Supe de la fecunda vida de Fernando Cuadra en la adolescencia, cuando, vestido con el uniforme escolar, asistía en horas vespertinas al teatro Antonio Varas de la Universidad de Chile. Allí presencié desde Marat/Sade, de Peter Weiss, a Joaquín Murieta, de Pablo Neruda. No obstante, fue en el teatro de la Universidad Católica, ubicado en la calle Amunátegui, donde vi su obra La niña en la palomera (1965). Era un eficaz y atractivo melodrama acerca de una chica estudiante, raptada por el conductor de un autobús de transporte colectivo y encerrada bajo llave en el altillo de una casa.
Por aquella época, Cuadra era profesor de Castellano e integrante del grupo literario Los Inútiles de Rancagua, un movimiento artístico de mediados del siglo pasado al que pertenecieron Óscar Castro, Baltazar Castro, Gonzalo Drago. Como profesor, era un brillante erudito, experto no sólo en literatura universal, clásica, chilena e hispanoamericana, sino en la temible gramática. Escribo sobre un tiempo en que había exámenes y existía el gran miedo de reprobar cursos y repetir asignaturas en marzo del año siguiente. Otras voces, otros ámbitos.
Temible el chico Cuadra. Sin embargo, yo lo conocí en los cursos de la temporada de verano de la Universidad de Chile. Allí, en plena y horrible dictadura pinochetista, asistí a un taller de dramaturgia dictado por él y supe de sus conocimientos, su ingenio y su honda pasión por enseñar, deleitar y hacerse inolvidable. Sus palabras permitían –por horas, claro está– ignorar lo que nos ocurría como sociedad y como país y regresar a encerrarse en la casa antes del toque de queda y los balazos homicidas que cruzaban la noche del país entero.
Años después organizó un festival de dramaturgia en el teatro de la Caja de Compensación Los Andes y con la compañía teatral a la que pertenezco, el Teatro de la Maga, presentamos Al fondo del paraíso, una comedia de mi autoría en la que dos personajes quedan encerrados en la galería de un cine a la espera de que la interrumpida función recomience. Se refugiaron allí porque, tal como ahora, en el exterior es imposible vivir. La protagonizaron Carla Valdovinos, José Miguel Gallardo y Javier Denecken. Recibimos al final del evento un enorme elogio público del maestro, la obra le había fascinado, tal vez porque vio en el montaje su huella y su sombra. Nada raro, esas huellas estaban.
Fernando Cuadra escribía, dirigía, enseñaba y actuaba, todo un hombre de teatro, hecho para el escenario. Sus alumnos, actores y actrices lo adoraban, a esas alturas, estudiantes de una carrera profesional, ya nadie le temía, había pasado el horror a la gramática y se puede ser un excelente actor y actriz con problemas de redacción y ortografía en la escritura del idioma. Qué tanto, a cada cual su propio infierno o paraíso.
Cuadra fue guionista de una exitosa teleserie, La familia de Marta Mardones (1966). No eludía ninguno de los clichés del género, pero era capaz de dotarlos de una atmósfera muy nuestra, ese sentir trágico de ser chilena y chileno y dramatizar situaciones que se esfuman en la voracidad de lo cotidiano.
Pasaron los años, para todos, con risas y lágrimas, como las dos máscaras que simbolizan el teatro. Terminó por exiliarse en Cartagena, un balneario de pobres y olvidados, de caminantes y melancólicos. Allí vivieron Poli Délano y Adolfo Couve. Allí se fue a vivir su exilio don Fernando.
En un programa televisivo de viajes, conducido por la animadora de farándula Karen Paola, lo vio casualmente en el balneario y habló con él, que andaba paseando por donde grababa la conductora, sin tener la menor idea de quién era. Él la informó con modestia: soy actor, dramaturgo y Premio Nacional de Teatro. Tengo la sensación de que ella no sólo no sabía nada de esa trayectoria sino tal vez creyó que era un invento. No obstante, salió del paso con una salvadora pregunta, ¿me deja darle un abrazo?, a lo que Cuadra accedió encantado. Un episodio de comedia que don Fernando manejaba con la misma sabiduría de la tragedia, la de un país que jamás ha privilegiado el arte y la creación humanistas, sino todo lo contrario, la evasión y lo superfluo.
El 31 de mayo, Fernando Cuadra se durmió en su casa, pasados los 90 años de una vida creativa, generosa y al margen de la educación de un país que no puede ni debe seguir perdiéndose a seres como él, es un despilfarro. Ahora sin duda navega a la cuadra por un océano de paz y de oleaje suave. Chile aún no se cuadra con su sombra ni menos con el resplandor de su luz. Mejor que los homenajes póstumos es asumir al fin su prodigiosa enseñanza.
Hasta mañana, don Fernando, no lo olvide, tenemos ensayo.
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