Todo empezó con un rumor. El rumor, con el tiempo, se convirtió en una anécdota común en las sobremesas de una ciudad chilena llamada Iquique, ubicada entre dos inmensidades: por un lado, el océano Pacifico y la perenne amenaza de que un día un tsunami barrerá toda la costa, y por otro, el angosto desierto.
La historia en cuestión es esta: en 1971, Raúl Choque, un chileno con extraordinarias habilidades para el buceo, ganó el campeonato mundial de caza submarina, que ese año se celebró en Iquique. De Choque se dice que fue el primero –o de los primeros– en saber de los desaparecidos de la dictadura de Pinochet. Cuentan que ocurrió cierto día que, en las profundidades del mar que tan bien conocía, encontró varios cadáveres.
Nadie sabe si Choque realmente encontró estos cuerpos, pues el excampeón mismo ha preferido guardar silencio cada vez que le preguntan. Quien sí lo hizo fue Chungungo, protagonista de Tierra de campeones (Random House, 2023), la extraordinaria tercera novela del escritor y periodista chileno Diego Zúñiga (Iquique, 1987).
Con una prosa fluida y de la mano de un narrador cuya elección es tan arriesgada como certera, la novela sigue la vida de Chungungo Martínez hasta ese terrible momento al que está destinado. El contexto político del triunfo de la Unidad Popular gravita todo el tiempo alrededor de la novela y, por supuesto, la inevitable llegada del golpe de Estado. Mientras tanto, vemos al protagonista crecer y desarrollar su talento sobrehumano a la vez que se integra a una precaria comunidad que vive de la pesca submarina alrededor de una caleta.
Cuando publicó su primer libro, Camanchaca (Random House, 2012), Diego Zúñiga prometía convertirse en una de las voces más potentes de la literatura latinoamericana actual. Once años después, tras la publicación Tierra de campeones (Random House, 2023), no cabe duda de que los augurios resultaron ciertos.
Pasaron casi nueve años entre la publicación de Racimo (Random House, 2015), tu segunda novela, y Tierra de campeones. Es un tiempo considerable de acuerdo con el ritmo de publicación actual de muchos escritores. ¿Qué sucedió en ese periodo? ¿Estuviste muy concentrado en el trabajo de pulir la escritura, aparecieron otras cosas en el camino, dejaste reposar la novela por un tiempo…?
Nueve años atrás yo tenía 26 o 27 años. Y Camanchaca lo publiqué con 21 o 22 años. Ahora lo pienso en retrospectiva, pero hay algo que el género de la novela necesita, algo que inevitablemente la sostiene: la experiencia. Con Camanchaca la tenía porque lo que está plasmado ahí es la experiencia de la infancia. Cuando escribí esa primera novela estaba muy interesado en la escritura autobiográfica. Había leído mucha, incluso antes de que se pusiera de moda. Por tanto, lo que hice estaba sostenido en experiencias personales. Con Racimo, sin embargo, lo que hice fue probar con un personaje que no tuviera nada que ver conmigo y que fuera mayor que yo, por lo que fue una suerte de experimento o desafío.
Por otro lado, la historia de Tierra de campeones ya me la sabía; es decir, sabía la anécdota que la impulsó, que es el mito de Raúl Choque. Ese mito lo escuché de niño, en las sobremesas de la casa, porque todos lo conocen en Iquique. No es nada nuevo. Pero sentía que la escritura debía sostenerse en algo más que la experiencia vital autobiográfica, y me refiero a la experiencia de vida. En ese momento, a los 26 o 27 años, no me sentía preparado.
También estaba el tema de qué hacer con esa anécdota, porque es demasiado extraordinaria. De hecho, cuando yo contaba que estaba escribiendo la historia de un campeón mundial de caza submarina que fue uno de los primeros que vio desaparecidos cuando el golpe, la gente, inmediatamente, prestaba mucha atención. Decían: “¡Waooo, en serio!” Después me preguntaban si ese tipo está vivo y les contestaba que sí. “Ah, pero lo vas a entrevistar”, suponían, y entonces yo me entrampaba y respondía que no.
¿En alguna entrevista le han preguntado a Choque sobre esta especie de mito?
Sí, los periodistas lo han hecho. Y hay amigos y gente que lo conoce que cuentan que cuando se trata este tema él reacciona como si no hubiera pasado. Y es muy fascinante también ese silencio.
