César Vallejo

Y ¿por qué el suicidio? ¿Es a causa de las deudas? Sí, y sin embargo, las deudas se pueden superar… En cuanto al tutor judicial, sólo una palabra: hoy sé del inmenso valor del dinero y comprendo la trascendencia de todo lo que se relaciona con él.
Charles Baudelaire a su madre (6 de junio de 1861)

Considerando, sin embargo, que mi tremenda miseria me obliga a aceptar las humillaciones, he escrito algunas cartas. Ciertas respuestas, que conservo cuidadosamente para publicarlas con otros testimonios en mi futuro libro sobre el Dinero, me parecen desde el punto de vista de la infamia burguesa, poco inferiores a los mejores cantos de la Ilíada.
Léon Bloy a un amigo (6 de enero de 1900)

la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre.
César Vallejo, Poemas humanos

En la irrefutable contigüidad que se establece a partir de la modernidad entre el poeta y el dinero, puede leerse el valor económico que se impone con la severidad de una ley. Algo ha cambiado en la esfera del arte desde el momento en que esa ley se llama mercado. El poeta lo rechaza, pero al mismo tiempo parece no tener más remedio que optar por sus reglas y someterse al ritmo venal de la oferta y la demanda, escandido ahora en una subjetividad que oscila dramáticamente entre el repudio y la aceptación. Tanto Baudelaire en los umbrales como César Vallejo en plena época de la posguerra, establecen una relación con el dinero que es capital en función de la poesía por cuanto el capital poético se vuelve contra el capital(ismo) económico. Son los poetas fuertes que se convierten en los padres modernos de la poesía de sus lenguas y utilizan el espacio privado de la escritura epistolar para lanzar sus furibundos ataques contra la mercantilización no sólo del arte sino también de la vida. Pero no practican este ataque sólo en la intimidad de la carta, también lo hacen en otra intimidad, la de la lírica, un interieur distinto y ya no tan distinguido como ocurría hasta un pasado bastante próximo a sus obras. El decisivo poema “Perte d’aureole” atañe a esta interioridad de la poesía que se aleja de la ley del género: el poeta es un hombre común, de carne y hueso, que visita los lugares non sanctos de la ciudad y, por tanto, el lugar íntimo del poema no es más el sitio áureo de una subjetividad que idealiza previamente la figura del poeta. Ahora, que los tiempos han cambiado, el poeta perdió el aura tan sólo por el hecho de cruzar una calle. Y los resabios petrarquistas del género lírico sólo habrán de aparecer cuando se trate de una función imbuida de negatividad o de un efecto antidiscursivo como el modo de transgredir lo sublime de la poesía. Por eso, el poema y la carta presentan sus intimidades del yo de un modo diferente ya que, singularidad aparte, difieren en el reconocimiento de la experiencia vivida: la carta de Vallejo, frente a la precariedad económica y pese al modo como la ficción se cuela en la escritura, la trata, la dramatiza –y para ser justos también la desdramatiza–, mientras que el poema es una usina de permanente transformación, ya que sus enunciados líricos son enunciados de realidad en el sentido en que lo plantea Käte Hamburger: no se trata del objeto de la experiencia sino la experiencia del objeto. Una inversión que hace toda la diferencia en tanto género lírico: la imposibilidad de que la subjetividad sea eliminada y el hecho de que todo enunciado lírico erradica la ficción.

