Nelda Castillo en 'La anunciación' (FOTO Cortesía El Ciervo Encantado)
Nelda Castillo en 'La anunciación' (FOTO Cortesía El Ciervo Encantado)

No hay nada de angelical en la figura que irrumpe sobre las cabezas de los espectadores en la sala de teatro de El Ciervo Encantado. Tiene alas, es cierto, es blanca casi por completo, pero su rostro desfigurado ensaya una especie de sonrisa macabra que congela el aliento. Su mirada escrutadora no deja un rincón para esconderse, para resguardar el alma.

Es un ángel exaltado con luces azules, pero no es el de Heinrich Mann, encarnado por la escultural Marlene Dietrich. No enseña sus muslos desnudos, no se mueve con ritmo seductor, no es la vedette que destruye la vida de un humilde profesor, obsesionado hasta el patetismo con algo inalcanzable. El ángel de Nelda Castillo no es amable ni hermoso, aunque hable despacio e intente parecer calmado.

Canta, con voz suave, un aria hermosa: “Lasciachʻiopianga / mia cruda sorte / e che sospiri / la libertad” (deja que llore / mi cruel suerte / y que suspire / por la libertad). Pero no hay nada cordial en sus palabras, no compasión.

Ha venido a advertirnos, no a anunciarnos, que si no enmendamos nuestra actitud habrá consecuencias. Ya no podrá seguir intercediendo por nosotros ante “ellos”, que están llenos de inconformidades y hartos de nuestra conducta irrespetuosa.

Dice, bajito, que cuando la bala abandone el arma y penetre en nuestra carne, ya no va a importar nada; que no les afectan las redes, que tal y como se nos muestra está y estará siempre por encima de nosotros, paseándose, mientras pensamos si nos caerá encima, si sacará una espada flamígera para doblar nuestro lomo, si las puntas enrojecidas de sus alas son una ilusión óptica o el residuo de sangre pasada.

Llama al arrepentimiento y a la contrición. Conmina a la escritura de un texto que pueda exculparnos de nuestros actos pasados, una declaración de principios que niegue nuestra desobediencia y nos haga arrepentirnos de ella, que lave nuestros pecados.

Acabo de ver un documental revelador. Se trata del El caso Padilla, de Pavel Giroud. Nada de lo que sepamos sobre este suceso absolutamente aterrador de nuestra cultura puede prepararnos para lo que vamos a presenciar. Allí está el escritor, el hombre que ha dicho antes, en un poema, que es necesario decir toda la verdad, en una especie de performance-delirio donde suda a mares y las palabras se traban en su boca, y por momentos parece enfebrecido, drogado, mientras señala con mirada acusadora a sus amigos, a su esposa, al público aterrorizado.

Padilla dice que ha hecho un escrito a la dirección de Gobierno Revolucionario para solicitar un encuentro con los artistas que le permita exponer sus actividades y pensamientos equivocados. Padilla escenifica, entonces, un mea culpa que termina incluyendo a muchos de los que escuchan, los que luego pasaran por el micrófono uno a uno, contritos, a confesarse, a deponer sus armas.

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En la entrada de El Ciervo espera el maravilloso cartel con una obra de Antonia Eiriz: La anunciación. Es de 1964, cinco años antes de que la pintora se apartara de su arte. Es una pieza altamente expresiva, como caracteriza la obra de la Eiriz, una figura alada y de rostro fiero visita a una mujer que se retuerce de dolor delante de su máquina de coser. Le anuncia que no habrá alumbramiento, que lo que parecía ser una vida hermosa está ahora muerto, que hay algo muy podrido queriendo salir de su cuerpo y ocasionándole el dolor.

Cartel de 'La anunciación'
Cartel de ‘La anunciación’

No hay oportunidad para sentirse cómodo en toda la puesta en escena. Para ver a Nelda Castillo desplazarse por los andamios que se pegan al techo de la sala, habrá que mirar hacia arriba, doblar el cuello en dolorosas contorsiones o, simplemente, observar el telón vacío, o el suelo, como con miedo, como con culpa, como sabiendo la seriedad de lo que se avecina; como Virgilio Piñera en el documental de Giroud, el único que no aplaude, sentado en el piso, hundido, con la cabeza gacha, cansado y derrotado por una certeza que ya tenía desde hacía más de diez años.