¿Y lo entrevistaste?
Obviamente, por mi formación de periodista me interesa mucho la realidad y ciertos métodos de lo documental. Pero no lo entrevisté al final. Sí estuve mucho tiempo detenido en eso, pensando en qué haría con su historia. Hasta que un día se me aparece la imagen de un niño en el río, que es el comienzo de la novela.
Ese comienzo, de hecho, lo publiqué ya, creo que en 2017, en una antología de Bogotá 39. Y fue muy importante después para empezar a trabajar la novela. Ese personaje que estaba ahí, ese niño, no tenía nada que ver con la persona real que había sido el impulso de la historia. Pero cuando logré darme cuenta de eso, de la separación, de la autonomía de mi personaje, dije: ya, este es. No voy a hablar de Raúl Choque, no en esta novela. Mi historia es la de Chungungo Martínez. Sigámoslo.
Lo otro fue la aparición de la caleta. En principio, había puesto a Chungungo en el desierto, pero tenía que llevarlo al mar. No sabía cómo hacerlo. Pronto empezaron a aparecer su familia, los problemas, estos amigos y, algo que es clave, el narrador. Porque yo no sabía quién iba a contar esa historia.
No es nada común encontrar un narrador como el de Tierra de campeones. De hecho, es una apuesta arriesgada sostener un narrador así, al menos en cuanto a su credibilidad. Sin embargo, funciona a la perfección. ¿Por qué te decidiste a usar un narrador como este?
Escribir tiene que ver un poco con lo de la experiencia que mencionaba. Pero también con lo que te pida el libro, y este me pedía aguantar. En ese sentido, lo del narrador fue una obsesión que surgió en estos años y en la que pensé mucho.
El que cuenta la historia siempre va a determinar en gran medida qué vamos a ver de esa historia. Y el de Tierra de campeones me vino de la relectura de Onetti, que maneja a los narradores de manera brutal. En los talleres que doy trato de dar a leer en algún momento Los adioses, que es una clase magistral en este aspecto porque, básicamente, es una historia contada por un sujeto que “no tiene que contarla”.
Está esta idea de que el relato pertenece a quien mejor lo conoce. Incluso con los amigos es así: lo cuenta el que lo vivió. Pero ¿y si lo cuenta quien no lo vivió? Obviamente, un narrador así tiene muchos problemas que resolver. En Los adioses, por ejemplo, es un almacenero quien narra la historia de un tipo que llega al sanatorio del pueblo. El almacenero no tiene acceso a la vida de este sujeto, pero los enfermeros le cuentan y él, a partir de eso y de lo que va imaginando, arma un relato. Y para mí eso es la escritura. No es necesario haber vivido algo para poder contarlo con intensidad, con matices, con gracia.
El narrador de Tierra de campeones conocía al protagonista de niño, por lo que pudo contar esta etapa con dominio. Y aunque hay un momento en que le pierde la pista, igual mantiene el recuerdo de un hermano. Este narrador me iba a poner límites por no estar en el resto de la historia. Pero cuando uno vive con alguien algo importante y sabe quién es esa persona, puede inventar un poco. Además, el narrador está obsesionado con su amigo porque la historia de Chungungo es un poco la historia de todos esos niños que competían en el río, la de los que nacen destinados a no hacer nada. ¡Y, de pronto, Chungungo se vuelve campeón mundial!
Pero es curioso que el narrador incluso declare que a partir de cierto momento se lo va a inventar todo.
En algunos borradores llegué a hacer marcas de cómo él iba investigando o planteando un poco la forma que tenía de saber estas cosas de su amigo de la infancia, pero las borré casi todas. Entonces me pregunté hasta dónde podía contar la historia desde alguien que lo imagina todo. Pero entendí que hay un momento en que el lector dice: ya está, le creo a este narrador.
Queda claro que el narrador no investigó, pero el autor sí. ¿Cómo fue el proceso investigativo para construir la atmósfera de la novela, tanto de aquel campeonato mundial como del ambiente político de la época?