Sin embargo, como intimidades, del yo de la carta y el yo del poema se entrecruzan, no tanto sólo para coincidir o identificarse sino, más bien, para aprovechar el cúmulo de las experiencias que, como estrategias de la enunciación, se vuelven suplementarios el yo epistolar y el yo de la poesía e intentan articular las imágenes fragmentarias de un sujeto sólo imaginariamente reconstruible. En los epistolarios de los poetas modernos parece que estos no pueden desligarse del factor-dinero, tal como nos lo demuestran los que escribieron Baudelaire y Vallejo, aun cuando sean diversas las razones que motivan la presencia constante de la mercancía de las mercancías y la fase del capitalismo. Por su lado, la carta de Léon Bloy, contemporáneo de ambos poetas, que usamos de epígrafe y otras que pertenecen a su epistolario, son desoladoras en un punto. Y la desolación del sujeto que vive en las grandes ciudades no obtiene a cambio ninguna consolación que no sea el vil metal. Desolatio, consolatio: ambas signadas o, mejor: resignadas al dinero que siempre falta. Roland Barthes ha escrito uno de los ensayos más penetrantes sobre el autor de La mujer pobre y, como suele ocurrir, condensa su pensamiento en una frase, en un abigarrado núcleo de ideas, que necesita ser desplegado para reconocer en él toda la potencialidad: “Para Léon Bloy el dinero ha sido la gran única idea de toda su obra”. La carta de Léon Bloy dirigida a un amigo en enero de 1900 desde la ciudad protestante de Kolding en Dinamarca, reúne todas las instancias desgraciadas que afectan a los artistas en el capitalismo y que, de alguna manera, se hallan indisolublemente unidas entre sí, como si estuviese cada una concatenada a la otra: la falta de dinero como la experiencia dostoievskiana de “ofendidos y humillados”; su presencia constante como el gran único tema o motivo de la literatura o la poesía; la ponderación de la burguesía, siempre desde la negatividad; o el cauce del capitalismo como economía dineraria. Recordamos este fragmento epistolar de Bloy porque nos parece la condensación del capitalismo tal como lo vivió Vallejo desde el inicio de sus trabajos en el Perú hasta su situación en Europa. El dinero resulta una comparecencia permanente que compele al sujeto a la posición de reo, de alguien en falta, además de ser un sujeto de la falta. Como poetas católicos, tanto Baudelaire como Vallejo ligan el dinero al pecado original y el sentimiento de culpa se liga a la deuda; en un paisaje parecido a lo que Kafka llamó “el proceso”, la situación del sujeto es siempre la del acorralado por los acreedores, esos personajes que persiguen al deudor, queriendo obtener el cobro pero en el mundo pedestre de lo real y no tanto en el mundo penitente de la conciencia. Vallejo tendrá que apelar a diversos ardides para burlar la custodia panóptica de los conserjes si quiere huir del hotel que no puede pagar.

Los poetas modernos que no tienen dinero se vuelven sujetos insolventes y mendigos de sus amigos. Desde cierta perspectiva, la lucidez de Léon Bloy es espeluznante: en la cita-epígrafe queda claro que la humillación de que es objeto por carecer del dinero que necesita, le hace escribir cartas. No hay otro recurso cuando se es pobre y se está bajo las garras del capitalismo que dirigirse a los amigos para obtener la moneda que pueda resolver la situación. En la modernidad del capitalismo hay que leer la escritura epistolar también como la escritura-salvoconducto: cada carta se juega la última carta, esa que te salva o te hunde para siempre. Se trata de la carta como la letra de cambio y no sólo como el intercambio personal de esa comunicación a dúo. Letra de cambio que liga la lettre (carta) con el dinero. Ante el callejón sin salida de la pobreza extrema, la escritura de una carta puede advenir como otro equivalente general. La aporía en la que se halla el sujeto pobre en la economía capitalista convierte la carta en la posibilidad de un crédito a corto o mediano plazo. O de un rescate financiero, siempre provisorio. En este aspecto, la formación católica de Vallejo provee al dinero de un sentido providencial, auténtico escándalo para el capitalismo canjear deuda económica por el plan divino, una intangibilidad que necesita de la fe, es decir, del crédito y que el evangelio imagina bajo la imagen de la añadidura y promete como cierto si se busca el reino de dios y su justicia.

Por lo tanto, las cartas tienen el poder de ser escritas para obtener a cambio el dinero que se necesita: ¿Y los poemas?

