I
El 18 de junio de 2024, dos días antes del estreno de la nueva puesta en escena de Réquiem por Yarini de Carlos Felipe por Teatro El Público dirigida por Carlos Díaz, Premio Nacional de Teatro 2015, se desató en las redes sociales un debate sobre la pertinencia o no de presentar una vez más esta obra en el actual contexto cubano. En medio de la discusión, algunos comentaristas en Facebook reclamaban al usuario Marco Velázquez Cristo, autor del post que inició el intercambio, que se informara mejor sobre qué significaba que una obra fuese un clásico. El crítico y escritor Frank Padrón, por ejemplo, insistió en que “se trata de un clásico del teatro cubano que ilustra además sobre una época y un grupo de personajes típicos”.
La opinión de que se trata de un clásico del teatro cubano es una idea ampliamente extendida. Laura Ortega Gámez, en su artículo publicado en el diario estatal Granma, considera, desde el título, que la puesta es “un regreso necesario”, y comienza diciendo que esta propone “traer un clásico del gran teatro cubano del siglo XX” a escena. Ortega Gámez agrega que “el dramaturgo destacó, además, la necesidad de volver a los clásicos cuando el contexto así lo amerite, algo que, según comentó, Carlos Díaz supo hacer muy bien.” El medio independiente 14 y Medio comienza su nota diciendo que “un clásico del gran teatro cubano del siglo XX regresa”.
Cubaescena, el sitio del Consejo Nacional de las Artes Escénicas (CNAE), en su nota de prensa arranca diciendo: “elevado a la categoría de clásico desde su estreno en 1965, Réquiem por Yarini es uno de los textos más respetados de la dramaturgia cubana.” El artículo explica, además, que “Teatro El Público ha traído a su estética tan particular este clásico, leyéndolo con respeto y destacando lo que en él perdura como un espejo de obsesiones de lo cubano.” Ernesto Cuní, en Cubarte, inicia explicando que la obra es un “clásico de la dramaturgia cubana escrito por Carlos Felipe y muy gustada por la audiencia”.
El argumento del autor del post que cuestionaba que volviese a presentarse esta pieza –después de haber sido llevada a las tablas, a la televisión y al cine– consistía en decir que no atacaba la obra, ni cuestionaba sus valores artísticos y literarios, sino que no le parecía adecuado “insistir en una figura que no fue precisamente un modelo de persona pacífica.” ¿Pero qué personaje trágico es un “modelo de persona pacífica”? La tragedia incluye y explora los conceptos y comportamientos morales, pero no se limita a ellos. Agrega, además, el autor del post que “deberíamos transmitir y sembrar valores mucho más positivos y necesarios a través de las diferentes manifestaciones de la cultura que los que puede aportar la obra de marras y darle un mejor destino a los recursos que se van a dedicar a exaltar una vez más, reitero, la vida de este proxeneta”. Con respecto a los recursos destinados a la obra, cualquiera que tenga una mínima cercanía al teatro cubano sabe que muchas de las pelucas, los vestuarios y demás elementos muchas veces los donan los mismos miembros de las compañías que han emigrado. Al respecto, la dramaturga e investigadora Esther Suárez Durán le recuerda en un comentario a Velázquez Cristo que:
En cuanto al aspecto financiero, merece una respuesta aparte, hay mucho publicado sobre cómo hacemos teatro –desde los noventa– poniendo el dinero y los enseres nosotros mismos, los que hacemos el teatro. Salvo los magros salarios y los teatros, en pésimas condiciones técnicas, el Estado no pone más.
Al ver la insistencia de Velázquez Cristo en que se utilice el arte para “transmitir y sembrar valores”, uno recuerda la voz indulgente de Diego en Fresa y chocolate explicándole a su amiga: “Entiende que el arte no es para transmitir, es para sentir y pensar. ¡Que transmita la radio nacional!” En la misma cuerda, el escritor Abilio Estévez comenta en el post de marras que “el arte no está para combatir, para eso están los combatientes.” El dramaturgo y poeta Norge Espinosa, quien es parte de Teatro El Público y ha tenido a cargo la versión para esta producción, le recuerda al autor del post que:
Bajo ese concepto (el mismo que durante la década del setenta impidió que esta obra y otras de nuestra mejor dramaturgia subieran a escena) podría llegarse a pedir que no se represente más La traviata, por ejemplo, ya que su protagonista es una mundana entregada a los placeres que obtiene mediante sus amantes burgueses. Y, de vuelta al teatro cubano, podría también exigirse que no se represente más Electra Garrigó (una familia de la alta sociedad habanera enferma de hastío existencial), o La noche de los asesinos (esos adolescentes jugando a ensayar un crimen), etc. Los enemigos del teatro olvidan que no es una copia mecánica de la realidad ni de la historia.