Yo disfruto mucho ese momento de la escritura que es el trabajo de archivo y la investigación. Y esta novela me planteaba desafíos muy grandes que nunca me había propuesto de manera explícita; por ejemplo, escribir sobre una época de la que no tengo ningún registro biográfico. Además, debo decir que tampoco hay tanto registro histórico de los años cincuenta, sesenta y setenta como lo puede haber de los ochenta en adelante.
Investigar me resultó fascinante, pero no para reproducir con similitud una época. No digo que esto no sea importante, pues se puede caer en errores, como poner una moneda que no se usaba entonces; si me equivoco en eso, un lector que sabe se desconecta de la historia y empieza a desconfiar del narrador.
Creo que lo importante es vivir la investigación con la mayor creatividad posible. El momento en que revisas archivos debe ser ese en que tienes muy activada la imaginación. Empiezas a leer, sacas datos y comienzas a darte cuenta de que en la realidad hay cosas que no logras ni siquiera imaginar, pero están ahí. Entonces haces conexiones con el impulso de la creatividad. Yo leía los diarios de la época pensando cómo se iba a filtrar la ficción, cómo iba a armar todo eso de manera que fuera atractivo y que interviniera en la manera en que le daría forma al texto.
¿Puedes citar un ejemplo de esas conexiones que hiciste durante la investigación y que quedaron en la novela?
Sí, claro. El campeonato mundial ocurre en 1971. Son los años de Unidad Popular y esta, por supuesto, se me hacía presente durante la escritura. Pero durante la investigación vi algo que no sabía, y es que Salvador Allende había estado ese día en Iquique. Es un dato real. Yo podía haber tomado esa licencia desde la ficción, aunque inventar algo así era como sobrecargar de casualidades el texto. Sin embargo, cuando lo vi en la prensa, me dije: vale, traigamos a Allende de una manera sutil. Esa información me facilitó también otras cosas, porque había un deseo en mí –más bien era algo inevitable– de que ese escenario político fuera relevante en la historia que quería contar. Los datos que encontré durante la investigación como que me dieron permiso de ir hacia ese contexto político.
Después de haber consultado todo ese material, de haberme hasta pillado en YouTube algunos videos caseros de esa época, supe que debía hacer otra cosa, y era capturar también el habla, la textura de la lengua en esos años. No quiero sonar cursi, pero hay algo que solo puede hacer la literatura, y es captar el alma de un tiempo. Un libro de historia, por más argumentado que esté, no lo logra. Pero la poesía y ciertas novelas sí. Entonces me fui de lleno a leer mucha poesía chilena de la época, porque sabía que encontraría cosas que me iban a servir en la escritura y en la textura de ese narrador que buscaba hacer muy coloquial. Y la poesía fue la que me dio un sostén firme para trabajar esos elementos.
La salida más fácil, incluso más obvia, hubiese sido centrar la novela en el descubrimiento de los cuerpos de personas desaparecidas. Sin embargo, pareciera que esa primera decisión tuya no fue “esta es la novela que voy a hacer”, sino “esta es la novela que no voy a hacer”. ¿Cómo escapaste a la tentación de no llevarla por ese camino?
Creo que fueron siete años los que tardé en entender que yo no iba a escribir esa novela. Y sí, fue una decisión antiintuitiva, por así decirlo. Pero opino que la escritura tiene que ser desafiante. No digo que mi literatura tenga que ser hermética, compleja y experimental para ser un desafío, pero sí me interesan esas decisiones que te llevan a decir: esta no va a ser la novela, por tanto, tengo que hacerla de otra manera.
En ese reto fue muy importante la imagen de Chungungo siendo niño. Cuando la escribí, me di cuenta de que, para llegar al momento de los cuerpos, faltaban cuarenta años, así que, o seguía al personaje y la novela tenía 700 páginas, o hacía otra cosa. Entonces se me apareció la caleta y pensé en darle vida a Chungungo ahí, junto a otros personajes.
¿Conociste una caleta así en Iquique?