¿Cómo pueden obtener dinero con la poesía los poetas como Vallejo que viven en la precariedad? ¿La poesía da dinero? Hans Magnus Enzensberger (1999) dice que es el único género que refracta el valor dinero porque no entra en el mercado. Los poetas y el dinero condensan una escena moderna que va más allá de la bohemia y el dandismo porque se trata de una relación que puede llegar a tener un matiz trágico: la poesía no obtiene dinero pero puede hablar de él, puede incluirlo en el poema temática o retóricamente, someterlo a la ironía, ejercitar su vida de paradoja, execrar su existencia de metal, practicar la burla contra su poder, canjear drama personal e íntimo por una experiencia conmiserativa, hacer de la falta de dinero una escena de ternura dedicada al prójimo. Y todo eso y mucho más hace Vallejo con la carencia económica.

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Es casi una obviedad acentuar el valor que adquieren, a partir de la modernidad capitalista, los epistolarios de los poetas, sobre todo cuando estos son pobres. ¿Puede pensarse que la poesía necesita del epistolario para encontrar la consistencia corroborable de la experiencia que el poema pierde para poder escribirse (inscribirse) como poema o como espacio imaginario? Hay un exceso, y no nos estamos refiriendo a la plusvalía sino a las energías puestas en un trabajo cuyo rédito no es un medio sino un fin en sí mismo. Es el valor de la poesía, la enorme potencia que se genera en el interior de la lengua a través de un trabajo sólo remunerado por el talento de la creación. Si la escritura epistolar de los poetas en la modernidad es intervenida por una fuerza que busca resistir el capitalismo sólo con la palabra como valor de cambio, la poesía en esa pelea parece asumir el rol de David frente a Goliat. Lo sabemos: “las tretas del débil” no siempre encuentran la derrota, como Josefina Ludmer leyó en las artimañas un poco picarescas –después de todo Juan de Asbaje era una criolla y como toda criolla una pícara– en el modo artero de explotar el recurso de la falsa modestia. A Vallejo, tres siglos después, las tretas del pícaro no pueden ser leídas por fuera del capitalismo. De allí que el capital simbólico de la lengua poética emerja frecuentemente a través de la ironía, como procedimiento y como gesto típicamente moderno, que pone de manifiesto la conciencia crítica del sujeto. Como recurso, la ironía se dispone a no abandonar ni por un instante la pelea verbal que entabla entre lo que dice y lo que piensa, puesto que con tal de expresarlo todo y sabiendo de antemano que le será imposible, se alía a veces con el sarcasmo, el cinismo y hasta la parodia y, otras, cae rendido al fascinante juego de las palabras, que es la única materia prima con la que cuenta para mostrar las ideas que anidan en el fondo del pensamiento, al que intenta figurar. Los poetas hacen figurar el pensamiento, por medio de los recursos retóricos y entonces como le pasa a Vallejo a falta de recursos económicos, buenos son los recursos retóricos, aun cuando el peruano, en cuestiones de poética, tuviera cierto recelo contra la retórica.

La referencia al/del dinero y todas sus inflexiones en el epistolario de Vallejo (el pedido de dinero, las deudas contraídas, las necesidades originadas por su falta, el trabajo impago, el peso de los acreedores, la especulación acerca del dinero, los efectos negativos del papel moneda, la discusión acerca de la polaridad entre riqueza y pobreza, los estragos de una economía capitalista injusta y execrable tal la calificación acuñada por Vallejo) resumen todas las escenas de las cartas y al mismo tiempo complementan desde otra escritura del yo lo que el yo lírico necesariamente recrea en el espacio íntimo del poema. La experiencia de desgarro que leemos en la poesía establece vasos comunicantes con el epistolario: en ambas intimidades la presencia del dinero se trueca siempre en ausencia y desde allí acicatea la precariedad, la vacancia, la carencia, el vacío, pero mientras la carta muestra la desnudez de su falta, el poema le opone un sublime, un gesto conmiserativo, incluso autoconmiserativo, porque Vallejo entiende la poesía como un espacio contracapitalista, un fiel reaseguro ante tanta adversidad. Por eso, y más allá de la derrideana loi du genre, la falta de dinero en la poesía convierte al sujeto en un sujeto de la falta, un sujeto en falta, que es la versión de otro tipo de orfandad que los años europeos radicaliza a límites insoportables. La “orfandad de orfandades”, del poema en prosa de Trilce, en la etapa postrílcica, se vuelve la traducción de una economía que agudiza cada vez más su bancarrota, una auténtica declaración de quiebra económica. Si en el epistolario, entre la deuda económica y el sentimiento de pecado, la falta se materializa en el dinero y se espiritualiza en los acreedores que no son personajes anónimos y remotos sino sus propios amigos, aquellos que forman parte del círculo fiduciario del afecto, en la poesía la deuda vuelve al sujeto un prójimo del prójimo, uno que se autonomina “camarada” pero que, pase lo que pase, está siempre a disposición del otro que se llama prójimo, como leemos en “Otro foco de calma, camarada”.

