El cineasta chileno Fernando Guzzoni lanza una contundente denuncia a la impunidad del poder político

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Fotograma de ‘Blanquita’, Fernando Guzzoni, dir., 2002.
Fotograma de ‘Blanquita’, Fernando Guzzoni, dir., 2002. Imagen: EMOL.

El chileno Fernando Guzzoni, uno de los directores cinematográficos más distinguido de su país, estrenó recientemente su tercer largometraje de ficción: Blanquita (2022). La película debutó en la última edición del Festival Internacional de Cine de Venecia, donde compitió en la sección Horizontes, consagrada a proyectos vanguardistas que se aventuran a desafiar las estrategias creadoras asentadas en la industria cultural. Elogiada por la crítica y el público, Blanquita despliega un valiente discurso de denuncia y una exquisita escritura que garantizaron a Guzzoni el Premio a Mejor Guion.

Otra vez el cineasta chileno consuma una potente hazaña estética, en donde la denuncia social deviene sujeto expresivo del filme, e inspiración para el despliegue de una narración pródiga de perspicacias gramaticales. Como sus dos anteriores películas, Carne de perro (2012) y Jesús (2016), este nuevo ejercicio del autor suramericano es también fruto de la inteligencia y el talento: una obra impecable en el plano expresivo y estructural. Guzzoni filma bastante poco, mas podemos catalogarlo, sin duda alguna, entre los imaginarios creativos más potentes de la cinematografía contemporánea de América Latina.

No son pocos quienes cuestionan la persistencia de la producción latinoamericana en el registro de la agenda social del subcontinente. Y, ciertamente, quizás el cine de la región insiste demasiado en la expresión, inmediata u oblicua, de los conflictos y problemáticas (históricos, políticos, económicos…) de nuestro paisaje humano. Mientras en otras cinematografías resulta más recurrente la invención de historias desasidas del curso común de la realidad –que no por ello dejan de remitir a la misma–, la mayoría de los directores de América Latina continúan recortando sus anécdotas y personajes directamente del acontecer social.

De cualquier manera, tal evidencia, lejos de ser un factor castrante de la creatividad y el interés de forjar/encontrar nuevos registros estéticos, ha resultado un estímulo para el ensayo de esquemas expresivos, narrativos e ideológicos de vanguardia. Siguiendo ese camino, el cine latinoamericano disfruta hoy un óptimo estadio, como deja ver su permanente y exitosa presencia en los más prestigiosos certámenes cinematográficos, donde nunca resulta indiferente, gracias al calibre de unas empresas formales que insisten en indagar y profundizar en el andamiaje social, histórico y cultural de esta geografía.

Chile es una de las cinematografías nacionales de América Latina mejor posicionada en el ámbito internacional. Sus autores llevan años experimentando con producciones que buscan saldar deudas con la experiencia y la memoria de la dictadura, o con la incidencia de su legado en la configuración del presente del país. Guzzoni no ha sido indiferente a esa constante. Aunque no siempre mira frontalmente ese capítulo de la Historia y la cotidianidad chilena, sus películas repasan el drama existencial, el abatimiento emocional, la crisis social y el extravío ético que tanto golpea a las subjetividades individual y colectiva de la nación después de años y años sumergida en el terror del gobierno de Pinochet.

En Carne de perro, la excelente ópera prima con que irrumpió el realizador, el protagonista era corroído por su pasado como torturador al servicio de la dictadura. A través de su vivencia interior, se constataba el acecho de esa memoria en la sensibilidad. En Jesús, por su parte, volvía a focalizar la narración desde la mirada de un personaje antagónico cuya acción hace más dura la experiencia cotidiana. El protagonista es uno de los cuatro agresores de un joven homosexual golpeado y asesinado a la salida de una fiesta, un acontecimiento real que sacudió al país en su momento.

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En tanto otros realizaban acercamientos al suceso desde la perspectiva de la víctima, este director prefirió hurgar en la perspectiva del victimario para desde él acceder a esa zona oscura de la sociedad chilena que carcome como un cáncer a la familia, a la adolescencia, a la sexualidad, y que se expresa en asesinatos, violencia, explotación, clasismo.

Esas particularidades temáticas singularizan la voz autoral de Guzzoni. Con Blanquita vuelve a revisar el cosmos sórdido de la vida chilena, motivado ahora por un escandaloso caso judicial que estremeció al país en 2003: la salida a la luz pública de una red de prostitución infantil en la que estaban implicadas conocidas personalidades, y liderada por el importante empresario Claudio Jaume Spiniak.

La película se inspira en el caso Spiniak para tejer una historia que busca representar el clasismo, la impunidad y el privilegio intrínsecos a una casta de poder económica y política que rige subrepticiamente la estructura social y las instituciones (médicas, religiosas, legales…) de Chile. El despotismo y la inmunidad legal de ese selecto grupo de actores políticos y económicos, a cuyo favor operan instituciones, es retratado por la cadena de acontecimientos que hace progresar la trama. Entre los disímiles aciertos constructivos y valores de realización del filme, el guion destaca por la sutileza con que dibuja el funcionamiento de esa distribución del poder y un orden autoritario que viola derechos humanos y cierra los ojos ante cualquier injusticia que atente contra la conservación de su statu quo.

Las situaciones y los personajes esbozados por la dramaturgia son víctimas y victimarios de un cuerpo social marcado por la corrupción política, la crueldad de las élites, la futilidad de la prensa; factores condicionantes de una ética social descompuesta. El paisaje moral representado acá, donde se ven la cara individuos marginados, instituciones sociales y fuerzas políticas, resulta también de esa fractura histórica que otorgó a una casta político-económica el privilegio de fijar el sentido de la verdad.