Ante las exigencias trasnochadas y no menos peligrosas del autor del post, la investigadora y estudiosa de teatro Vivian Martínez Tabares comenta que:
La creación artística no resulta de un programa temático dictado por una fórmula del deber ser, es mucho más complejo el proceso, personal y libre, según la necesidad expresiva del/de los artistas. Si usted no ha visto la obra y además se limita a una valoración contenidista y estrecha, ejerce un acto dogmático y completamente arbitrario al pretender proscribirla. Según esa mirada programática, quién sabe cuántas obras de arte dejarían de existir. Me uno a la exclamación popular de ¡Solavaya!
En este debate desatado en las redes, muchos de los comentaristas que defienden la libertad del arte y de un director teatral para decidir qué representar, oponen lo clásico y lo trágico al dogmatismo, el estalinismo y la censura. Al respecto, el crítico y periodista Wilfredo Cancio Isla le responde al autor del post:
Es inaceptable que a estas alturas del juego resurja como opinión de un presunto comunicador oficial un criterio estalinista que nada tiene que envidiar al que avaló las purgas estalinistas de los sesenta y setenta contra el teatro cubano y sus figuras más connotadas, y que al parecer sigue incrustado en las mentes calenturientas que no solo no entienden el papel del teatro y el arte, sino que esencialmente lo detestan y solo lo conciben en una función didáctica vinculada a la conducción política del país.
II
II
Después de la generalizada insistencia en lo clásico, algunos artículos recuerdan que se trata, además, de una tragedia. En la edición de 1978 por Ediciones Calesa en Miami, de hecho, el título que se propone es Réquiem por Yarini: drama trágico en tres actos. Habría que empezar por ahí, por lo que entendemos por clásico y por trágico, incluyendo también el mito y lo legendario, términos que desde hace décadas críticos y estudiosos como Eberto García Abreu utilizan para hablar del personaje de Carlos Felipe. Lo clásico, mítico, legendario y trágico –al menos en el sentido grecolatino–, por su naturaleza en continua transformación y su capacidad contradictoria e inclusiva, se opone al triunfalismo oficialista cubano y a su intolerancia ideológica. Cualquier defensor superficial de los supuestos valores de la “Revolución cubana”, a la naturaleza mítica y trágica del arte, opone, esquemáticamente, la “verdad revolucionaria” y su moralidad triunfalista. Pero todo esto lo aprendieron de los mismos argumentos simplistas de Fidel Castro con respecto al mito.
En un artículo titulado “Mito y política en Cuba: teoría, conceptos y variaciones”, incluido en el volumen Los mitos de la Revolución cubana. Estancamiento y regresión de una utopía (Universidad Sergio Arboleda, 2023), que fue compilado por Claudia González Marrero y Sergio Angel, resumí mis argumentos explicando que el mito supera todo límite clasificatorio, tanto ideológico como dictatorial. La naturaleza mítica está consustancialmente ligada a la práctica democrática. El mito y la democracia son elásticos, diversos, contradictorios y cambiantes. Cualquier intento de domesticación, control o represión del mito conduce a una actitud dictatorial y tiránica.
Fidel Castro, en sus discursos, utiliza la palabra “mito” acudiendo a su sentido más popular de “mentira”; a partir de este, crea una serie de polarizaciones esquemáticas en que opone lo mitológico a la revolución. De este modo, el mito es colocado por Castro del lado del capitalismo, de la disidencia cubana, del Gobierno norteamericano y sus aliados, del homosexual, del “degenerado”, del “gusano”, y del vago. Por otro lado, para Castro, la Revolución estaría junto a la verdad racional y científica, a los trabajadores esforzados y a los activos ciudadanos.
Opuesta a ese maniqueísmo castrista repetido por el autor del post principal y por algunos de los comentaristas, la diversidad mítica se ha abierto paso desde las distintas manifestaciones artísticas y de activismo político en Cuba, a pesar de la represión sufrida desde los sesenta hasta hoy: desde una cárcel en Cuba, Tomás Fernández-Travieso llama al amor a través de su Prometeo en 1969; desde el Parque Lenin o el exilio Reinaldo Arenas invoca a las Furias para, junto a la cólera homérica, homoerotizar a toda la milicia revolucionaria; y desde los muros y las ruinas de La Habana de hoy, Yulier P. va dejando mensajes, convierte la ruina en espacios de imaginación y pensamiento. Hace de los escombros piezas votivas, evocaciones míticas. Gritos de amor y furia, de dolor y burla, que fusionan la violencia y el eros, la belleza y lo grotesco. Ante la negación y administración castrista de lo mitológico y trágico, se abre paso, entonces, el mito y su evocación múltiple a través de lo que excede, de lo que el gobierno cubano ha dejado fuera del juego.
