Un momento de la protesta frente al Ministerio de Cultura en La Habana el 27 de noviembre de 2020 (FOTO REUTERS/Alexandre Meneghini)

El día de ayer la revista Nueva Sociedad, respetada en todo el continente por la calidad de sus publicaciones y la coherencia de un posicionamiento que evita el panfleto como forma de manipular opiniones, publicó un artículo de Rafael Hernández. Se trata de un intelectual cubano conocido, entre otras razones, por dirigir la revista Temas y el espacio autorizado de debate que esta publicación coordina los últimos jueves de cada mes.

La aparición del artículo de Hernández puede entenderse dentro de la vocación pluralista de un medio como Nueva Sociedad, muy diferente a la de homogenización y silenciamiento que practican los medios oficialistas del gobierno cubano y, también, dentro del maquillaje “erudito” sobre el proceder autoritario del gobierno que forma parte de la narrativa de la intelectualidad oficial de la isla. En esta ocasión, sin embargo, el texto de Hernández resulta un espaldarazo finamente hilvanado a la narrativa oficialista. La publicación de este artículo enfrenta así una paradoja. Mientras Hernández defiende de forma un tanto oblicua la perspectiva del Estado cubano, su texto no resulta accesible desde la isla debido al bloqueo del sitio web de Nueva Sociedad. El propio autor se ve en la necesidad de recomendarle a los lectores interesados que usen una VPN para poder acceder a su lectura.

Esta circunstancia es probablemente una contextualización más que propicia para comprender algo de aquello que el texto omite. La pretensión de construir un análisis “objetivo” sobre los sucesos del 27 de noviembre pasado frente al Ministerio de Cultura en la Habana es, en la argumentación de Hernández, sólo eso: una pretensión.

El texto comienza con un par de preguntas retóricas, aludiendo a lo que supone que a muchos lectores ha de parecerle insólito: por una parte, el apoyo a Denis Solís, un rapero que se declara seguidor de Trump y, por la otra, el hecho de que un grupo de artistas exijan establecer un diálogo con el Ministerio de Cultura. Presentar, como hace Hernández, ambas situaciones como insólitas sirve para desplegar una narrativa que corre de manera paralela sobre las líneas del discurso oficial invisibilizando las asimetrías estructurales sobre las que existen las partes en conflicto. Sin ubicar como actor determinante a los agentes del Estado cubano (en particular, a la Seguridad del Estado) y las prerrogativas y las colusiones que operan entre dicho aparato represivo y el sistema institucional, en este caso en el ámbito de la cultura, a través del Ministerio de Cultura.

Uno puede, dadas las condiciones de represión y asimetría, imaginarse razones para comprender y apoyar a Denis Solís, incluso si nuestra posición ideológica no es afín a la suya. De hecho, no es necesario imaginarlas, ya que tal actitud de empatía se constata en una opinión pública ausente tanto en el texto de Rafael Hernández como en los medios oficialistas cubanos. Durante semanas, en contraste con la campaña de criminalización que desde la televisión estatal se lleva contra los miembros del movimiento 27N –surgido a raíz de los sucesos del Ministerio de Cultura– un número creciente de personas y miembros de la sociedad civil se han solidarizado con la exigencia de revisión del caso de Solís. Ello es palpable tan solo con tener una cuenta de Facebook y leer las miles de opiniones vertidas por cubanas y cubanos de dentro y fuera de Cuba durante este tiempo. Es la postura humana que exige la solidaridad cívica frente a una persona a la que se le han violado los derechos.

Nada de ese estado de opinión aparece en el texto de Hernández, como no aparece en los medios oficiales, empeñados en desacreditar por todas las vías, incluidas la difamación y el linchamiento público, a quienes se sumaron a la campaña, comenzando con el Movimiento San Isidro (MSI) y sus reclamos pacíficos en las semanas anteriores. El texto del director de la revista Temas falta a la verdad cuando dice que una de las exigencias, la revisión del caso de Denis Solís, fue cumplida por parte del Ministerio de Cultura. Hasta este momento, la situación legal de Solís no ha sido revisada y, todavía más, el rapero ha sido presentado en la narrativa oficial del Estado cubano, no ya como alguien cuya ideología se aparta de la exigencia oficial, sino como un mercenario que pretendía realizar acciones violentas, intentando crear con ello una opinión desfavorable a cualquier posibilidad de remisión de la sentencia de ocho meses de privación de libertad a la que fue sometido en juicio sumario oral.

