Las cajas guardan
momentos que no terminaron,
momentos que prometían.
En esas cajas que no me atrevo a tocar
se han reunido cuentos y novelas,
poesía, lápices y plumas
que no pudieron seguir contando.
Cada vez que decido poner fin
a la tal caja
y me encuentro un libro
o una hoja de papel,
me tiro en la cama,
me agarro a la almohada
y me siento como en una placenta.
Cada día que intento deshacerme
de las cajas,
los recuerdos salen hablando de ellas.
Gestos que escaparon,
aparecen con sus vestidos de ayer
y sus peinados,
sonriendo.
En la caja, en una esquina,
un recuerdo que nunca tuvo vida,
que malograste,
le hiciste mal, que no quisiste ver,
y dejaste atrás a propósito.
Cada día estoy lista para mudarme
a otra casa,
uno se mira de verdad
en el espejo abandonado.
Digo: todavía me falta
poner en orden los papeles,
y el espejo me devuelve páginas
escritas y borrosas,
el espejo me encierra
en el cuarto donde respiro un aire agotado.
Hablas al espejo
y repites temblando:
quiero juntar los papeles.
No sé dónde están.
¿En qué parte?
Y este movimiento de las sabanas de cama
saliendo del espejo
te sacan la promesa
de dar fuego a todo,
a los papeles,
a las cosas,
a las paredes,
a los libros,
a mi piel y mis huesos,
a mis manos
y mis ojos,
a mi pelo,
y por último a ti.
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