él, latinos.

Suarez, nos plantea Manel, tiene un modo tan opuesto al mío. ¿Os habéis dado cuenta? Confronta sin confrontar y descarna sin atacar. Pues, ¿cómo se consigue eso? A ver, decidme, ¿cómo se consigue eso, sin levantar la voz, sin el exabrupto?, nos dice Manel, que es calentón y catalán y cabrón y que habla dando saltitos.

Si Manel es la efervescencia, Suarez es la templanza. Y entre ambos podemos trazar el abismo. Luego aprendemos que Suarez emplea un modo refinado de preguntar para desarmar el modo que tienen los gringos de enfrentarte. Me explico, nos dice Pancho. El gringo no confronta y te dice y te canta las cuarenta, así, de sopetón y en la cara. No, el gringo siempre va por otro lado. Te habla siempre medido, desde una suerte de politeness del comedido que te viene a explicar, con sonrisa en cara, lo que deberías hacer por tu propio bien. Una suerte de condescendencia cruzada con lo correcto –nos aclara– que oculta en esa sonrisita todo el desdén que las palabras callan.

Lecciones de Pancho que quedan y que dejan huella. Hay otras cosas también que retenemos de Suarez y de su modo de preguntar en los noventa. Pero Suarez se va de modo repentino, sin darse mucha cuenta (creo) de lo que está haciendo. Y cuando ya no está en la radio nos queda como una sensación extraña por días, como si la voz de Suarez hubiera sido un paisaje que puede ser admirado sólo una vez.

Ahora miro afuera y veo un mundo que está allí pero que la mayoría de las veces no me nota. O me ignora, tal vez porque no puedo imitar ese modo contenido y pausado. Un mundo, me digo, en el que ya no tengo a Suarez (así, sin acento) para acercármelo y traducírmelo.

*   *   *

Estoy radicalmente sola, me escribe por email Ana Luisa desde Cancún, un día que me imagino es allá soleado, mientras que en St. Louis es horrible, porque para esa época ya se me ha pasado el idilio con la nieve mentirosa. Quiero decir, ya no me dejo engañar y sé que esa blancura, que parece al principio imperturbable, pronto termina de color barro, donde mis pies chapucean y se resbalan y se endurecen por el frío.

Estoy radicalmente sola, me escribe Ana Luisa, para luego decirme que quiere ver si es posible, Chesa, empezar de nuevo. No aclara qué específicamente quiere empezar de nuevo, qué intenta dejar de lado, sólo me dice eso, lo que ahora transcribo.

Tiempo después, un par de semanas más tarde, me manda otro email donde sólo me dice estoy empezando a ser Ana Luisa de nuevo. No me da más detalles, como si con esa frase condensara todo lo que le pasa o le está pasando o le ha pasado. Yo le contesto algo al toque, pero no me acuerdo qué le escribo. Alguna boludez que no está al alcance de las otras dos frases, juntas, las que ella me escribe y las que yo borro del computador como por acto reflejo, pero luego voy a buscar en el archivo de la basura, cuando me doy cuenta de que esos dos emails han sido los últimos.

Hablo con Javier por teléfono. Sigue en Segovia. Me explica algo que, en su momento, no entiendo o que no quiero entender o no termino de entender. Algo que tiene que ver con las frases que Ana Luisa me escribe, algo que tiene que ver con el proceso mismo de la escritura y de lo que no entra en lo escrito.

Hacia el final de la charla me queda una sensación de tranquilidad como si Javier, con su cadencia, me hubiera estado protegiendo. Más tarde, cuando no tengo a Javier del otro lado de la línea, me flota otra pregunta que me lleva a la radicalidad de ese adverbio que Ana Luisa usa para definir su soledad. Bien me podría haber escrito estoy sola, Chesa, y yo le hubiera creído. Estoy sola, Chesa, y me hubiera bastado para entender.

Eso, sin embargo, no es lo que ocurre, ya que la radicalidad tan fulgurante del adverbio abre una demanda que no sé aplacar. Una imposibilidad, me dice Javier desde Segovia. Pero eso a mí no me ayuda, ni ayer ni hoy.