La pregunta formulada por Hernández sobre lo insólito de que un grupo de artistas se reúna y realice demandas al Ministerio de Cultura trae a la superficie las omisiones que articulan el texto y es fácilmente desmontable por cualquiera que se encuentre informado sobre la manera en que esta institución pretende regular la vida cultural no sólo de aquellas agrupaciones que tributan a su funcionamiento, sino incluso de las que no forman parte de él, y que haya seguido la reacción de un sector de la comunidad artística cubana a la emisión del Decreto 349, que existe para regular un espacio de exclusión que abarca todo lo que nace y se reproduce fuera del ámbito de la influencia oficial. En una actitud típicamente totalitaria, el Estado pretende regular incluso lo que no le pertenece, la agencia e imaginario ciudadanos, y negar su derecho a la existencia.

Después de describir al grupo de treinta personas que se reunió, en representación de los que permanecieron durante horas sentados afuera del Ministerio, poniendo énfasis en sus contradicciones e insinuando que hubo intentos de cooptación del diálogo por parte de los representantes de espacios de resistencia independientes como el Instituto Internacional de Artivismo Hannah Arendt (INSTAR) y MSI, Hernández presta atención a la llamada Tángana del Parque Trillo. La presenta como la manifestación orgánica de una izquierda socialista que no fue suficientemente atendida por los medios de comunicación de la oposición o de agencias extranjeras. Estos son los actores internos que se enfrentan, según el texto, en la batalla ideológica de la Cuba de hoy. Pero hasta en el tratamiento diferenciado que se le dio al 27N y al grupo de la Tángana es posible ver la relevancia definitoria de lo omitido. Mientras la Tángana tuvo a su disposición toda la cobertura mediática, con apoyos materiales como meriendas y equipo de sonido, y fue ratificada como propicia a la narrativa estatal con la visita del presidente, lo que definió la reacción al 27N fue una campaña de criminalización y hostigamiento. Esta comenzó tan pronto como al día siguiente de la toma de un grupo de acuerdos entre los designados para dialogar por parte de los artistas y los representantes del Ministerio de Cultura.

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Es necesario insistir en lo que permanece invisibilizado en la narrativa del director de Temas. No hay equivalencia aquí entre las partes en conflicto. No hay equivalencia posible entre un Estado con el control de todos los recursos (Seguridad del Estado, policía, televisión nacional, estructura institucional, etc.) y un grupo de ciudadanos que exige su derecho a la discrepancia y la desavenencia en un ambiente hostil y represivo.

El autor omite, pues, cualquier alusión a los actores, procesos y consecuencias de la represión. Para quien lea fuera de Cuba, o sin conocimiento suficiente de la realidad cubana, su texto aparece como la descripción de una desavenencia “normal” entre ciudadanos y creadores de una nación más o menos democrática con un gobierno respetuoso del estado de derecho. Resulta preocupante, en lo que concierne a las exigencias básicas de la labor académica, que un análisis descontextualizado de tal forma provenga de un autor versado en las ciencias sociales y cuyas credenciales lo presentan como politólogo.

Los elementos invisibilizados en el ensayo de Hernández abarcan desde la campaña de criminalización realizada a través de los medios de comunicación en la isla, que están controlados absolutamente por los designios estatales, hasta el asedio policial contra los participantes en los sucesos del 27N. No se trató solamente, como afirma el texto, de “emplazar a los miembros de los grupos opositores, identificándolos a todos con la condición de mercenarios o delincuentes al servicio de Estados Unidos”, sino, por el contrario, de una campaña intensiva de criminalización que continua vigente todavía hoy, mes y medio después de los sucesos, e incluye la difamación a actores diversos dentro de la sociedad civil cubana desde un medio público nacional sin la posibilidad del derecho a réplica, el acoso policial, la retención domiciliar forzada, los arrestos exprés, actos de repudio, coacción a personas cercanas, limitación de la comunicación celular, y otra serie de técnicas de reclusión y cercenamiento social.