El acto de arrepentimiento del autor de Fuera del juego tiene lugar en 1971. En el 61 ya Virgilio había confesado su temor en la Biblioteca Nacional, ante la presencia de Fidel Castro, quien previo a su intervención, que luego sería conocida como “Palabras a los intelectuales”, dejó bien claras sus intenciones cuando puso sobre la mesa su arma inseparable. Hasta ahí había llegado la libertad de los creadores e intelectuales, se acababa la lengua suelta, los trazos de crítica, la inconformidad. La Revolución era alegre y hermosa por decreto y no daría lugar a depresiones y existencialismos, había que estar con ella o atenerse a las consecuencias.

Más de 60 años han transcurrido desde aquella reunión, más de 50 desde el acto inculpatorio de Padilla, y aun sufrimos los mismos temores.

El 11 de mayo de 2019, mientras tenía lugar una marcha no autorizada a favor de los derechos de la comunidad LGTBI+ en la que se repartieron golpes y se encarcelaron personas, el equipo de El Ciervo Encantado realizaba un performance. Ante el lugar donde estuvo la estatua de Tomás Estrada Palma, en Calzada y G, y donde hoy solo quedan los zapatos de esa escultura, ellos colocaban un cartel que reclamaba un cuerpo para esos zapatos junto a decenas de papelitos con nombres, los de aquellos que también quedaron o han quedado sin cuerpo, perdidos en el vacío, llevados a quién sabe dónde.

Entonces apareció el ángel que atiende al Ciervo, el compañero de la guarda, ese que está para ayudar, para pasar la mano, para recordar a un artista que debe priorizar su obra por encima de cualquier otro posicionamiento, que la paciencia de “ellos” tiene límites y que existen actos que provocarán consecuencias ineludibles, físicas, algo que, por supuesto, “ellos” preferirían no hacer, por el renombre del grupo. Este enviado de los dioses sugiere entonces la escritura de un documento, un atestado que les permita continuar con la vida civil y la creación, una declaración del arrepentimiento y una prueba exhibible de la devoción a “ellos” y sus actos, a “ellos” y sus leyes divinas.

Nelda Castillo en ‘La anunciación’ FOTO Leonardo Tarrero | Rialta
Nelda Castillo en ‘La anunciación’ (FOTO Leonardo Tarrero)

No hay nada de anuncio en sus palabras y mucho de amenaza.

En el público del día del reestreno de La anunciación hay numerosas caras conocidas, jóvenes que han estado frente a frente a ángeles como el de Nelda, guardianes de lo divino con mirada enloquecida y boca de la que emergen palabras suaves que dicen lo contrario al tono en que lo hacen. Este ángel es el policía bueno, el que quiere ayudar, el que reconoce que todo no es perfecto, pero que no por eso se debe empañar su imagen, que el arte es algo importante, pero solo cuando se adhiere a sus mandatos, solo cuando se despoja del más mínimo asomo de crítica a la sociedad o al Gobierno.

Dice Padilla ante sus espectadores que sus críticas pasadas no son eso, sino injurias y difamaciones que siempre constituirán su vergüenza ante la Revolución, dice que ha cometido errores imperdonables, que se siente feliz por reiniciar su vida después del su mea culpa posterior a su experiencia de más de un mes encarcelado por la Seguridad del Estado.

Cuando termina la obra busco a Mariela Brito, esa maravillosa actriz y persona a la que admiro tanto. Le digo que la obra es extraordinaria, que Nelda está magistral, que su presencia ocupa toda la sala como un azote, como algo que se cuela debajo de la piel y hace que duela. Le pregunto entonces cuántas de las personas que están en la foto final que se proyecta en el telón de fondo están todavía en Cuba. En la imagen está el equipo del Ciervo que ha participado en el performance ante el monumento de Estada Palma en 2019. Mariela me confirma lo que ya imagino. De los que están en la fotografía solo quedan tres en Cuba, el Ciervo también ve mermadas sus filas, y sin embargo aun nos regala su canto, un reclamo terrible a la libertad que, según Martí, “es el derecho que tiene todo hombre a ser honesto, a pensar y hablar sin temor a ser juzgado y sin hipocresías.”

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Adriana Normand (Berlín, 1976). Se graduó del primer curso del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha participado en antologías como El Ojo de la Noche: nuevas cuentistas cubanas (Letras Cubanas, La Habana, 1999); El hombre extraño y otros minicuentos (Luminaria, Sancti Spiritus, 2003) y El retrato ovalado (Unión, La Habana, 2015). Su libro Photomatum mereció el Premio Dador del Instituto Cubano del Libro en 2003 y fue publicado en 2007 por la Editorial Extramuros. Textos suyos han aparecido en Hypermedia Magazine.

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