Cecilia lo ve de otro modo y como que le echa la culpa a Ana Luisa. No debería haberte lanzado ese peso. Nunca, me dice. Pero Cecilia nunca ha estado radicalmente sola. Juan Ramón se encarga de eso. En el caso de ellos, tendrían que decir que están los dos radicalmente juntos. Entonces, Cecilia no me puede ayudar por más que quiera. Es ajena a esa otra radicalidad que consiste en estar tan pero tan sola. Tampoco puede hacerla, ella no es la que recibe, en su momento, esa frase.

Estoy radicalmente sola, Chesa… Y yo, con la nieve a través de la ventana, contestando boludeces, diciendo vaya a saber qué…

*   *   *

Javier me manda, desde Segovia, su último libro, y en él leo un poema con el que me siento a gusto. Cava un hueco en el que me asiento. No sé bien por qué, pero leo en ese poema la clave para entender su ida a St. Louis. Una señal que me lanza, años después de su partida definitiva a España, como si me quisiera decir que necesita completar la historia, su historia de poeta perdido en el medio oeste norteamericano.

El poema coloca a un hombre frente a una ventana, como asomándose apenas. Lo que está más allá del hombre y de la ventana es la mirada oblicua de un paisaje que se va rastreando en la escritura. Un paisaje cotidiano, desprolijo, factible de ser reconocido en cualquier espacio urbano. Y allá, en el desvío de ese paisaje, el contorno apenas esbozado de una mujer que camina y que se aleja del recuadro porque va hacia el afuera de la mirada, hacia un otro lugar que el hombre, apenas asomado, ya pronto dejará de ver. La mujer camina hacia la opacidad y se aleja; el hombre queda fijo en el borde de la ventana y el poema se arma en torno a esa mirada. Por el tono, pronto comprendo que ha habido una despedida previa que queda fuera. También noto que ese recorte urbano no es uno que venga de Segovia. Ellos están en otro lugar, en un espacio, diría, indeterminado.

Si no la dejaba, me mataba ella a mí, me dice una tarde Javier cuando estamos en una de nuestras excursiones regulares haciendo las compras. Me mataba ella a mí, me repite inmediatamente después, pero siento que esa segunda vez la frase ya no está dirigida a mí. Y esas frases dichas sin mucho más contexto resurgen ahora, cuando me enfrento a ese paisaje al sesgo y a ese hombre que mira, apenas asomado, irse a la mujer. Hacia lo opaco, pienso.

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Me niego a pensar que Ana Luisa está definitivamente muerta. Hay días que la imagino viviendo en otro lado, haciendo otra vida, no del todo cambiada, pero sí desplazada en otro tiempo y en otro espacio, lejos de St. Louis, de la universidad, de todo ese mundo que conocimos juntas.

No me pasa lo mismo con mi abuela, quiero decir, no pienso que ella esté viviendo de otro modo. Tampoco me pasa eso con mi madre. A ellas las sé muertas, y entonces no les cambio la rutina, el lugar, los tiempos, como si supiera que con ellas ya no hay más vueltas.

Con Ana Luisa, en cambio, me es fácil pensarla viviendo en un país extranjero, uno que no tiene buenas comunicaciones, por eso no se comunica. María, me dice, la piensa perdida. Está perdida, me escribe, sin saber cómo volver a ser Ana Luisa.

Desaparecer así, le contesto a María a través de la pantalla, es una trampa peligrosa, porque nos permite pensar la muerte como un conjunto de historias. Sin constatación. Como las historias que les invento a la gente que ya no veo.

Pongo por caso, la Norma Schell, mi compañera de la primaria. Me la encuentro un día por casualidad en una de las panaderías del centro, cuando todavía vivo en Córdoba. Está detrás del mostrador, sudorosa, gorda y cansada, tratando de sonreírme al darme los criollitos, mientras me nombra con mi nombre en diminutivo que es el que tengo durante mi infancia. La Norma Schell, le digo a María, y con el mero nombre amasarle una vida, mientras la dejo estática en el recuerdo de esa tarde, de ese día, cuando no la reconozco y es ella la que me dice pero si soy yo, chiquita.