El epistolario también, como la poesía, le ofrece batalla al capitalismo: el dinero se vuelve providencial y entonces la buena nueva del evangelio se hace realidad para derrotar al capitalismo o bien graciosa, picaresca, irónicamente deviene “cariñoso préstamo” como puro ardid, pura artimaña que busca un rédito a toda costa, como si la amistad pudiera desagiar el valor contante y sonante del dinero y hacer evaporar el quantum de su valor para transformarlo en otra cosa que ya no circula en el mercado, ni es valor de cambio ni siquiera valor de uso. Su valor es, en todo caso, un invalorable, un exceso del dinero que ya no es dinero, una sustancia excrecente que encarna una utopía que no se disipa ni se diluye nunca porque su espíritu supera la vileza del metal.

El poeta no quisiera pagar sus deudas con la obra de arte, no quisiera que el precio fuera la pérdida del aura, no quisiera desprenderse de la dimensión espiritual de sus obras y que estas, finalmente, se comporten como el dinero, es decir, como el equivalente general de todas las mercancías. De hecho, lo que está en juego en el dinero como verdadera amenaza de la sociedad capitalista no es otra cosa que la dignidad del escritor. Lo que Benjamin escribió sobre Baudelaire vale también para Vallejo y la experiencia latinoamericana: “Baudelaire estaba obligado a reclamar la dignidad del poeta en una sociedad que no tenía nada que otorgar”. En este aspecto, el dandismo, asociado a la revolución industrial de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, puede ser una de las coartadas posibles para el poeta quien, confiscada el aura de sus obras por el mercado, intenta reponer a aquella a través de una aristocracia espiritual.

Sueño y dinero mantendrán, en toda la obra de Vallejo, una tensión, enmarcada siempre bajo el presupuesto de entender que la pobreza –en la línea de pensamiento de Léon Bloy– consiste en definir la falta de dinero como la auténtica causa de la pobreza y a esta como una experiencia involuntaria, no deseada. Las afinidades entre Bloy y Vallejo están a la vista en la poesía e incluso en la crónica donde este último escribe sobre el primero, que consideramos paradigmática de entre sus autofiguraciones de artista. Basta el título de esa crónica para darse cuenta hasta qué punto Léon Bloy es una suerte de autorretrato de Vallejo: “De la dignidad del escritor. La miseria de Léon Bloy”.

