Vladimir Mayakovsky: “Mi descubrimiento de América” (fragmento)

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El calor era sofocante. Bebíamos agua en vano: al instante se vaporizaba con el sudor. Cientos de ventiladores giraban sobre sus ejes, agitaban y meneaban las cabezas rítmicamente, abanicando a la primera clase.

Ahora la tercera clase odiaba a la primera también por el hecho de que ésta se encontraba a un grado menos de temperatura.

Por la mañana, fritos, asados y hervidos, nos acercamos a La Habana, blanca por sus edificios y sus rocas. Nos vino a recibir un barquito aduanero y, después, decenas de barcas y botecitos con papas habaneras: piñas. La tercera clase tiraba dinero y luego pescaba piñas con una cuerda.

Dos habaneros, que competían desde sus barcas para vender su mercancía, discutían en ruso puro: «¡La madre que te parió! ¿Dónde te metes con tu piña de mierda?»

La Habana. Estuvimos parados un día entero. Cargamos el carbón. En Veracruz no hay y lo necesitamos para poder viajar seis días: la ida y la vuelta por el Golfo de México. A los pasajeros de primera les entregaron, sin demora, pases para poder bajar a tierra, llevándoselos a los camarotes. Los comerciantes, en trajes de tusor blanco, bajaron corriendo, excitados, con docenas de maletines: llevaban muestras de tirantes, cuellos, gramófonos, fijadores y corbatas rojas para los negros. Regresaron de noche borrachos, presumiendo de los puros de dos dólares que les habían regalado.

De la segunda clase bajaron sólo aquellos seleccionados. Dejaron partir a tierra a los que le caían bien al capitán. Casi todas eran mujeres. De la tercera clase no dejaron bajar a nadie: se quedaron plantados sobre la cubierta, en medio de los chirridos y el estrépito de las bombas de carbón, del polvo negro mezclado con el sudor pegajoso, subiendo piñas con las cuerdecillas.

En el momento de bajar a tierra empezó a llover, cayó un aguacero tropical que nunca había visto.

¿Qué es una lluvia?

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El aire entremezclado con unos chorros de agua. La lluvia tropical es agua pura entremezclada con unos chorros de aire.

Soy de la primera clase. Estoy en la costa. Me refugio de la lluvia en un almacén enorme de dos plantas. Está repleto de whisky, desde el suelo hasta el techo. Las enigmáticas etiquetas King George, Black and White, White Horse se dibujan como manchas negras en las cajas del alcohol de contrabando que fluye desde aquí hacia los Estados Unidos ebrios, tan cercanos.

Detrás del almacén, se encuentra la inmunda zona portuaria llena de tabernas, burdeles y frutas podridas. Más allá del puerto, una ciudad limpia, la más rica del mundo. Es una zona muy exótica. Sobre el fondo verde del mar, un negro de color azabache con un pantalón blanco vende pescado carmesí levantándolo por la cola por encima de su propia cabeza. La otra zona la forman sociedades limitadas mundiales de tabaco y azúcar, con decenas de miles de negros, hispanos y obreros rusos.

Y en medio de las riquezas, el club estadounidense, los edificios de la Ford y la Clay and Bock, de diez plantas: las primeras señales visibles del dominio de los Estados Unidos sobre las tres Américas: la del Norte, la del Sur y la Central.

Les pertenece casi todo el Kuznetski Most’ de La Habana: el paseo del Prado largo, recto, lleno de cafeterías, anuncios publicitarios y farolas; en el Vedado, delante de sus mansiones adornadas con colarios rosas, hay flamencos del color del alba que montan guardia sobre un pie. Los policías, posicionados en unos taburetes bajo parasoles, se dedican a proteger a los estadounidenses.

Todo lo que tiene que ver con el exotismo antiguo es pintoresco, poético y poco rentable. Por ejemplo, un bello cementerio con los innumerables Gómez y López, con sus paseos, negros incluso de día, llenos de árboles tropicales barbudos y enredados.

Todo lo relacionado con los estadounidenses está montado con eficacia y bien organizado. Por la noche, pasé casi una hora bajo las ventanas de los telégrafos de La Habana. La gente se abochorna con el calor habanero y escribe casi sin moverse. Bajo el techo, colgados de una cinta interminable con unas pinzas metálicas, vuelan recibos, formularios y telegramas. Una máquina inteligente toma con cortesía un telegrama a una señorita, se lo pasa al telegrafista y regresa con las últimas cotizaciones de divisas mundiales. Y en total contacto con ella, alimentados por los mismos motores, están los ventiladores que giran y mueven sus cabezas.

Apenas pude encontrar el camino de vuelta. Memoricé la calle por una placa esmaltada que decía: «Tráfico». Parece evidente que debería ser el nombre de la calle. Sólo al cabo de un mes supe que los letreros de «Tráfico», colocados en miles de calles, simplemente indican la dirección en la que deben circular los automóviles. Poco antes de la partida del vapor, me fugué a comprar revistas. Un hombre andrajoso me paró en la plaza. Tardé mucho en entender que pedía ayuda. El harapiento se quedó sorprendido:

Do you speak english? Parlata espagnola? Parlez-vous français?

Yo callaba y sólo al final dije a duras penas, para que me dejara en paz: «I am Russia!»

Era lo peor que podía haber hecho. El hombre se agarró de mí con ambas manos y se puso a chillar:

—Hip! ¡Bolchevique! I am bolchevique! ¡Hip! ¡Hip!

Escapé bajo las miradas perplejas y recelosas de los transeúntes.

Zarpamos ya con el himno de los mexicanos.


* Fragmento tomado de Vladimir Mayakovsky, Mi descubrimiento de América, trad. Olga Korobenko, pról. José Manuel Prieto, Almadía / Conaculta, Oaxaca, 2013.

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