Exigirle al arte que responda a valores ideológicos panfletarios y que aborde figuras determinadas por el oficialismo es matarlo. Lo que será difícil que entiendan, reconozcan y verbalicen el autor del post principal y quienes lo apoyan es que su problema no es con Yarini ni con su contexto ni con los posibles paralelos con el presente cubano. El problema de estos es con la esencia misma del arte, pues este se opone, con su polifonía y naturaleza poliédrica, a todo esquematismo ideológico. El arte que se ajusta al yugo bajo una ideología totalitaria deja de ser arte. Paradójicamente, la “Revolución cubana” se ha presentado siempre como defensora del arte, pero, en la diaria realidad, ha perseguido controlarlo y limitarlo. Sus fieles, como pertenecientes a una secta, no pueden hacer otra cosa que repetir el mismo esquema.
III
Contra esos y muchos otros esquemas se levanta la puesta de Carlos Díaz, sostenida esencialmente por una poética del deseo y la violencia que desemboca en lo mítico y lo trágico como si estos fueran también esencia palpable de lo cubano (¿y no lo son?), con la misma naturalidad que lo manejaron los griegos. Ese es uno de los grandes logros de Carlos Felipe, quien se propuso escribir la “tragedia griega cubana”, según sus propias palabras. Armando Correa, en su introducción a la obra en el volumen Teatro contemporáneo cubano. Antología (compilado por Carlos Espinosa), declara que “Réquiem por Yarini es el ritual de los dioses, el culto a Eros, donde desborda la sexualidad y la sangre. Una clásica tragedia griega que emerge desde nuestra identidad”. También, como explica Elina Miranda en su libro Calzar el coturno americano, “a lo largo de unos veinte años [a Carlos Felipe] no le abandonará la idea de escribir una tragedia cubana en torno a la muerte del chulo más famoso de La Habana”. La profesora agrega, además, que:
Como le confesaría posteriormente al director teatral Armando Suárez del Villar, lo obsesionante para él en la muerte de Alberto Yarini era la posibilidad “para hacer la tragedia griega cubana”, según decía de manera que no cupiera duda sobre a qué tipo de obra se refería; pero al adjetivarla “cubana” explicitaba también que no se trataba de retomar el mito griego o recrear alguna tragedia del siglo V a. n. e. para expresar su manera de interpretar las circunstancias que lo rodeaban, sino mitologizar estas y emplear estructuras clásicas a fin de develar el sentido profundo del acontecer inmediato.
Carlos Díaz hace resaltar en su puesta lo humano y lo bello como elementos esencialmente trágicos. El hombre que podía tener todas las mujeres llega a ser tocado por el sentimiento más profundo hacia una sola mujer. Como explica Elina Miranda, Yarini, “el dios acostumbrado a recibir, sin distingos, la ofrenda del amor de sus mujeres, la cual, como él mismo asevera, nunca ha necesitado ni pedido, es tocado por el amor humano”. Es así cómo, en la puesta para El Público, Yarini y la Santiaguera vienen a ser el par Orfeo-Eurídice en medio de un burdel cubano de inicios del siglo XX. Para salvarse, él debe seguir andando, salir de la ciudad, no volver la vista. Pero su deseo y afecto es más grande que su sentido del deber, y es en ese momento en que se vuelve más vulnerable y cercano. Al finalmente darse la vuelta, denudarse e ir al encuentro de la Santiaguera, ambos, totalmente desnudos en escena, se entregan al desenfreno de la pasión, únicamente comparable en tensión y entrega a la violencia y el peligro de muerte que amenaza a Yarini.
El héroe trágico, a pesar de saber qué es lo mejor para él y aunque conozca o intuya los peligros de su elección, escoge darse la vuelta, incluso aunque ello vaya en contra de su prestigio de chulo y rey del barrio e implique su momento de hybris o exceso y constituya una traición a los mismos valores que él (como Aquiles en Homero) representa mejor que nadie. Esa posibilidad de elección en medio de las mayores tensiones es consustancial a la naturaleza trágica griega y suele poner en cuestión todo presupuesto ideológico y moral. Tanto en el modelo griego como en el panteón yoruba, no se trata de un destino completamente cerrado, sino que la última palabra la sigue teniendo, en soledad, el personaje. Decir sí o no, irse o quedarse, seguir adelante o darse la vuelta está en sus manos. Como le recuerda Bebo después de rogar a la divinidad y de llevar a cabo los rituales correspondientes: “Ya hicimos lo nuestro. Lo demás corre de parte tuya”.
