Desde hace dos décadas arrastro conmigo esta incógnita: ¿por qué Video de familia (Humberto Padrón, 2001), apenas una tesis de grado de la Facultad de las Artes de los Medios de Comunicación Audiovisual (FAMCA) del Instituto Superior de Arte de La Habana, acabó siendo una suerte de influencia, referente, hipotexto, para el cine cubano posterior?
En estos años he intentado responder esa pregunta de diversas maneras. Pero, como suele ocurrir con las obras artísticas que establecen una relación de diálogo profundo con su tiempo, la interrogante se reformula y el discurso original que la provocó adquiere nuevos significados.
Debo explicar a los espectadores de hoy, a quienes una pieza como la de Padrón pudiera parecer vetusta o de importancia limitada, que la percepción descrita antes no fue solo la impresión de quien escribe, o una sensación nacida del aburrimiento del crítico de cine.
En 2001 Video de familia, una película sobre la que la gente del medio cinematográfico no dejaba de hablar, obtuvo el reconocimiento de casi todos los concursos cubanos de la época. Entre ellos, el Gran Premio de Ficción del 14 Encuentro Nacional de Video; cinco premios en el extinto Festival Cine Plaza, incluyendo el de mejor ficción y mejor director; el Gran Premio en el Festival Imago de la FAMCA; el premio a la Mejor Dirección del Festival Caracol de la UNEAC; y como corolario, el Premio Coral al mejor corto de ficción del 23 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, reconocimiento que repitió en el IV Festival de Cine Latino de Los Ángeles, Estados Unidos. Y, finalmente, el lauro de la crítica cubana a la mejor película nacional de 2001.
Video de familia contiene en su núcleo un examen de la doble moral (o, lo que es lo mismo, de la ausencia de moral) como sistema estructurador de una sociedad donde la obediencia al dogma, o la simulación de ello, es decisivo para el ejercicio de una existencia viable. La interacción de los hijos con el padre en un entorno hogareño es por ello esencial para entender que estamos ante una fábula que expone el mecanismo de la dominación social en la vida privada, y que quiere explicar cómo esa autoridad es puesta a prueba por sujetos que aspiran a llevar una forma de vida abierta a la experiencia más allá de la ideología.
El cine cubano institucional encaró el problema de la administración del disenso en la Isla en casi todas sus vertientes, incluso la política (así fuera de pasada), recurriendo al tema de la doble moral como pretexto. Un sujeto simulador, que predica virtudes que no ejercita, a menudo investido con los cargos de funcionario de segunda o tercera categoría, resulta chivo expiatorio favorito en los guiones del realismo social del ICAIC, para producir a través suyo un arquetipo de personaje antagonista. Ello, al menos, desde La muerte de un burócrata (Tomás Gutiérrez Alea, 1966).
A través de ese sujeto dramático, sobre todo a partir de las películas de ficción de la década de 1980, el aparato estatal cubano representó tímidamente los rasgos de corrupción de su modelo clientelar, donde el ascenso social depende antes de la obediencia al dogma y a los dictados del modelo totalitario que al mérito o la virtud personal. Pero, desde el wishful thinking de los cineastas de entonces, ese sujeto sería casi siempre puesto en evidencia y escarmentado, ofreciendo al espectador el emblema moral de un presunto “nuevo” sujeto socialista crítico, honesto, a menudo encarnado en los jóvenes. El realismo socialista del cine cubano transitó así de la exposición de “los conflictos en la construcción de la nueva sociedad” a una crítica abierta de algunos rasgos del totalitarismo consustanciales al castrismo. Y, redimiendo lo deseado antes que lo real existente, inventó su propia categoría de happy end.
Pero ninguna de aquellas fábulas se atrevió jamás a modelar un mundum totum bajo el estandarte de la autoridad sin moral como en Alicia en el pueblo de Maravillas (Daniel Díaz Torres, 1991), la película que marcó uno de los eventos de censura pública más manifiestos del socialismo en Cuba. Allí el sujeto de la autoridad, como en película anteriores un gris director de empresa, orquesta su dominación sobre el mundo social de la aldeílla que es Maravillas de Noveras. Lo hace no a través de los mecanismos de ordeno y mando, sino a través de sutiles y ominosos mecanismos de manipulación, usando a su favor los pecados de cada una de sus víctimas, repartiendo lisonjas y castigos según sea el caso, a buen resguardo del escrutinio público que el ambiente conventual del sanatorio que dirige le garantiza.