Hay una gran probabilidad de que ni siquiera me entere de cuando ocurra su muerte. O tal vez, sí. Tal vez me encuentre por casualidad con alguien en la calle y me cuente. ¿Te acordás de la Norma Schell? Por supuesto que sí. Vos sabés que se murió. Y entonces, ahí nomás, en la calle, me dirá que murió de tal o cual manera. Y luego cada quien seguirá con su vida, aunque sabiendo que ya la Gorda está muerta.

La muerte nos pauta, le escribo en otro momento a María. Nos hace de un modo y nos quita posibilidades. Nos talla y detalla, insisto. Pero María ya no me responde, como si me dijera que ya no quiere seguir.

*   *   *

Volver a eso no hace bien, me dice Juan Ramón una vez que nos encontramos en un congreso, simplemente no hace bien. Lo he olvidado todo, me aclara, ya ni siquiera me siento de vez de cuando a hablarlo con Cecilia, porque no tiene sentido. Mucho menos este intento inútil de querer explicártelo años después.

Cecilia no piensa del mismo modo. No habla de ello con Juan Ramón, que es otra cosa. St. Louis. Esas cosas no se olvidan tan fácilmente, me dice una tarde que la llamo por teléfono para asegurarme de un detalle que ya no me acuerdo. Hay cosas que te quedan y que aparecen de nuevo, sin advertencias. Como que persisten ahí, donde uno no puede admitir que todavía están.

Últimamente me acuerdo de La Delicia, me dice Cecilia, y del desparpajo de Ana Luisa entrando por Holmes Lounge, mientras nos mira y se mata de la risa.

Me conformo con esconderme a fumar cuando todos duermen. Abro la ventana o salgo al patio y ahí me paso un rato en la oscuridad, sabiendo que el humo me está matando. Juan Ramón duerme y yo fumo y cuando estamos juntos nos callamos de mi fumadera y de Ana Luisa. Me lavo bien la boca antes de acostarme, pero sé que es mentira, que el humo está ahí, sigue de otro modo ahí, en mi boca.

Sería tan fácil si uno pudiera lavarse con un cepillo de dientes la resaca de Ana Luisa. Sacársela de encima, como dice Juan Ramón que lo ha hecho. Sospecho que todo es una pose y que él también la recuerda, tiene que hacerlo, como cuando vamos a la playa y nos enfrentamos a ese mar que te mira incierto. Un mar, me dice Cecilia, al que tuve que meterme cuando fui a Tulum con los niños, un mar que me llenó de sal y de algas y en el que presentí una oscuridad capaz de despedazarte y hacerte hilacha. Un mar chingón, Chesa, pero que encanta.

Volver a eso no hace nada bien, me repite Juan Ramón en ese congreso de literatura, mientras toma su vino a sorbitos y me mira sin decirme mucho más, aunque presiento que sus ojos se hacen agua.

Esa noche me quedo despierta, más de lo acostumbrado, en una ciudad desierta que no conozco y a la que no volveré. Una ciudad que no tiene ninguna conexión con mi presente ni con mi pasado y que hasta hace muy poco, horas atrás, es sólo un punto y un nombre sobre un mapa que despliego sin terminar de conocer.

*   *   *

Tal vez Juan Ramón tenga razón y haya algo de error en este intento de querer volver a St. Louis. Hay algo de intemperie en esto, algo de dejarse estar, de pausa, de contención.

En el recuento que hago te involucro para ver si, desde tu lugar, puedes ayudarme a darle a todo esto un poco de perspectiva. Digamos a que me ayudes a aclarar la idea original: ese querer relatarnos que me surge como una urgencia luego de la muerte de mi madre.

En el recuerdo, sin embargo, ya hallo otra cosa. Una historia que se cuenta de otro modo y que se aleja de Holmes Lounge y de La Delicia. Una historia a la que tú observas desplegarse, pero en la que no participas.