El artículo atiende luego a la participación de algunos políticos de Estados Unidos en los sucesos. La narrativa es tan precaria y sin fundamentos que se aleja del nivel de detalle de la primera parte y se transforma en la usual y repetitiva justificación y enajenación de la agencia que practica la narrativa estatal. El autor insiste en la habitual capitalización que el gobierno norteamericano hace de cualquier discrepancia o desavenencia interna, pero no se pregunta nunca si esas discrepancias y desavenencias son suficientes para que un movimiento como el 27N emerja de manera orgánica. Mientras esa pregunta y su respuesta continúen escondiéndose detrás de la narrativa geopolítica, cualquier análisis será cómplice de la imposibilidad de una transformación en la dirección de una sociedad plural y democrática.

La realidad siempre termina rompiendo la tela de las narrativas y haciendo añicos la complicidad por más elaborada y sofisticada que esta pueda parecer a primera vista. El texto de Rafael Hernández es rico en omisiones e insinuaciones no explícitas, que permiten comprender hacia dónde se inclina la balanza en su interpretación de los sucesos. Para cerrar, acudo a otra de las imágenes que, como la del inicio, no están directamente en el texto, pero permiten contextualizarlo pues ilustran aquello que sistemáticamente Hernández omite al irrumpir con la fuerza de la evidencia.

A la salida del grupo de los 30, cuando se leyeron los acuerdos tomados esa noche frente a la multitud que, aún en la madrugada esperaba los resultados de la reunión, uno de ellos llama particularmente la atención. Hernández nos explica en el texto que “se dieron garantías de seguridad para los que han participado en reunión frente al Ministerio”. Ese “dar garantías” que aparece así, descontextualizado, ocurrió porque esa multitud que esperaba afuera estaba rodeada por cientos de personas, fuerzas policiales con y sin uniforme. Incluso, algunas que intentaron sumarse fueron gaseadas por la policía. Que esas fuerzas constituían una amenaza y estaban dispuestas al ejercicio de la violencia que su presencia presupone está confirmado por el hecho mismo de que el Ministerio de Cultura haya dado garantías de seguridad. Lo dado aquí, lo natural, lo esperable, es la represalia. ¿Por qué, si no, era necesario explicitar que no sucedería?

Las omisiones y manipulaciones del texto de Rafael Hernández no pueden obedecer, después de todo lo sucedido, a una falla en la capacidad de observación del autor. Hay en ellas una deliberada intención de continuar desplazando los graves problemas internos de Cuba, hacia el diferendo con Estados Unidos, para así continuar ejerciendo el poder que deriva de categorizar y decidir quién tiene derecho, y quién no, a participar en la vida colectiva del país. En este punto, Rafael Hernández se arroga el derecho a decidir quién tiene derechos, tal y como hace la élite del Estado cubano, sólo que lo hace presentando un análisis intelectual que es necesario leer no tanto por lo que declara explícitamente, sino por lo que omite. La utilización de categorías como diálogo, participación y debate se vacía en un análisis estéril si esas categorías ocultan e invisibilizan las condiciones estructurales que hacen imposible su materialización en una realidad que las necesita con urgencia.

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1 comentario

  1. coincido igualmente en que la narrativa de Rafael Hernández no responde a un análisis pobre de todos los fenómenos y realidades que confluyeron ese 27 de noviembre; dirige una revista (y un debate adjunto) que genera un contenido científico que suele cumplir (al menos lo que he tenido el placer de leer) con -al menos- una intensión de describir lo que se cree -independientemente de lo que pueda argumentarse en contra de aquello que se cree-… el artículo de Rafael Hernández me ha sorprendido, para mal… está plagado de sesgos que buscan diluir un problema socio-político a subrayar, en un «diálogo entre revolucionarios» -como refiriera Fernando Rojas- y tres tristes tigres antigubernamentales… uno puede estar encima, debajo, más a la izquierda, más a la derecha… uno puede situarse donde mejor le plazca, y en lo personal lo respeto, siempre que se encuentre en ese sitio porque lo cree mejor, y siempre que sea riguroso con su palabra -o de lo contrario que calle-… pero sesgar un análisis político deliberadamente por motivos ideológicos, eso es despreciable… muy bueno el artículo de Hilda Landrove

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