En la plaza de una aldea do Yugoslavia se reúnen numerosos campesinos para discutir si continúan labrando el pedregal en que viven o recogen sus bártulos y emigran a una región de tierra negra y fértil. Así comienza El tren sin horario.

La Segunda Guerra Mundial acaba de terminar y el gobierno del mariscal Tito está distribuyendo parcelas de tierra productiva entre los campesinos.

Algunos dicen: “Aquí hemos nacido y no nos hemos muerto”. Estos deciden quedarse en el pedregal y los otros aceptan trasladarse a colonizar las tierras que el gobierno les ofrece. Las cámaras del director Bulajic siguen al grupo que se traslada en el tren sin horario a la tierra negra de Baraña.

El viaje de los campesinos demora varios días: un viaje con ropas raídas, animales domésticos y muebles destartalados. Ocupan varios vagones del tren. El éxodo incluye niños, jóvenes, viejos, aventureros, escépticos, veteranos de la guerra y hasta Budro los acompaña, el idiota del pueblo.

Es una película frondosa: se enamoran dos adolescentes; surge un triángulo amoroso entre una viuda, un joven aventurero y un veterano cojo; muere una vieja y nace un niño antes de que los campesinos lleguen a su destino.

No estamos seguros de haber anotado correctamente los nombres yugoslavos que incluimos en esta reseña. Los tomamos directamente de la pantalla y no estamos habituados a escribir en la oscuridad.

La película tiene la estructura de una novela. El director Bulajic se preocupa exclusivamente de desarrollar la trama y revelar la personalidad de los campesinos sin detenerse en la fotografía o en las posibilidades puramente cinematográficas del tema. La película tiene una calidad pareja a todo lo largo de sus dos horas aproximadas de duración. Esto la hace un poco monótona. Desde el principio uno sabe que los campesinos tomarán el tren, que durante el viaje ocurrirán conflictos humanos y que al final llegarán a la tierra donde el trigo crece como un mar y las mazorcas de maíz son tres veces más grandes que las que produce el pedregal que dejaron atrás.

Las situaciones que se producen son interesantes, pero nunca logran trascender el interés natural del espectador para entusiasmarlo o conmoverlo.

¿Qué cosas de El tren sin horario perduran en el recuerdo? La pobreza del campesino yugoslavo después de la guerra; los campesinos abofeteando a sus mujeres en los momentos dramáticos; los conflictos sociales, económicos y emocionales que son inherentes al hombre en todas las partes del planeta.

Yugoslavia tiene los mismos problemas que todos los países que luchan por la construcción del socialismo. La lucha entre el individualismo y el espíritu de cooperación social. Un campesino que se niega a abandonar su finca exclama: “El socialismo es una cosa, pero lo mío es lo mío”.

Hay una escena que resume la lucha entre el pasado y el futuro con una gran fuerza visual: una vieja campesina abandona su casa llevando entre los brazos la cruz de madera que acaba de arrancar de la tumba de su marido: “No quiero dejarlo solo”. Lleva consigo a su nuevo hogar el recuerdo de su marido muerto. Esta es una escena genuinamente cinematográfica: las palabras sobran.

La película termina con una nota de optimismo. Al principio vimos la caravana humana abandonando el pedregal. Al final vemos la tierra fértil de Baraña y el trigo que agita la brisa como si fueran olas. Una novia rechaza en medio de la boda al novio que su padre deseaba imponerle. Sale corriendo y se encuentra por el camino con el joven que conoció en el tren y que ama por su propia inclinación y voluntad. Los jóvenes enamorados se abrazan.

Esta escena final delata una película convencional. En realidad, El tren sin horario satisface sólo parcialmente. Resumiendo: tiene partes entretenidas y nos enseña un mundo desconocido: la vida y la tierra de los campesinos yugoslavos.

La última palabra que vemos en la pantalla es KRAJ (fin en yugoslavo). Cuando nos levantamos descubrimos que el cine Trianón estaba casi desierto. “La película es una porquería”, dijo levantándose y estirando los brazos un joven con una camisa deportiva color ladrillo. “No, chico, no. Es una obra de un gran valor artístico”, dijo el otro irónicamente, dejando salir a su mujer al pasillo. La mujer lo miró con ojos de sueño y le pidió: “Vamos al Carmelo a tomar algo”.

Hay algo estúpido y patético en la situación. La mayoría de las familias burguesas que patrocinaban el cine Trianón se han marchado a Estados Unidos o se niegan a ver películas procedentes de los países socialistas. Los pocos que van al cine van porque son demasiado flojos para tomar una actitud más drástica, pero no entienden nada que no sea la frivolidad de las comedias musicales o las historias de amor en Technicolor y con desinfectante del cine norteamericano. Lo lamentable no es que disfruten viendo las películas norteamericanas ­­-Hollywood ha producido numerosas películas de calidad— sino que se encuentren incapacitados para entender las producciones de otros países.

Cuando salimos a la calle vimos que en el parqueo del cine había sólo nueve autos. Durante la dictadura el Trianón estaba lleno todas las noches. Estaba lleno inclusive durante los últimos días en que el pueblo permanecía en las casas solidarizándose con el movimiento de resistencia cívica. Seguían yendo al cine porque les interesaba muy poco el destino de Cuba.

Ahora que les han tocado sus intereses personales, aunque nunca pasarán hambre, se asilan y encierran en sus cómodas residencias.

El hecho de que el cine Trianón estuviese vacío demuestra que la Revolución ha sido profunda, que abarca todos los aspectos de la vida cubana.


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