Esa caleta es totalmente imaginaria, aunque de niño fui a algunas caletas en el norte de Chile. Suena muy loco, pero son lugares muy detenidos en el tiempo. Hoy vas y, salvo por algunos detalles –más acceso a electricidad, a servicio sanitario–, es un sitio que podría ser de los cincuenta o los sesenta. Eso me parece muy llamativo, y quizás sea la razón de que la caleta agarrara fuerza narrativa cuando llevé a Chungungo allá y dije: está bueno quedarse un rato aquí. Me interesaba saber cómo era su vida cotidiana en este ambiente y la de los demás personajes, cómo él se iba formando, cómo eran sus relaciones afectivas, cómo era hacer esa suerte de comunidad y compartir una vida tan profundamente precaria. Pero tampoco quería regocijarme de la miseria social, porque los que no venimos de un lugar privilegiado sabemos que en esas circunstancias uno hace una serie de vínculos de solidaridad, compañerismo y lealtad no porque hay personas más buenas que otras, sino porque es la única forma de sobrevivir. Estos vínculos parten de una necesidad, no de una huevada moral.
Pero todavía quedaba narrar el camino hacia el momento en que encuentra los cuerpos. Y estaba la posibilidad de seguir toda su vida después de ese instante…
Cuando la caleta agarró fuerza en mi planteamiento de la novela, comencé a pensar en el desenlace. En algún momento tenía que llegar, pero decidí quedarme más, contar el campeonato mundial. Y se me apareció el personaje de Violeta, que no lo tenía pensado, pero me pareció importante porque era como la maestra de Chungungo en muchos sentidos.
Finalmente, llegué al momento en que encuentra los cuerpos y me vi en la página 250. Tenía que decidir entonces si seguía contando su historia durante 250 páginas más o hacía un corte abrupto. Pero se me apareció también una pregunta inevitable ¿qué viene después del horror? o ¿qué hace el lenguaje después de vivir uno semejante experiencia? Primero pensé en el silencio, que en cierta forma es el silencio real de Raúl Choque. Pude terminar ahí, pero dije: veamos qué pueden hacer las palabras. Y decidí llevarlo a ese escenario que algunos creen que es como una pesadilla y otros, el infierno. Para mí se volvió muy claro: debía llevarlo al desierto, lo más lejos posible del mar.
La zona de provincia, y en especial Iquique, es el principal escenario de tu literatura hasta ahora. ¿Es por una especie de declaración de principios, de orgullo por el lugar de origen o es, simplemente, el espacio que mejor conoces y en el que puedes echar mano a la experiencia?
A veces creo que es una condena escribir del lugar del que uno es. No he podido dejar de hacerlo. Siempre prometo que este es el último libro sobre Iquique, y siempre miento. Pero ahora sí creo que es el último, porque la novela en la que estoy trabajando no tiene nada que ver físicamente con Iquique.
Lo que pasa es que yo me fui de Iquique a los 12 años, de un día para otro, cuando mi familia estaba en un momento de crisis. Me fui de vacaciones a Santiago con mi tío. Él me preguntó si quería quedarme una semana más y, de repente, llegó mi mamá a Santiago y me dijo: “Diego, nos vamos a quedar a vivir acá, no volveremos a Iquique”. Y yo no me despedí de nadie, fue como si me hubieran arrancado de allá. Supongo que fue un poco traumático, porque la capital es también un lugar muy distinto, mucho más monstruoso.
Algo curioso es que cuando empecé a escribir, a los 15 o 16 años, el escenario era la ciudad.
¿Escribías a esa edad con la intención seria de publicar, de convertirte en escritor con esas obras?
No, para nada. Yo fui una especie de lector tardío en el sentido de que me puse a leer cosas que me interesaban a los 14 o 15 años. No fui de esos que de niños leen literatura infantil porque en mi casa no había libros. Yo no sé si todavía la clase media es así, pero siempre hubo como un respeto por los libros y la cultura, aunque en mi casa nadie era lector ni teníamos biblioteca porque, básicamente, no teníamos plata para tener una.
Descubrí los libros por azar en la escuela. Me puse a leer y me volví loco, y empecé a escribir casi al mismo tiempo. Era como un deseo. Fue un proceso rápido, y sin saber nada, supe que quería dedicarme a eso. A los 18 años publiqué mi primer cuento en una antología porque estuve en un taller que buscaba hacer una selección de alumnos y publicar sus cuentos. Y escribí aquel texto mencionando Iquique sin ser casi consciente de ello. Ese orgullo de provincia o ese resentimiento con la capital nunca lo viví, creo que porque me fui tan de niño que terminé insertado en Santiago. Además, la capital para un niño es fascinante: las calles parecen inmensas, todo es grande; venir de un lugar que puedes recorrer caminando a otro donde tienes que subir a una micro te impacta.
