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Clayton Eshleman: “Comentarios a un taller de poesía”

Un buen poema es aquel que llena y revela su propio espacio contextual. Permite al lector entrar y pensar a favor o en contra de él, al mismo tiempo que protege su propia integridad.

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Presentación

Clayton Eshleman (1935-2021) fue poeta, traductor (entre otros de César Vallejo) y editor estadounidense, aunque estuvo involucrado en muchas otras áreas de la cultura. Por ejemplo, durante más de tres décadas estudió el arte rupestre de la Edad de Hielo del suroeste de Francia, y sus trabajos sobre pintura rupestre y la imaginación paleolítica son ampliamente reconocidos, a la vez que sus ensayos sobre poesía y su interés en la música, sobre todo en el jazz, ya que fue además un gran pianista. Obtuvo una licenciatura en Filosofía en 1958, en la Universidad de Indiana, aunque luego comenzó un posgrado en Literatura Inglesa. Sus libros de poesía incluyen entre muchos otros My Devotion (2004), An Alchemist with One Eye on Fire (2006), Reciprocal Distillations (2007), Anticline (2010) y An Anatomy of the Night (2011). En prosa, destacan los volúmenes Archaic Design (2007) y The Price of Experience (2013), aunque el libro recopilatorio The Grindstone of Rapport: A Clayton Eshleman Reader (2008) posee seiscientas páginas de poesía, prosa y traducciones hechas durante 45 años de escritura. El extenso trabajo de Eshleman ha sido galardonado con el National Book Award for Translation, dos veces obtuvo el premio Landon Translation de la Academy of American Poets, una beca Guggenheim en poesía, dos becas del National Endowment for the Arts y una residencia en el Rockefeller Study Center en Bellagio, Italia. El texto que hoy publicamos, que se encuentra en su libro de ensayos Companion Spider (2001), fue escrito originalmente para ser fotocopiado y entregado a los estudiantes en un taller de escritura creativa de nivel superior en la Universidad de Eastern Michigan. Posteriormente se publicó en la edición de febrero de 1994 de AWP Chronicle.

Comentarios a un taller de poesía

Muchos estudiantes de escritura creativa ponen demasiada energía en defender lo que escriben, formando una resistencia al cambio que ocurre cuando intentan escribir de una manera que depende del cambio como su principal característica.

Rimbaud nos dice que yo es otro. Con esto quiere decir que el yo que uno aporta inicialmente a la escritura de poesía es, en el mejor de los casos, una crisálida para incubar una imago, un yo imaginativamente maduro o monstruoso cuya vida está en el poema. Para lograr este segundo yo hay que traducir el primer yo, llevándolo del lenguaje de la experiencia y la memoria al lenguaje de la imaginación y la inspiración.

El poeta Rilke ha declarado que nadie debería emprender tal “traducción” a menos que esté dispuesto a reconocer que tendría que morir si se le negara la posibilidad de escribir. Después de hacer esta severa afirmación, Rilke suavizó un poco el asunto y agregó: “sobre todo: pregúntate en la hora más silenciosa de la noche: ¿debo escribir?”.

Rilke es extremo en este punto porque sabe que una respuesta poco entusiasta a tal llamado no lleva a ninguna parte. Algunos estudiantes pueden sentir que también soy demasiado duro con ellos, que critico lo que escriben. Mi respuesta es que estoy tratando de inculcarles un sentido de cuán duros deben volverse consigo mismos para poder traducir su yo dado en un yo creativo.

Sin embargo, estaría dispuesto a apartarme del mandato de Rilke y decir que un compromiso limitado tiene sus usos, y que trabajar en poemas puede hacer que uno sea un mejor lector, un mejor vidente, tal vez un mejor amante.

En ambos casos, es difícil avanzar sin imitar o traducir primero poemas de quienes parecen ser faros del arte.

Entonces hay que aprender a arrinconarse, en el proceso de ser duro consigo mismo, y a eliminar a los dos enemigos entrelazados del joven poeta.