El conflicto que se produce entre la miseria y la dignidad del escritor representa el meollo del sistema capitalista: en él el poeta vivirá una lucha continua, a tal punto que se vuelven de alguna manera especulador no del dinero como los especuladores bursátiles sino del valor antihumano que el dinero adquiere. Si para Baudelaire el dinero es una “trascendencia” y para Bloy un “misterio” casi sagrado, para Vallejo tan próximo al uno como al otro es la sustanciación de la “paradoja” más relevante de su escritura poética enunciada como “la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre”. Corrosiva ironía moderna, si las hay, la cual se desliza hacia el subrepticio desfiladero que implica la autoironización de sí y hacer del propio yo el objeto de la ironía. Hay una familiaridad indiscutible entre concebir el dinero como Trascendencia, Misterio o Paradoja. Pero, sobre todo, es una familiaridad relativa al lenguaje como derroche al que acuden como refugio de una economía injusta los poetas pobres o empobrecidos tal como ellos tres lo fueron efectivamente; y, si Bloy no lo fue en sentido estricto, podríamos considerarlo como tal, ya que me atrevería a llamarlo “el poeta del improperio”, esa forma poética medieval de extremar la agudeza hasta lo políticamente incorrecto, hasta la transgresión que colinda con la invectiva como el único camino posible para alcanzar al menos la justicia poética. Los poetas pobres acuden al lenguaje dispendioso, puro oro en polvo, una coartada hecha con palabras como si ellas –como si el poder que acumulan– pudieran contrarrestar el efecto negativo del dinero e impedir su sublimación.

Las escrituras de Vallejo son múltiples: poemas, cuentos, novelas, nouvelles, traducciones, piezas teatrales, ensayos, tesis, reportajes, carnés, artículos, cartas, postales, misivas. De todas ellas el epistolario no repara en absoluto en enumerar el catálogo de las miserias y las faltas. Es un modo de poner en escena la pobreza y articular las artimañas, entre la picaresca y la ironía, aunque el ejercicio de esta última lo resguarda al sujeto del riesgo siempre presente del patetismo. En la crónica, en cambio, como perspicazmente plantea Guido Podestá, “el pícaro está bajo control”. Casi nada transfiere Vallejo a la crónica de lo que es su vida precaria, salvo si practicamos –como haremos a partir de las huellas legatarias de los poetas que lo antecedieron, como Rubén Darío que siempre está presente en la memoria poética del peruano– una lectura oblicua y al sesgo de esos textos cuya función más urgente es el pro pane lucrando: así las figuras de Chaplin y Léon Bloy, entre otras tantas, remiten “indirectamente” a Vallejo mismo. Habría que decir que la imagen del pícaro del epistolario aparece como una versión de “los infortunios y las adversidades” del escritor pobre que pone en jaque el ethos y el pathos: al primero porque la moral del sujeto es dudosa y al segundo porque las situaciones a las que se enfrenta intentan producir un efecto en el destinatario para que le quede claro que la situación es extrema. Si en la crónica el control del pícaro se supedita a las leyes del género, son estas precisamente las que, en las escrituras del yo, como la epistolar, suscitan las prerrogativas para que otro género, como la picaresca,[1] le otorgue una imaginativa pregnancia para una serie de experiencias que no pueden ser dichas (narradas) sin apelar a ese modelo literario que tiene su anclaje en la perspectiva autobiográfica, donde la carta se inserta.

Mientras la carta que circula sólo en el ámbito privado y afectivo no ahorra ningún tipo de escena indigente cuyo centro de gravitación es el pedido de dinero, la escritura de la crónica se realiza con el fin de ganar dinero. Desde esta perspectiva, en la esfera privada de la carta el dinero es un préstamo con promesa de devolución una vez sea obtenido del fruto del trabajo y en la esfera pública de la crónica equivale a un sueldo asalariado, a la moneda contante y sonante. Sin embargo, la devolución del préstamo se disipa ante la dura realidad de los límites económicos y a veces el importe de su trabajo periodístico tarda y algunas otras es birlado por esos lúgubres personajes de la burocracia que nunca faltan en los departamentos contables para que el dinero nunca llegue a los bolsillos de Vallejo. En esta polarización de la escritura, el dinero es una presencia permanente, de allí que las crónicas, pese a transcribir bastante poco de la vida privada, aborden la cuestión de dinero de modo directo o deducible de los análisis que tienen como centro de atención las reflexiones sobre los estragos de la economía capitalista. Es decir: el dinero de la crónica se vuelve la crónica del dinero en la contemporaneidad que Vallejo lee oblicuamente en las figuras de Léon Bloy y Carlitos Chaplin. Del dinero de la crónica a la crónica del dinero, lo ganado –y mal, porque a veces resulta trabajo impago– deviene lo perdido: son ni más ni menos las micronarrativas de lo deficitario que el sujeto que escribe estas cartas somete al recurso de la ironía para mostrar y, al mismo tiempo, contrarrestar, como un movimiento de alternancia entre pathos y ethos, la dramatización de la situación como una posibilidad de poner al abrigo la dignidad del escritor que Vallejo lee en la figura de Léon Bloy.