¿Vuelves con regularidad a Iquique?
Por supuesto. Volví una de esas veces justo antes de que se publicara Camanchaca, por una cuestión de trabajo. Vi que era una ciudad muy distinta a la que había dejado de niño. Y, claro, la ciudad de la que siempre he escrito en mi cabeza es la de los noventa. Sentí entonces que Iquique era un lugar de ficción. O sea, para mí, la ficción es ese lugar. Iba a un sitio y decía: aquí había una cosa que ya no hay, mi colegio ya no existe o tiene otro nombre, mis amigos se fueron todos de acá. Regresar fue como ir a la escenografía de una película.
Además, con los años se me ha vuelto fascinante porque tiene desierto y mar, y una ciudad en medio. El paisaje se me hace muy presente, y es un lugar cargado políticamente por tener un puerto muy importante y por las salitreras de principios del siglo XX. Iquique podría contarse un millón de veces. Claro, como no viví mucho allá, no sé si tenga ya tanto que contar. A veces bromeo y digo que debería irme al Iquique del siglo XIX. Supongo que hay cosas interesantes que decir de esa época. Por ejemplo, en Tierra de campeones menciono algo que me apareció en la investigación: Charles Darwin estuvo en Iquique. No tenía ni idea de que había estado por allá, y me dije: qué loco eso.
Has dado algunos adelantos, pero quisiera saber cómo es tu proceso de escritura. ¿Te sientas a escribir cuando ya tienes todo armado en la cabeza o en un bloc de notas, o a medida que redactas se te va ocurriendo la historia?
Es una mezcla de ambas cosas. Me gusta mucho imaginar la historia en la cabeza primero, darle muchas vueltas. Cuando creo que lo que se me ocurrió está bueno, lo anoto porque puede que lo olvide. Todo ese imaginar lo siento como ir llenando una mochila: meto las ideas, los personajes, el trabajo de investigación del que hablábamos antes, y así. Hasta que en un momento digo: ya, empecemos el viaje. Pero siempre voy dispuesto a que lo que pase en el viaje modifique la ruta, y lo único que espero es estar armado para poder enfrentar bien esa experiencia inesperada que surja.
También está la cuestión que mencionaba y que trato de compartir en los talleres: hay un momento de la escritura en que debes escuchar al texto. De pronto, el texto empieza a hablarte, y es muy loco. No creo que mis ideas sean tan geniales como para atrincherarme y defenderlas a capa y espada, y eso me da la libertad de pensar que la novela puede ir de una cosa, pero si aparece un personaje y empieza a agarrar fuerza en el texto, si me invita a escribir, estoy muy dispuesto a probar qué ocurre. Más que imponerle cosas al texto, lo mejor es ir tanteando. Claro que uno le impone cosas porque el escritor es quien maneja el lenguaje hasta cierto punto, pero llega un momento inevitable en que no tienes todo el control.
Creo en todo ese proceso porque también he tenido la suerte de contar con lecturas muy estimulantes de lo que escribo. Me refiero a cuando te hablan de cosas que hiciste y no eras consciente de que estaban ahí. Eso me hace creer que en el texto pasan cosas que, por más que planifiques, escapan de ti, y a veces son mejores que aquella idea con la que te obsesionaste en un principio. Eso nos ha pasado a todos. Y en el fondo tiene que ver con aprender a leerse uno mismo; un proceso muy difícil porque estamos demasiado implicados con el texto y tenemos afectos, ambiciones, obsesiones.
Recientemente, en una charla, defendiste que la escritura es una actividad social.
Creo que la escritura no es solitaria. Lo digo desde mi experiencia. Por supuesto, otros la pueden vivir como algo solitario, pero me cuesta pensarlo así. Por eso me gusta dar talleres y plantear una relación que no sea de verticalidad. Prefiero crear un espacio de conversación lo más horizontal posible, porque alguien puede resolver mucho mejor que yo algo que está sucediendo en el texto de otro compañero y percibirlo desde un lugar que yo no puedo.