*   *   *

St. Louis, St. Paul. Hay demasiado santo desperdigado en el Midwest norteamericano. Por eso es tan difícil armar ahí un mapa. O tal vez debería hacer lo contrario y armar un itinerario que se detuviera sólo en esos espacios que celebran la santidad. Pienso en San Francisco, San Luis Obispo, San Diego, San Andreas, pero pronto me doy cuenta de que todos estos lugares que me vienen a la mente están en California y se despliegan por ahí como si fueran las cuentas que denotan un rosario imperial.

Hacia allá no debería ir, si quiero ser fiel y mantenerme dentro de lo que es el medio oeste norteamericano. Una restricción que me impongo porque California poco o nada tiene que ver con nosotros. Además, allí, los saint se vuelven san y eso despista un poco, aunque sepa que lo que ocurre es que el espacio nos lleva de nuevo a un español originario. Por eso, en California, se tropieza uno con las santas: Santa Bárbara, Santa Cruz, Santa Ana, Santa Rosa.

Para quedarse en el Midwest hay que cambiar la consigna y armar un alfabeto que contenga sólo santos hechos saint. Para ello, necesito desplegar un mapa sobre la mesa y ubicar con el dedo las posibilidades. La letra se me hace chiquita, como si el mapa ese que tengo sobre la mesa demandara otro tipo de lectura.

Me muevo a ciegas en el medio de rutas que desconozco, hasta que aparece un St. Charles cerca y, un poco más allá, un St. Joseph y un St. Cloud. Encuentro un extraño Montevideo. Veo un Mexico sin acento cerca de Columbia y hay una Pampa cerca de Amarillo. Una nomenclatura que suena extranjera en ese plano lleno de gringos.

Si continúo, los santos hechos saint de verdad se diluyen dando paso a una serie de villes –Albertville, Louisville, Douglasville– que apuntan a un secularismo que imagino pionero. Luego, en mi recorrido, encuentro a San Antonio y con él reaparece la santidad del español. Estoy en Texas y bien podría seguir allí, pero Texas tampoco tiene nada que ver con nosotros y, por ende, no vale para lo que me propongo hacer.

St. Augustine me lleva al Atlántico y hacia allá van mis ojos a refugiarse en un celeste opaco que disfraza los matices. Podría seguir por Florida hasta desencadenar en los cayos y salirme de una vez por todas del medio oeste norteamericano.

Pero no lo hago. Vuelvo en cambio a St. Louis, a la calle Delmar, a Holmes Lounge, al campus universitario y me quedo pegada a la multiplicidad de colores que salen del otoño, cuando St. Louis se torna sublime y me exporta su aura.

*   *   *

Hay que someterse a las normas que imperan en la literatura, leo en alguna parte. Me pregunto cuáles son esas normas y cuál es esa literatura. Pero la verdad es que no logro precisar los alcances de la frase, así que revuelvo los papeles que tengo sobre mi escritorio para ver si doy con su procedencia.

La cita tiene una condición anterior que había olvidado: para perdurar, el mundo se tiene que volver ficción –dice la frase– y someterse a las normas que imperan en la literatura. Me preocupa un poco la precisión de los límites implícitos en la cita, como si fuera factible de trazar, digamos, con tiza, una línea recta que determine los bordes precisos entre ambos y borrar, sin sutileza, las ambigüedades.

A veces siento que esta tarea de ponerme a escribir es un modo de mentirme, un modo –me aclaro– de lanzar una esperanza para armar una memoria que deseo, pero que no tengo. Y es esta certidumbre de saberme materia prima la que me lleva a acoplar imágenes para producir vivencias, un modo burdo, me digo, de entrelazar fotos falsas que me confieren una vida que nunca tendré. Así, lo que surge de esta estrategia es un caleidoscopio de figuras que pueblan mis días y me hacen plena, como si yo misma me volviera una totalidad significativa. Pero sé que me miento y que la plenitud de esos días que ahora veo es resultado de este día, del día de hoy en que me siento a escribir.

