
Dos estaciones es el debut en el largometraje de ficción del joven realizador Juan Pablo González. Tras el paso de su ópera prima por disímiles eventos cinematográficos de importancia, el mexicano ya se cuenta entre los directores latinoamericanos aclamados internacionalmente.
La película apenas ha circulado más allá del circuito de festivales. Este jueves 19 de mayo, sin embargo, se proyectó en el Fox Tucson Theatre de Arizona como parte de una iniciativa promovida por la organización Cinema Tropical, el Centro de Estudios Latinoamericanos de la UA, y el Consulado General de México en Tucson, que tiene el propósito de visibilizar el cine de esa nación. La premier mundial había tenido lugar durante el Festival de Sundance –espacio todavía consagrado a prestigiar el cine independiente y de vanguardia–, donde el filme compitió por el premio a Mejor ficción internacional y consiguió el Especial del Jurado para Teresa Sánchez por su desempeño en el rol protagónico.
Recordado fundamentalmente por su película Caballerango (2018), estrenada en Festival Internacional de Documentales de Ámsterdam, Juan Pablo González ha sido reconocido por la revisa Filmmaker Magazine como uno de los 25 Nuevos Rostros del Cine Independiente. Esto último resultaría un dato frívolo si no fuera porque, en efecto, entre las particularidades que hacen distintiva su nueva obra se encuentra una auténtica instrumentación de estilemas y códigos sistematizados por el llamado cine independiente, empalmados con absoluta coherencia con pautas expresivas y narrativas propias del documental, entidad genérica para la cual este creador ya ha demostrado tener un fértil ingenio.
En Dos estaciones el registro antropológico y la denuncia política constituyen dos marcas garantes de la enjundia cinematográfica, y en términos más amplios cultural, de la película; su fragua depende sustancialmente de estos dos motivos. Tanto es así que el director no sólo incluyó en el reparto a los pobladores de la localidad retratada, sino que trabajó directamente con ellos en la construcción del guion. A cada paso del metraje, se evidencia el interés en verificar el modo particular en que las personas del poblado trabajan, conversan, se divierten, sueñan… Aunque el público se enfrenta a una historia de ficción, la fotografía y el argumento refieren, bajo un criterio estrictamente documental –son descriptivos, observacionales, contemplativos…–, el hábitat y las dinámicas de la gente, sus costumbres. El conflicto de la protagonista parece revestir la mayor importancia, cuando, en puridad, el meollo del discurso es sopesar todo ese paisaje humano, social.
El relato gira alrededor de María García, la propietaria de una fábrica de tequila en Los Altos de Jalisco. Ella quisiera salvar del colapso financiero su negocio, fuente de empleo y de subsistencia para la localidad durante años. Pero todo parece estar en su contra: cada vez son más numerosas las empresas extranjeras en la zona –responsables de sus crecientes deudas–; los campos de piña de agave –planta de la que se obtiene el tequila– han comenzado a ser invadidos por una terrible plaga, y como si no fuera suficiente, en algún momento, las instalaciones de la destilería se inundan tras una tormenta. La selección de esta región de México, conocida por su tradicional producción de tequila, es absolutamente intencional. El director, oriundo de allí, quiere dar cuenta de las catastróficas consecuencias que las políticas globalizadoras tuvieron/tienen en dicho perímetro. En Dos estancias se palpan las secuelas dejadas por –y este es acaso un ejemplo– los acuerdos comerciales del Tratado de Libre Comercio que, en su engañosa contribución al desarrollo económico, supuso muchas veces la debacle para los empeños internos y los propietarios locales.
Decía antes que una decisiva mirada antropológica abrazaba la materia dramática del filme, y es que el impacto de la globalización económica –su denuncia– emerge precisamente de la descripción del lugar y su gente, y de la construcción del personaje principal. Pasarán frente a los ojos del espectador la celebración de alguna fiesta tradicional, así como los procesos de cultivo del agave y de la destilación del tequila; múltiples secuencias repasarán, sin que ese registro tenga ningún tipo de repercusión estrictamente dramática, los contornos del pueblo y sus perfiles geográficos e idiosincráticos, el distendido caminar de un personaje por algún paraje campestre o por los pasillos de la fábrica, la recolección del agave y su colocación en los hornos… Estos momentos documentales son responsables, entretanto, de enriquecer la narración, que trascurre sin demasiadas peripecias, regida por un minimalismo expositivo que da cuenta de las vibraciones emocionales de María y de la vida en la comunidad.
Y es que la definitiva conquista cinematográfica de Juan Pablo González radica justo en la destreza con que –a través de la combinación de un registro documental y una concentración dramática restringida a la batalla emocional de la protagonista– consigue sortear la denuncia social directa y la antropología inmediata. Su aguda inmersión en el andamiaje político y cultural es resultado de una auténtica ambición estilística.
No puede pasar inadvertido el diseño de la protagonista, interpretada con excelencia por Teresa Sánchez, quien con una sobria e intencionada gestualidad exterioriza cuanto acontece en el mundo interior del personaje. Dos estaciones es una historia narratológicamente contenida, como implosiva es esta mujer, que sufre hacia dentro la progresiva venida a menos del negocio heredado de su padre, y la imposibilidad de continuar ayudando a sus trabajadores, que siente como su familia… Sin dudas la riqueza de este carácter es uno de los factores contribuyentes a la excepcionalidad de la película. Detrás de la pena de María ante la imposibilidad de mantener a flote su fábrica, late además un cosmos de deseos íntimos que ella ahoga todo el tiempo, si bien afloran sutilmente cuando conoce a Rafaela, joven que contrata para que la ayude en el aspecto administrativo de la empresa. Esta muchacha le regalará fugaces momentos de alegría justo antes de que explote y tome medidas drásticas ante el avance indiscriminado de los empresarios norteamericanos.
Llegado a este punto es necesario mencionar a Tatín, el peluquero trans que se ocupa de arreglar a María, y a quien ella ha ayudado a montar un salón propio. El personaje sirve para introducir una visión positiva de la sexualidad como parte de las dinámicas sociales del pueblo que tanto importa a la realización. Tatín es, asimismo, un oasis de esperanza, un símbolo de la posibilidad de proyectar un futuro, y un rol de contraste que subraya la postura existencial de la protagonista. Pero ninguno de los dos personajes está dibujado con vocación militante. En cualquier caso, los dictados de las políticas de género emergen como parte de las expectativas de recepción a que apela el filme.
Dos estaciones es una película que explica bastante poco; son escasos incluso los diálogos: parcos y precisos. Se limita a registrar un estado de cosas, un entorno, un conjunto de experiencias que acontece a los personajes… Mas resulta memorable el modo en que ese código expositivo, ese estilo de filmación, llega a ser altamente productivo en términos de discurso. María es un individuo reprimido, aplastado por sus circunstancias, que, no obstante, zanjará a cualquier precio el destino de su empresa. El pueblo es su gente, que procura vivir en medio de tantas vicisitudes, cambios, negociaciones.
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