El primera es la oscuridad y el segundo, lo contrario de la oscuridad, la obviedad. Como dos orillas enfrentadas de un río turbulento, estos dos enemigos atraen, como si ofrecieran refugio en la resaca.

La oscuridad es tentadora porque libera al escritor de la carga de hacer que lo que está escribiendo tenga sentido. El hecho de que uno sea oscuro es un intento de trasladar la carga al lector, de hacerle sentir que no encontrar significado en el poema es culpa suya, que hay algo paradójicamente significativo en la oscuridad. De la misma manera que la oscuridad enmarca lo obvio, la obviedad enmarca la oscuridad. Lo que es obvio acerca de la oscuridad es su incapacidad para articular un término medio, un lugar al que el lector tiene que llegar (no es obvio), y un lugar que contiene una recompensa (el significado) para aquellos que estén dispuestos a llegar. En palabras de Havelock Ellis:

Si el arte es expresión, la mera claridad no es nada. La extrema claridad de un artista puede deberse no a su maravilloso poder de iluminar los abismos de su alma, sino simplemente al hecho de que no hay abismos que iluminar.

La impresión que recibimos al entrar por primera vez en presencia de cualquier obra de arte suprema es oscuridad. Pero es una oscuridad como la de una catedral catalana que lentamente se vuelve más luminosa a medida que uno mira, hasta que se revela la sólida estructura debajo.

Poemas como “Bizancio” de Yeats, “Lachrymae Christi” de Hart Crane, “Mi vida detenida – un arma cargada” de Dickinson, “Elegías de Duino” de Rilke o “Trilce I” de César Vallejo, argumentan que, si el lector está dispuesto a ir 50 % del camino, el poema coincidirá con ese 50%. En el punto de fusión, nace un niño que es mitad poema, mitad aprehensión lectora.

Cuando Rilke escribe en el soneto “Torso arcaico de Apolo”, que “no hay lugar / que no te vea. Debes cambiar tu vida”, parece sugerir que uno debe transformarse a sí mismo o ser visto a través. No hay refugio ciego –uno se revela en cada punto–. Este torso de dios, en sí mismo fragmentario, se niega a permitir que Rilke se acomode a él. El torso insiste en que cambie su vida para poder percibirlo, que haga coincidir su cambio (desde un bloque de mármol) con el suyo propio. Las conmovedoras líneas de Rilke tienen un oscuro eco, unos cuarenta años más tarde, en las de Paul Celan:

Una vez, la muerte tenía afluencia,
te escondiste en mí.[1]

Se trata de un poema de dos líneas que lleva en un instante parecido a un haiku el Holocausto europeo y quizás la angustia de Celan por tener que convertir su corazón en una habitación, admitir a un ser querido y apreciar todo lo que era esta persona, incluida, por supuesto, su muerte.

Solo cuando uno se ha acorralado se puede encontrar un centro, un modo de ser en el poema que acepta los propios gestos y los nutre a cambio. Así que me apoyo en ti para ayudarte a apoyarte en ti mismo. Te empujo hacia atrás para que al ser empujado pueda sentir lo que en ti es empujable. Te resisto para ayudarte a sentir lo que tú mismo resistes en el acto de trabajar en un poema.

Puedes manejar esta presión de varias maneras. Puedes sentir que mi rol es principalmente confirmar lo que escribes para que no sientas que se deben realizar cambios profundos. Esta actitud evade el principio del taller que, a mi modo de ver, debería ser un lugar donde las construcciones se examinen, se desmonten, tal vez se destruyan, tal vez se vuelvan a montar, en ocasiones se perfeccionen.

También puedes escucharme y reflexionar sobre lo que digo, escudriñando mis comentarios: ¿son útiles? Refutarlos en voz alta para ti mismo si no lo son. ¿Adónde conducen? En cualquier caso, haga una lista de posibilidades. ¿Qué te hacen sentir sobre lo que sentiste cuando estabas trabajando en el poema? ¿Realmente has escrito lo que tenías en mente o lo has “poetizado”?

También puede tragarse mis sugerencias por completo, lo que probablemente no sea mucho mejor que rechazarlas por completo.

Cuando reescribo una de tus líneas, reescribe mi reescritura.