Y repaso mentalmente las fotos, una por una, para poder falsearlas mejor y para conferirme una materialidad que sé efímera. Entre ellas encuentro hoy la imagen de María llamándome, llamándonos a todos, con un tono de voz eufórico para que nos apuráramos y fuéramos de una vez, pronto, a probar el aguamiel –dice– aquí, en St. Louis, que hoy les he preparado tacos de flor de magüey.

Una flor que sabe a pollo, una flor que te miente de entrada, que ella misma te conduce a un mundo falso de sabores que no son posibles, pero que, en su misma imposibilidad, se vuelven reales y te ocupan toda la boca, mientras el paladar mismo se confunde porque piensa que come pollo.

Flores de magüey en botón, hechas nudos de sabor, hualumbos con mantequilla, sin epazote, nos dice María, para que el gusto de la flor de verdad les llene la boca y puedan apreciar, en su pureza, la miel.

Un mundo falso de imágenes buscadas tengo ahora, junto a un sabor lejano, apenas perceptible, de una flor de la que poco sé. Y en esta combinación rara encuentro una cierta calma que me permite pensar (y no tener) la plenitud deseada. Un modo, me digo, de ser y no ser.

*   *   *

¿Qué lengua hablamos cuando estamos en St. Louis? ¿Qué nos decimos? Allí todo se mezcla, las tonadas, los acentos, los dialectos, las expresiones de diversos barrios, los modos de nombrar. También los tiempos. Hay un cierto anacronismo en nuestro St. Louis, que descubrimos en el verano, cuando volvemos a nuestras casas y nos damos cuenta de que nos hemos quedado varados en la lengua que dejamos y no en la lengua que es y que está presente en esos otros espacios.

Llegar de vuelta a Córdoba, durante los veranos, implica, primero, ponerme al día con ciertas expresiones para rearmar el diccionario del uso cotidiano. Mi lengua se estanca y persiste fija en ciertos patrones de antes que me fechan.

Sin embargo, esa lengua, que en Córdoba la siento anticuada, en St. Louis se agranda ensanchándose con los préstamos que les robo a las mexicanas.

Puedo hacer listas.

De palabras nuevas: patovica, cartoneros, piqueteros, previa.

De palabras viejas: loco, regio, macanudo, curtir.

De palabras robadas: chela, menso, popote, chamaca, alberca, chaparro, metiche.

De palabras que casi ya no uso: barrabasada, lentejuela, osamenta, panteón.

De palabras prestadas de España o, mejor dicho, de Javier: guarro, melocotón, escurra, chabola.

De palabras que traduzco mal: grande, sensible.

De palabras que han cambiado el significado: adobe, portero.

De palabras mías que he impuesto a los otros: guita, chanta, encocorarse.

Podría seguir.

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Hay algo de autodestrucción en todos nosotros, afirma Manel una de esas noches largas donde ellos se emborrachan y yo los recojo. Pero bien la pudo haber dicho María, porque para esa época ya ha asumido que es eso lo que se hace a diario. Algo de autodestrucción, de sabotaje.

Javier me dice algo parecido por teléfono, pero en este caso la frase sirve para introducir lo que quiere que escuche.

A María la echo, la echo. Por cobarde, Chesa, por gallina, porque no la quiero muerta en Segovia. Ella te puede decir lo que quiera, que se fue porque se despertó ese día con ganas, pero la verdad es esta otra. Y a ti, te lo confieso.

Javier me obliga a atender los detalles de su culpa. Y en eso estamos cuando la escena cobra visos de ritual, como si de algún modo su descarga buscara mi compasión. Pero las confesiones siempre llegan a destiempo. Son anacrónicas y tienen mucho más que ver con el que habla que con el que escucha. Son, en síntesis, una charla que debiera liberar, pero que es en el fondo egoísta. Vista así, la confesión sería la contracara de la autodestrucción, un modo de afirmarse en una utopía de perdón.

A rajatablas, la echo… para no verla muerta.

María en Segovia. Puedo verla.

Llega luego de haber estado un tiempo en Madrid, allí es donde termina galopando, a fondo, con el caballo. Antes ha probado la heroína, en St. Louis, pero le tiene miedo y no se le anima. Un modo de posponer a medias lo que sabe va a venir o un modo de frenarse a sí misma.