Las cuatro capitales de la biografía de Vallejo emergen de un modo tal en la obra poética que reorganizan un recorrido, un discurso: Lima, la capital de la nación; París, la capital de la cultura moderna; Moscú, la capital de la revolución social y España como capital de una lucha antifascista. Más allá de las huellas de estas capitales, importan las huellas que dejan en la poesía: son todas grandes ciudades, lo que Simmel define como Grosstädte, sedes por antonomasia del dinero. Es, desde esta perspectiva, que la experiencia de Shockerlebnis sucede ya en la ciudad de Lima. Después, cuando Vallejo se vuelva el habitante de las metrópolis más importantes de la Europa de entreguerras, no hará más que intensificar esa vivencia de choque urbano percibida y alucinada en Lima, a juzgar por lo que escribe en Trilce, el poemario de 1922 que sella esa experiencia como una tensión entre el nuevo espacio urbano al que se enfrenta y el territorio natal andino que deja para siempre en la sierra peruana.

Nos pareció pertinente la confrontación entre las textualidades de la carta y la de la crónica en la medida en que disciernen nítidamente la esfera privada y la esfera pública, la escritura del interior de una vida y la del ágora de acontecimientos que determinan el umbral de época desde donde necesariamente escribe César Vallejo. La crónica le permite ganar dinero y también algo más: encontrar la coartada de dedicarse a su propia obra, una suerte de hábil artimaña para el poeta pobre: entre el arte y la maña, entre un lugar de artista que César Vallejo percibe siempre como inestable –sobre todo en Europa y más todavía durante los últimos años de la década del treinta– y las tretas a las que acude para ganarse no sólo el dinero sino un espacio que, desde el interior de la escritura, permita el desarrollo de reflexiones sobre su obra. Y aquí otro movimiento oblicuo: reflexionar sobre la suya propia en el análisis del arte de las obras de otros autores. La carencia se capitaliza: al no tener tiempo libre para su obra, debe buscarlo entre los intersticios que le ofrece la escritura de la crónica. Es el arte del usufructo: una suerte de “de paso, cañazo” de la oportunidad, un kairós interesado en recoger provecho propio que lo lleva nuevamente a las costas de la picaresca, al menos como las astucias que saca del defecto, virtud. El archivo de los textos meta y/o autorreflexivos de Vallejo hay que buscarlos en sus crónicas y descubrirlos (capturarlos) en medio de la diversidad temática que producen –aunque leídas en profundidad ese espectro temático se restringe, como bien analizan Enrique Ballón Aguirre y Jorge Puccinelli con diferentes enfoques teórico-críticos– y también en los carnés, en los escritos de teoría teatral y en los ensayos político-ideológicos sobre las relaciones del arte y la revolución. La crónica como escritura asalariada pone de manifiesto, sin lugar a duda, la contigüidad entre escritura y dinero, una relación que habilita la profesionalización del escritor en su conquista por la autonomía de su arte y, en consecuencia, la posibilidad de vivir de su trabajo. Mientras la prensa periódica establece cierta estabilidad a través del trabajo por encargo, las escrituras privadas pueden mostrar, por el contrario, la inestabilidad de las discontinuidades de un salario que a veces, como le ocurre a Vallejo, no se concreta y, entonces, el dinero que es el motor del capitalismo adquiere signos contrarios puesto que es la encarnación de las contradicciones de una economía asimétrica e injusta.