No hay forma de que el lector sepa lo que tienes en mente a menos que lo articules. Un buen poema, en este sentido, es aquel que llena y revela su propio espacio contextual. Permite al lector entrar y pensar a favor o en contra de él, al mismo tiempo que protege su propia integridad.

A menudo, un escritor inexperto se siente desconcertado por lo que tiene en mente. Escribe sobre algo que sucedió, atraído por ello, como una polilla, y antes de que pueda imaginarlo, soñarlo o reflexionar sobre ello en trance, es consumido por ello. La experiencia se sienta allí en la página, burlándose tanto del escritor como del lector, sellada sobre sí misma.

Acorralarse, enfrentarse a la opacidad, no pasar por encima o alrededor o por debajo, sino a través de ella. Van Gogh:

¿Qué es dibujar? ¿Cómo se aprende? Es trabajando a través de un muro de hierro invisible que parece interponerse entre lo que uno siente y lo que uno puede hacer. ¿Cómo va uno a atravesar esa pared, ya que golpearse contra ella no sirve de nada? Uno debe socavar el muro y perforarlo lenta y pacientemente, en mi opinión.

Mirar durante una hora una línea en una hoja en la máquina de escribir, darse cuenta de sus limitaciones (¿A quién suena? ¿Se ha pronunciado antes?). Hacer tales preguntas con un libro de un poeta admirado que está abierto al lado. Hablar con uno mismo mientras Wallace Stevens escucha.

Idealmente, usted no necesita un taller o, debería decir, puede comenzar y administrar el suyo propio, con y por sí mismo. Pero como estadounidense, es comprensible que encuentres casi patológica la soledad de un Rilke o un Cézanne: somos tan gregarios, recipientes tan agujereados.

Ahí es cuando me conoces, o a alguien como yo, a diferencia de la mayoría de tus profesores, alguien que practica lo que está en juego en lugar de quedarse fuera y escribir sobre ello. Los que somos escritores y también enseñamos somos como cerdos en un concurso de jueces. Somos ejemplos vivos –no siempre satisfactorios– de lo que se inspecciona. También estamos agobiados, como no lo están los eruditos, por nuestro deseo de ser, como escritores, iguales a lo que estamos enseñando. Y si bien podemos aportar un nivel visceral de experiencia creativa al taller, en diversos grados somos víctimas de nuestros propios puntos de vista probados.

No creo que nunca deje mi poesía. Puedo caminar por el campus para estar contigo y tus intentos en poesía, pero de alguna manera siempre estoy trabajando con la última cosa inacabada, cuando cocino, cuando sueño, incluso cuando duermo sin sueños, el material se filtra en el abismo no rellenable llamado mi vida. Mientras me resisto a aceptar tu escritura como es, a querer que sea más, a querer que tú quieras más de ella, un proceso similar –más desgastado y lejano desde el nacimiento que el tuyo– gira como una mezcladora de cemento en mí, plegando y replegando el peso y la oscuridad del ser. Si podemos entender cómo estos procesos se superponen y se complementan entre sí, tal vez nuestro tiempo juntos no se desperdicie.

1993


Notas:

[1] Traducción de José Luis Reina Palazón tomada del libro Obras completas, de Paul Celan. Editorial Trotta, 2013) (nota del traductor).

RAMÓN HONDAL
RAMÓN HONDAL
Ramón Hondal (La Habana, 1974). Poeta y editor. El cuaderno Diálogos le valió en 2013 el Premio Luis Rogelio Nogueras de la Editorial Extramuros. Preparó y prologó la recién publicada edición habanera de Ferdydurke. Es el editor principal del proyecto editorial Torre de Letras.

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Comentarios

1 comentario

  1. Gratitud a Ramón Hondal por traducir este texto de Clayton Eshleman, de tan sabias sugerencias. La cita de Havelock Ellis parece escrita ahora mismo para muchos conocidos y reconocidos: «… La extrema claridad de un artista puede deberse no a su maravilloso poder de iluminar los abismos de su alma, sino simplemente al hecho de que no hay abismos que iluminar.»

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