En St. Louis fuma un par de veces. En Madrid, todo cambia. Se lo inyecta, y esa es, me dice Javier que le dice María, toda la diferencia.

Para cuando llega a Segovia, ya tiene marcas en los brazos que esconde, según Javier, bajo túnicas como de una gasa fina. El dinero no es problema, nunca es problema y por eso es problema. Se lo sigue mandando el padre, quien para esa altura ha desistido en pensarla limpia y prefiere saber que a su modo está bien y que no le falta.

Acá María adelgaza un poco más, pero sigue guapa y su pelo no tiene canas y su cuerpo está casi entero. Aún no es el cadáver que termina siendo.

Me dice la verdad, desde un primer momento: me inyecto, Javier. Quiero que lo sepas. Al ser tan frontal, me quita la posibilidad de la réplica. Ya no puedo recriminarle después y lanzarle todas esas cosas que uno dice cuando se siente traicionado. No. Todo de frente, todo claro queda entre nosotros desde el primer día y eso es lo que no le perdono. Me hace su cómplice…

Entonces la echo. En vez de ampararla, de seguir amparándola, le digo que se vaya, que no puedo ya verla así. Le digo otras cosas más que ya no me acuerdo, porque uno se olvida de lo que dice cuando está de veras ciego.

No me suplica, ni me pide una extensión, un par de días más. Nada. Simplemente se levanta de la silla, estamos en El Duque, se acerca a donde estoy, y me da un beso como maternal sobre la frente y se va por la puerta tranquila. Sin apuro, como si estuviera midiendo cada uno de los pasos que da, haciendo equilibrio. La veo irse y no hago nada. Me quedo ahí, sin moverme, mirando por la ventana.

Cuando llego de vuelta al estudio, ya no está. Se ha ido. Esa noche me empedo como hace mucho que no lo hago, la resaca del otro día es aún peor porque siento que María se va a morir lejos de mí.

No se echa a las amigas, así… me dice Javier. No. Menos cuando te dan un beso maternal, Chesa, y te dejan solo. Solo, Chesa, para que la rumie cada día, para que siga pensando en ella.

Hubiera querido comportarse de otro modo, estar a la altura de las circunstancias, me dice, como si esa frase significara algo. Me comporto como lo que no soy, murmura.

Hay algo de autodestrucción en todos nosotros, dice Manel o María, qué más da. Un volverse Sísifo, como si todos nos quedáramos en una no variación que varía sólo porque se desplazan los días.

Y dentro de esa incesante repetición de lo mismo, María dándole un beso maternal a Javier que se queda en Segovia.

*   *   *

Fundo un mito de pasaje, pero también, puedo decir, fundo una composición de lugar para salirme del vacío. Podría haber hecho otra cosa y haber fundado, como Cecilia, unos hijos. Una genealogía hecha sólo para nuestro nosotros chico.

Pero no lo hago, me quedo sin hijos.

Fundo, entonces, St. Louis. Aquí, así, ahora. Tal vez porque no pude fundar otra cosa o, mejor, porque quiero componer un lugar teñido con vida para que me saque, nos saque, de esa otra genealogía que nos trajo la muerte.

Fundo St. Louis, me digo, y lo hago en un tiempo mítico donde todos nosotros estamos y somos y nos continuamos.

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LAURA DEMARÍA
Laura Demaría es profesora de literatura latinoamericana en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Maryland, College Park. Es autora de Argentina-s: Ricardo Piglia dialoga con la generación del 37 en la discontinuidad (Editorial Corregidor, 1999). Su libro Buenos Aires y las provincias: relatos para desarmar (Beatriz Viterbo Editora, 2014) mereció el Premio al Mejor Libro en Humanidades de la Sección Estudios sobre el Cono Sur, afiliada a la Latin American Studies Association (LASA), en 2015. Recibió el Premio de Literatura Latinoamericana otorgado por la University of California por el volumen de cuentos Cruces de Carlota (Alción Editora, 2008). St. Louis Blues es su primera novela.

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