La reacción rabiosa de la propaganda oficial y del aparato ideológico del Partido Comunista respondió a una lectura clara del desafío que el personaje del caudillo interpretado por Reynaldo Miravalles representaba para su hegemonía. Que los espectadores cubanos sintieran en los cines la epifanía de estar viendo su realidad sin libertades fundamentales expuesta bajo el susurro del caudillo, después de años de entrenamiento en ejercicios tímidos de Perestroika y Glásnost, y justo mientras era demolido el Muro de Berlín, la URSS se venía abajo y el modelo económico cubano ponía en evidencia su endeblez tras el fin de los subsidios de Moscú, era intolerable.
Luego, Alicia en el pueblo de Maravillas tiene un estilo dramático que expone su verdadero talante anticastrista. Aunque recurrir al juego intertextual con el relato de Lewis Carroll para forrar de posmodernidad los códigos de la comedia costumbrista cinematográfica cubana podría disfrazar la apariencia de las cosas, el corolario amargo que supone tanto el desenlace como el epílogo tragicómico exponen los propósitos de fondo. El mundo “real” al que regresa Alicia es demasiado parecido al de la realidad totalitaria de la que acaba de escapar. La heroína misma ha perdido la mirada ingenua sobre ese universo, ha despertado del terror totalitario después de enfrentarla incluso echando mano a la violencia. Y, para colmo, ofrece en primera persona y dirigiéndose a los espectadores su moraleja de todo lo vivido: tras aclarar que lo menos importante es si lo visto anteriormente fue o no una pesadilla, declama: “con agua de globitos, caliente y sin etiquetas, no llegarás a la meta”. Y eso los censores de 1991 sabían bien qué quería decir, sarcasmo aparte.
Video de familia no sufrió una censura parecida. Pero a pesar del torrente de premios y de la alta consideración de la gente del medio cinematográfico en Cuba, fuera de exhibiciones esporádicas y limitadas, se vio muy poco. Usar alguna de sus secuencias con amplitud, a menos que se hiciera ocultando los diálogo con voice over, estaba vetado al menos hasta después de 2010 en la televisión estatal, cuyos funcionarios sí la habían visto y entendido bien.
Con la ventaja que da el tiempo, asumo que la operación de crear el universo cerrado bajo la regencia de un padre que es la familia del corto (en su caso, un individuo mucho más inofensivo que César o Ahrimán, los apelativos con que se identifica el director del sanatorio adonde la ingenua Alicia va a trabajar en Maravillas de Noveras) debió resultar insoportable para los funcionarios. Porque se trata de un padre que, aunque trabaje como simple guardia de seguridad, carga con los emblemas y consignas del viejo Estado castrista y lo encarna.
El apartamento donde tiene lugar la coreografía de tales creencias está decorado con iconos de un santoral hoy sí remoto: fotos de Fidel Castro, el Che Guevara, bustos de Lenin, más el periódico oficial del Partido Comunista, que el padre retuerce durante buena parte del conflicto. La liturgia del castrismo como marco referencial de la trifulca familiar evidencia su configuración como creencia ajena a todo examen racional, cual cosa a la que se accede como acto de fe y ante la que apenas cabe la reverencia.
Pero en el propio diseño dramático del corto el modelo escolástico que el padre defiende queda expuesto en su contradicción esencial: el modus vivendi de la familia se sostiene gracias a las remesas que envía el hijo emigrado, a quien madre, abuela y hermanos agradecen el apoyo económico para, por ejemplo, comprar bistec de res en la bolsa negra. Todo ello, sobre el acuerdo de que el padre no se puede enterar. “No lo puede saber, pero sí se los puede comer”, advierte el hermano menor.
Los censores no perdonaron siquiera a Padrón cuando, en un gesto de respeto a la costumbre, reiteró el wishful thinking de sus predecesores, al imaginar un acuerdo final entre las partes en conflicto, en la que el padre cede, el hijo emigrado regresa a Cuba y la familia quiebra el territorio de simulación en el que hasta entonces habían coexistido sus miembros.