Blanquita sigue la pista de una adolescente de 18 años, madre de un bebé prácticamente recién nacido y trabajadora en una casa de acogida de menores. Blanquita decide denunciar ante la prensa y las autoridades pertinentes la explotación sexual llevada a cabo por un grupo de senadores, que violaban menores de edad durante la celebración de fiestas, y los forzaban a hacer pornografía.

Blanquita había estado internada en esa casa de acogida entre sus 10 y sus 14 años. Luego de ser madre, regresó para ayudar al padre Manuel, el sacerdote responsable de la protección y la educación de los niños y adolescentes salvados de la mendicidad, la droga y la explotación laboral.

Cuando Carlitos, uno de los internados, sufre un trágico episodio de desequilibrio mental a consecuencia del abuso sexual del que ha sido víctima recurrente, la protagonista comienza a recordar sus propias experiencias, y apoyada por el cura, se consagra al objetivo de destapar ese grupo de pedófilos donde se encuentran algunos personajes vinculados al gobierno de Pinochet.

De inmediato, la muchacha se convierte en el eje de un grupo de instituciones legales, médicas, de asistencia social, políticas, que se atreven a desbrozar la verdad de su testimonio. Durante ese proceso, Blanquita y el padre Manuel enfrentarán a unas autoridades eclesiásticas y jurídicas decididas, a cualquier precio, a proteger a los pederastas con tal de mantener “el orden de las cosas”.

Guzzoni echa mano a ciertas propiedades estructurales, expresivas y conceptuales del thriller político, género cuyos contornos estéticos devienen idóneos para representar esa coyuntura específica abordada. En el planteamiento narrativo de Blanquita importa muchísimo la intriga. La verdad sobre las denuncias de la protagonista es desbrozada a través de situaciones en las que se enfrentan la víctima y el poder orquestado entre las diversas instituciones consagradas al caso. Todo el tiempo de la trama se perciben el peligro y la duda acechando a la joven, único testigo disponible porque Carlitos ha sido desestimado, pues está neurológicamente perjudicado por el consumo de drogas.

En estrecho vínculo con ese modelo genérico escogido por el director aparece otro aspecto excepcional del filme: el diseño de los personajes, esencial en la modelación del discurso y en el trazado de la reflexión inducida por el relato acerca de la configuración de la verdad legal y las elecciones éticas. En tal sentido la película explota otra propiedad del thriller: la inserción del espectador en el desentrañamiento de la verdad. El receptor es introducido en una enmarañada madeja de accidentes cuasi detectivescos, sugestionado para que tema la caída o el fracaso de los protagonistas.

Según avanza la trama, se acentúa la incertidumbre sobre la posición de Blanquita en el conflicto. ¿Cuáles son sus intereses? ¿Cuánto de realidad hay en sus declaraciones? ¿Por qué el supuesto padre de su hija, que recién ha salido de la cárcel y ahora es un cristiano devoto, pone en entredicho sus palabras? Blanquita es iracunda, una mujer brava capaz de hacer a un lado a cualquiera para consumar su propósito. Pero no deja de ser una oveja en las fauces de un nido de lobos.

Manuel no es un sacerdote inocente doblegado servilmente a la ley de Dios; es un hombre consciente del futuro oscuro reservado a los adolescentes bajo su cuidado, y desafiará la palabra divina con tal de salirse con la suya. Esa imparcialidad en la concepción de los personajes/víctimas contribuye absolutamente al dibujo complejo del submundo de impiedad y amenaza que acorrala a una chica cuya razón importa bastante poco.

El escándalo crece mientras el cura y la joven enfrentan cada vez una mayor cantidad de obstáculos. El estado, la iglesia, los medios de comunicación guardan muchas complicidades entre ellos. Blanquita explota todos los recursos a su alcance. Una vez emplazada por el fiscal, ella misma le espeta que no puede mentir ni siquiera como coartada, pero los abusadores sí pueden violar impunemente. En ese encuentro entre el fiscal y Blanquita se condensa el punto de vista de la película.

No resultaría tan bien enfundada la historia sin una concepción escénica delineada con tanta organicidad. El diseño visual de los encuentros entre Blanquita y los políticos –el lugar donde es emplazada la cámara, los filosos diálogos que cruzan entre ellos, capaces de destapar el pensamiento y la ética rectora de ese entorno social–, garantizan la solidez desprendida por la realización. Además de la elocuencia de la puesta, también la fotografía, siempre intencionada y cargada de sentidos, reveladora ella misma de lo turbia que son esas circunstancias, favorece a la espesura expresiva y conceptual. Los tonos sombríos y la paleta de colores ocres característicos de la imagen subrayan, por ejemplo, el abismo en que se mueven los protagonistas, aguijonados por la importancia y la sensación de fracaso.

La atenta instrumentación de los códigos del thriller, la explotación perspicaz del suspense, la densidad simbólica de la fotografía y la puesta en escena, el lúcido diseño de los personajes, hacen de Blanquita una obra robusta, que reafirma la estirpe de su director. Guzzoni firma otro ejercicio cargado de inteligentes percepciones del mundo, una obra enriquecedora del cuerpo estético del cine latinoamericano; un ejemplo excepcional que vuelve a demostrar que el abordaje de lo social es un continuo desafío para los creadores aventurados a abrir caminos inéditos al cine.

ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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