En Yarini, el momento de hybris coincide con el de anagnórisis o reconocimiento de sí mismo, y es el mismo instante en que traiciona su propio código de valores (o areté) y contradice el supuesto dominio propio del que se jacta ante Lotot cuando el francés reconoce ser muy impulsivo. El hombre de negocios, creador de su propia ética, de códigos y leyes férreas en casa, termina trasgrediendo y desestabilizando el mundo que él mismo construyó. Esto es lo que lo convierte en un héroe trágico en medio de un proceso en que persigue, según sus propias palabras, “penetrar hasta los límites de la belleza”. Yarini, el hombre más guapo y seguro del barrio, en su peripecia, va de la certeza a la duda, de la hombría a la vulnerabilidad, del honor a faltar a su palabra, del dominio propio al desenfreno, de su cautela ante la sangre a la muerte. Frente a Lotot, su némesis y archienemigo, Yarini termina declarando: “Dudo ahora que yo sea un hombre de honor. De lo que sí estoy cada vez más seguro es de que soy… un hombre”.
Con asesoría folklórica y dramatúrgica de Fabián Suárez, la puesta de Teatro El Público también hace énfasis en el plano divino que ronda toda la pieza. A las voluntades humanas se le suman las presencias de divinidades yorubas desde el inicio de la representación. La estética de pasarela que caracteriza a buena parte de las producciones de la compañía juega con ese muestreo silencioso y potente de figuras sobrehumanas y tutelares a las que muchos de los personajes ruegan y se encomiendan. A ello se suma una poética del cuerpo y el desnudo que es sello de algunas de las puestas más icónicas y populares del grupo y que, en este caso específico, dialoga con el deseo y la vulnerabilidad a la que se terminan abriendo los personajes principales.
La puesta de Carlos Díaz viene a demostrar que algo vivo y palpitante queda en La Habana. Su elenco se bate a ropa quitada (metafórica y literalmente) para dar alma otra vez a una pieza que nos habla de la impredecible condición humana. Como Yarini, podría decirse que también Carlos Díaz, con cada propuesta suya, intenta “penetrar hasta los límites de la belleza”. En la noche del sábado 23 de junio de 2024, cuando tuve la oportunidad de asistir a la obra, el personaje de la Jabá lo interpretó Antonia Fernández, quien fue creciendo en el papel con consistencia a lo largo de la representación. María Karla Fornalis, como la Santiaguera, se paseó el personaje con naturalidad, dramatismo y destreza. Fernando Echevarría, ese actor que ha ido de galán de televisión a ser Petra von Kant en las manos de Carlos Díaz, en esta ocasión interpretó a La dama del velo con gracia y elegancia. Carlos Migueles tuvo a su cargo el papel de Yarini y lo hizo, desde la primera frase, con una fuerza encomiable. En el papel de Ismael del Prado, Ernesto Pazos, sin dejar de ser un subordinado de Yarini, sabe sacar buen provecho de sus momentos en escena. Como su personaje Lotot, Georbis Martínez regresa de Europa para entregarnos en La Habana una de las mejores actuaciones que le he visto, sostenida ahora por el muy bien asimilado peso de la experiencia. Volverlo a ver en La Habana fue un regalo que el público agradeció con la fuerza de sus aplausos.
Entre tanto reparo en contra de esta nueva producción de Réquiem por Yarini, no debe olvidarse que la obra se desarrolla en una locación única, un “amplio patio en la calle de San Isidro”, y que Carlos Felipe dedicó su obra “a mi gente del barrio de San Isidro”, el mismo espacio que inició el movimiento de protestas contra el Gobierno cubano en noviembre de 2020 y que desembocó en la salida masiva a las calles en todo el país el 11 de julio de 2021, la cual fue violentamente reprimida por el Gobierno y por la que hay más de 1 000 presos políticos ahora mismo en las cárceles cubanas. Fue en San Isidro donde el dramaturgo trabajó y conoció el ambiente marginal en el que basaría su pieza. Como dice Yarini mismo, “es San Isidro el corazón, o el bajo vientre, no importa el órgano, de esta pobre ciudad en que usted y yo deglutimos el fango de nuestra existencia”.
En el fervor de los debates en las redes sociales y también en los artículos que repiten con mayor o menor sentido términos marcados y establecidos, es esperanzador confirmar cómo, todavía hoy, lo clásico y mítico (en tanto paradigmas estéticos más humanos que morales) y lo trágico (en tanto suspensión y cuestionamiento de toda maquinaria de control y sometimiento), siguen siendo herramientas y argumentos para oponerse al dogmatismo trasnochado, al didactismo ideologizante, maniqueo y superficial, y a la tendencia totalitaria de los comisarios oficialistas cubanos de todos los tiempos.