Claro, cuando uno escribe está solo. Pero recomiendo compartir las ideas. Te pongo un ejemplo: mientras escribía Camanchaca no tenía todas las lecturas que hubiera querido tener, pero sí contaba con la suerte de que el borrador de ese texto lo leyera la persona que hoy en día es mi pareja. Ella me hizo dos o tres comentarios sobre quitar un personaje de la novela. El problema era que, si yo quitaba ese personaje, estaba extirpando 50 páginas de una novela de 100. Al final, lo pensé e hice un cambio. Y creo que, si no lo hubiera hecho, no sé, quizás nadie la hubiera leído y ni siquiera estaríamos teniendo esta entrevista. Esa experiencia me hizo pensar en lo grupal de la escritura. Me interesa mucho la lectura del otro y no estoy cerrado en ese sentido. Esto no es nada nuevo, y hasta es común en la historia de la literatura. O sea, La tierra baldía de T. S. Eliot no hubiera sido lo que es sin Ezra Pound. Entonces, hay que agradecer a Ezra Pound por haber leído ese manuscrito y haberle dicho a Eliot que cortara esto y aquello para que quedara lo que quedó. Muchos libros que nos cambiaron la vida están marcados por esa relación.
A mis alumnos les digo que el proceso de investigación y el de edición hay que vivirlos con el nivel de creatividad más alto posible. A partir de otras lecturas y comentarios se te van a ir ocurriendo cosas. Mover elementos en el texto no es algo mecánico y necesita de creatividad. Puede ser un poco tedioso, pero recomiendo vivir ese proceso como alguien que te dice: “oye, te paso otra idea y veamos qué hace en eso que estaba”.
Esos cambios pueden implicar mucho trabajo. Más que tedioso, podría ser hasta frustrante.
Eso es seguro. Pero lo más importante debiera ser que el texto respire lo mejor posible. Cuando pasó lo que contaba con Camanchaca lo viví como una tragedia porque modificar un texto de esa manera implica mucho trabajo. Pero ahí aprendí que la escritura es ese trabajo. En los talleres tengo varios alumnos que vienen del mundo del cine, y siempre les digo: “amigos, escribir es hacerlo todo”. En el cine está el director, el editor, el guionista, el sonidista, pero el que escribe una novela tiene que ser todo. Y lleva un esfuerzo. Creo que cuando un texto tiene ese trabajo se nota. Yo valoro mucho el trabajo de un texto, leer algo y decir: aquí hubo alguien que estuvo pensando y trabajando.
Y supongo que lo otro que puede afectar es el ego.
Es cierto, porque uno le tiene cariño a lo que hace. Cuando a alguien le dicen que saque algo, la primera reacción es decir que no. Pero hay que estar abiertos.
Con Camanchaca me pasó. Yo había pensado algo puntual para esa novela, que era darle más lugar a la madre, pero no había terminado de plasmarlo en el texto. De hecho, en el primer borrador, la novela resultó ser, sobre todo, del padre. Yo quería que la madre tuviera mucha importancia, pero no me di cuenta de que no quedó así. Y cuando me propusieron sacar un personaje y tuve que rehacer muchas cosas, pensé en lo de la madre y comencé a darle su lugar. Me llegaron muchas ideas, que ahora recuerdo como pequeñas epifanías. Cuando Camanchaca empezó a tener lecturas positivas, dije: “Ufff, menos mal, esto era”.
Asumir la escritura como algo abierto a la conversación me ayudó como escritor. También me pasó que en los talleres literarios a los que iba de chico y en los grupos de amigos con los que dialogo “literariamente” siempre fui el menor. Eso siempre te pone en el lugar del que tiene que escuchar. Y aprender a escuchar determina un poco la manera en la que manejas el ego y te hace entender que lo importante es el texto. Si algo va a ayudar a que el texto sea lo que el texto está pidiendo ser, bienvenido sea.
¿Cómo vives el momento en que la novela es publicada y ya es lo que es, sin que puedas ajustar nada? ¿Sueles sentirte satisfecho o eres de los que cree que siempre pudo ser mejor?
Te voy a hablar del caso puntual de Tierra de campeones. Fueron tantos años los que le dediqué, que cuando terminé el borrador dije: “Ok, ya está”. Sin embargo, a eso le siguió una sensación de vacío enorme. ¿Qué iba a hacer ahora en la vida, después de tanto tiempo conviviendo con Chungungo bajo el mar? Pero a pesar de eso, sí, Tierra de campeones es exactamente la novela que quería escribir.