Mi experiencia de exhibir Video de familia a públicos diversos me ha servido para apreciar eso especial que hace el cine con la gente: un auditorio repleto en Holguín estalló en salvas de aplausos después de verla en silencio, mientras que un grupo de venezolanos humildes que se operó de cataratas en Cuba, a los que me enviaron a “adoctrinar”, hizo un largo silencio al final. Hasta ellos entendían que había más verdad en la reunión familiar que representa el mediometraje que en toda la propaganda que recibieron sobre al país adonde habían ido como resultado de una de las iniciativas del populismo político.
Que la construcción narrativa recurra a un exceso discursivo, puesto que casi toda la acción dramática reposa en los diálogos, o que el tono elegido sea el tragicómico, así como que el uso del tema musical —“Foto de familia”, de Carlos Varela– tenga una intención melodramática, lo hace por cierto mucho más accesible a cualquier público. La abundancia de su tejido referencial, que expone la contradicción esencial entre el modelo de sociedad prometida y la cosa real de la que somos fruto, así como imaginar un universo de relaciones donde sea posible vivir en armonía sin someterse a una doctrina sola, hace de Video de familia una pieza que excede el interés dramático y adquiere un peso de evidencia antropológica.
Mas, el efecto duradero de su fábula deriva del ejercicio de visibilización que supone. Porque toda la coreografía de la familia cubana que se enfrenta a sus demonios ocurre ante una cámara, que graba una home movie para ser enviada al hijo emigrado como salvoconducto o veto definitivo a su viaje de regreso a la isla, es el dato principal aquí. No estaríamos hablando a estas alturas de Video de familia sin el hecho de que todo lo que vemos existe porque el ojo del cine estuvo presente. Y el castrismo siempre ha contado con el silencio de sus víctimas y el aplauso de sus adeptos para fabricar su buena prensa.
Pero en el caso del padre de Video de familia, el hecho de que la expresión abierta de sus prejuicios y postura intolerante, así como de su violencia, ocurriera ante la cámara, supone un varapalo para un sujeto que se dice guardián y portador de la doctrina recta y justa. Porque ahora está expuesto ante la comunidad. Y esa comunidad –primero su propia familia, mañana la nación– verían el verdadero rostro de un individuo atormentado por la ansiedad de hacer que el resto viva según una doctrina que excluye la voluntad del que no piensa como él.
En el todavía acotado territorio del cine cubano a la altura de 2001 ese gesto de puesta en escena fue capital. La moraleja es: esto se puede hacer; esto se puede mostrar. Que un conflicto privado sirviera como alegoría para mostrar el Zeitgeist nacional inspiró por cierto la ya por entonces en ciernes generación que reinventó el cine nacional a pesar de ser ignorada, cuestionada, censurada y difamada por la prensa oficial, los voceros y funcionarios que prefieren un cine que exalte la presunta heroicidad de sus mitos fundacionales y, por tanto, oficie como versión cinematográfica de las vidas de los santos.
Visto así, la respuesta a la pregunta del principio de este texto está en el presente de los cubanos. Video de familia prefiguró cómo sería una sociedad sobreexpuesta en las redes sociales, entrenada en el uso de esa ágora virtual para el ejercicio de la ciudadanía en el único escenario que le queda luego de que el Estado acotara el resto de los espacios para disentir.
Aquella familia son espectros de nosotros mismos, nuestro reflejo, al propio tiempo que el anticipo de un mundo que existe ya no únicamente en el deseo. Un mundo que percibimos primero en el cine, donde estuvo contenido como potencia, y que ha desbordado lo simbólico para siempre.
Puedo entender la extrañeza de la gente de hoy con semejante videocarta, grabada antes de la wifi de contén, la internet de datos, los teléfonos móviles, las redes sociales y el WhatsApp. Para ellos aquel universo es tan remoto como lo eran las ciudades de Europa a inicios del siglo XX para los sobrevivientes de la Primera Guerra Mundial. Algo cercano y al propio tiempo antiguo. Pero sobre todo un sitio al que es imposible retornar.
Vuelvo a ver Video de familia y me encuentro a mí mismo hace 20 años, tratando de entender cómo ese cine iba a acabar por matar al pionero moncadista que fui y al placebo de hombre nuevo que nunca iba a ser. Porque acabé tragándome la píldora roja de Neo en The Matrix, y con ello dejé de obedecer una idea del mundo ajena y arbitraria.
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