Contra el perjuicio que cae sobre su figura de poeta que es como Vallejo se percibía a sí mismo, contra la postura de muchos críticos que sostienen obstinados en poner en relación de parigualdad al cronista y al poeta, amparados por un lado en la producción periodística profusa durante los años en Perú y sobre todo en Europa; y por el otro en la escasa publicación de poesía después de Trilce, como si esta decisión pudiera desvincularlo de manera automática de la poesía y como si no bastara el tenor y la consistencia de los libros de poesía que escribió, los dos que publicó en vida y los dos (o tres) que resultaron póstumos. Si en el largo trecho de dieciséis años que va de Trilce a Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz es evidente que la publicación escasea, de allí no se infiere en absoluto que a Vallejo deja de preocuparle la creación lírica, sobre todo si, como leemos en la carta a Luis Alberto Sánchez de agosto de 1927, el fundamento que sostiene a aquella es nada menos que la premisa de “no publicar nada mientras ello no obedezca a una entrañable necesidad mía, tan entrañable como extraliteraria”, una suerte de kategorisches Imperativ de la creación lírica que solamente puede ser guiada por la “conciencia estética”. Este patrón riguroso que desalienta cualquier tentativa de incumplir con el principio de severidad y disciplina autoimpuestas es una de las razones de peso que Vallejo lleva adelante con respecto a la decisión de hacer públicos sus poemas. Una decisión que se mantiene, hasta cierto punto, inquebrantable, a juzgar por el hecho de que efectivamente no dio a la publicidad sino más bien pocos textos en ese largo período. Y se sabe que la elaboración de la poesía como muestra fehaciente de su existencia no coincide ni con la instancia de su publicación ni tampoco con el acto de la escritura misma. Como lo dice el memorable verso de Vallejo “Solía escribir con su dedo grande en el aire”, dedicado a un miliciano caído durante la Guerra Civil española, a la que le pone un nombre: Pedro Rojas; así también la poesía no se escribe sino en esa superficie mental que prevalece mnemotécnicamente contra toda adversidad temporal, una criatura a la espera del momento propicio para advenir en la lengua.


* Este fragmento pertenece al ensayo Vallejo y el dinero. Formas de la subjetividad en la poesía, de Enrique Foffani, Cátedra Vallejo, Lima, 2018, 414 pp.

Notas:

[1] Guido Podestá sostiene que “Vallejo engaña y corrompe como cualquier otro ser humano podría haberlo hecho en iguales circunstancias, en una medida que incluso es poco aceptable para él mismo”. Se refiere, según su expresión, al affaire Leguía, esto es, al hecho de escribir crónicas por compromiso. Y también al hecho de falsificar cartas o inventar situaciones “muy parecidas a la de aquellos estibadores que ceden su puesto de trabajo a otros, a condición de que éstos últimos le den al titular la mitad del sueldo”. Es evidente que en muchas de las cartas vallejianas se observan el ribete picaresco de la situación de indigencia económica y por esta razón, somos conscientes de riesgo de literaturizar las condiciones materiales de la situación de Vallejo, esto es, sólo leerlas desde la ficcionalidad que se genera en la escritura epistolar. Por tanto, la sostenida voluntad por examinar en las cartas la relación entre subjetividad y dinero responde a no olvidar lo que el género epistolar como otra forma de las escrituras del yo ofrece: los modos de objetivar la experiencia vivida por el sujeto que escribe.

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ENRIQUE FOFFANI
Enrique Foffani. Profesor, investigador y ensayista argentino. Es profesor de literatura latinoamericana contemporánea en la Universidad Nacional de La Plata y la Universidad de Buenos Aires, e investigador del Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, adscrito al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina. Es director de Katatay. Revista crítica de literatura latinoamericana, y autor de los volúmenes La protesta de los cisnes. Sobre Cantos de vida y esperanza de Rubén Darío (2007), Grabar lo que se desvanece: ensayos sobre literatura hispanoamericana (2010), Controversias de lo moderno: la secularización en la historia cultural latinoamericana (2010), Onetti fuera de sí (2013, en coedición con Teresa Basile) y Vallejo y el dinero: formas de la subjetividad en la poesía (2018).

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