Se va el año del centenario de Kafka y la Morgan Library de Nueva York abre una exposición en homenaje al autor checo en el segundo piso donde está la sala Engelhard. En una hora y media ya el recorrido está cumplido para una obra que se ha vuelto interminable en muchos sentidos. No es necesario citar los filmes, los ensayos, las obras dramáticas, los libros de dibujo, las novelas mismas que escribió para medir el infinito que Kafka inauguró con su obra. Al salir de la sala Engelhard, la falta aparece. La exposición aborda el legado de Kafka sin apenas mencionar la novela El proceso que lo hizo célebre y canonizó su nombre para la literatura de todos los tiempos. Raro. No es posible imaginar una distracción. Se trata, más bien, de una limitación. Y es poderosamente notoria.
En una nota informativa al ingreso de la exhibición, se aclara que los materiales dispuestos por la Morgan corresponden a la colección de la biblioteca Bodleian de la Universidad de Oxford, que detenta una parte importante del legado del escritor gracias a una línea de derechos testamentarios que incluyen a las sobrinas e hijas de sus hermanas Elli y Valli. Se agregan a la exhibición las cartas a Ottla, la menor de la familia y corresponsal favorita de Kafka, material adquirido por la misma Bodleian in 2011.
La ausencia de menciones a El proceso no disminuye el mérito de la muestra en la Morgan, todo hay que decirlo. Más bien expande el misterio de su influencia y pone el foco sobre las luchas que sembró Kafka al delegar en otros la destrucción de su obra, convirtiéndose así en el escritor por excelencia de una modernidad literaria obsesionada con la negación de sí misma. De esto habla con lujo de detalles un bibliotecario valiente llamado Benjamin Balint, quien en su libro El último proceso de Kafka: el juicio de un legado literario (2018), recorre cual sabueso la huella del proceso judicial que durante años enfrentó en las cortes israelíes a los supuestos herederos de aquel que pidió como último deseo la destrucción por el fuego de todo su legado escrito.
Tres partes se disputaron durante al menos una década el testamento traicionado de Kafka, fallecido hace cien años, en junio de 1924: por un lado, estaban los representantes del archivo literario de la biblioteca nacional Marbach, de Alemania, que alegaban su derecho en base al patrimonio lingüístico que Kafka adoptaba como propio para su obra, escrita íntegramente en alemán. Por el lado opuesto, figuraba la Librería Nacional de Israel, cuyo amplio archivo de escritores judíos diseminados por la diáspora y luego reunidos en los estantes de la biblioteca, debía considerarse como el hogar natural del legado literario kafkiano. Sus abogados y representantes alegaban además la incoherencia del razonamiento de la Marbach, cuyo país había exterminado a toda la familia Kafka durante el Holocausto (y hubiera incluido al propio escritor, sin duda, si acaso hubiese estado vivo para entonces, cumpliendo de esta forma y de manera involuntaria su determinación de quemarlo todo). Y, finalmente, estaban Esther Hoffe con sus hijas Ruth y Eva, poseedoras de una parte relevante de manuscritos y cartas de Kafka rescatadas por Brod del escritorio de su amigo, y cedidas luego como herencia a Esther en agradecimiento a su lealtad como secretaria privada durante los años que compartieron en Israel.
El documento, de acuerdo con la minuciosa investigación de Balint, es un testamento de puño y letra escrito por Brod antes de su muerte en 1968 en Jerusalén, hasta donde había llegado escapando en el último tren que salió de Praga antes de la invasión nazi en marzo de 1939. En la maleta de Brod iba Kafka: sus diarios, sus novelas no terminadas El proceso y El castillo, sus aforismos escritos en los sanatorios que lo hospedaron, el original de la Carta al padre que nunca fue enviado a su destinatario, y otros escritos póstumos y dibujos de trazo melancólico abandonados en sus cuadernos personales. Un tesoro que en vida de Kafka pocos apreciaban y que Brod supo identificar tanto para su gloria personal como para su miseria pública.
Emigrado de urgencia a Palestina (sí, antes de la partición de 1948 el territorio ya llevaba ese nombre y allí convivían árabes y judíos), Brod se instaló en Tel Aviv con su mujer Elsa, donde desarrolló una intensa tarea de rescate y publicación del legado kafkiano, otorgándose libertades como la de insistir en el título de Amerika para la novela que Kafka había trabajado bajo el nombre de El hombre desaparecido (publicada en español como El desaparecido en la edición canónica de Galaxia Gutenberg). No fue la única intromisión: Balint registra múltiples instancias donde “el Kafka de Brod” interviene a conciencia, como la muerte de Joseph K en la parte final de El proceso, y manipulaciones ortográficas y lingüísticas significativas tanto en los manuscritos ficcionales como en los diarios íntimos. “¿Podemos decir con total certeza dónde termina Kafka y dónde comienza Brod?”, se pregunta Balint, haciéndose eco, en parte, del juicio de Milan Kundera sobre este último como “modelo de desobediencia a los amigos muertos”, transgrediendo con ello la voluntad expresa del autor de destruir su legado.
Fascinante y desmitologizado en el recuento de Balint, el testamento traicionado y errante de Kafka es parte de las muchas hebras, manos, y traspasos que se hicieron cargo de trasladarlo, conservarlo, publicarlo a medias, judicializarlo por entero y, finalmente, fragmentarlo de acuerdo con los intereses que se enfrentaron en abierta desobediencia al mandato original. Esto hasta que el veredicto de la Corte Suprema de Israel dictó, en agosto de 2016, su fallo inapelable a favor de la Librería Nacional y en contra de Eva Hoffe, hija de Esther y heredera natural del legado de Brod traspasado en herencia a su secretaria privada.
El dictamen establecía no solo la afirmación nacional del Estado judío sobre la obra de Kafka que los Hoffe poseían, sino la obligación de entregar todos los manuscritos y posesiones intangibles del escritor al archivo nacional, sin derecho a compensación alguna. La paradoja absoluta de este resultado procesal llegó enseguida: herida por el fallo y lastimada en sus derechos pecuniarios, Eva se encerró en su domicilio de la calle Spinoza, en Tel Aviv, y se dispuso a quemar todos los materiales tal y como había ordenado el propio Kafka antes de morir.
No sucedió, o al menos no de la forma en que Balint imaginó aterrorizado que podía suceder. La última palabra del último juicio de Kafka no fue la muerte de Josep K., acaecida por la reescritura de Brod, ni la apropiación pública e institucional del escritor, ni el suicidio de una heredera en un acto de inmolación desesperada. “Kafka no pertenece a nadie”, escribe Balint al final de su magnífico recuento. No a la lengua germánica, aunque toda su obra esté escrita en alemán. No al Estado de Israel, por mucho que Kafka fuera judío y tomara con entusiasmo clases de hebreo. Y tampoco al capricho de Esther y Eva Hoffe, cuya legitimidad fuera contestada por académicos, kafkólogos y editores por igual.
“No existe un solo episodio en la vida de Kafka donde este mostrara algún rasgo de posesividad”, escribió al respecto Reiner Stach, el autor de la monumental biografía de Kafka. Tampoco sus supuestos herederos públicos o privados, en Israel o en Alemania, podrían alegar posesión alguna sobre su posteridad, acota Balint en su libro: “Si acaso, son ellos quienes le pertenecen a él”.
Como lo expresara el propio Kafka en uno de sus aforismos más célebres, hubo una vez una jaula que salió volando en busca de un pájaro. Tal es la historia de sus cien años. Y la jaula, para beneficio del arte y su libertad de expandir fronteras, fue por supuesto la paradoja de Brod.