Lynn Cruz en 'Sala R' (FOTO Daniel Reinoso)
Lynn Cruz en 'Sala R' (FOTO Daniel Reinoso)

Un altoparlante anuncia que los pacientes de Sala R, de la clínica 26 de Julio, dan la bienvenida a los visitantes. ¿Quiénes son estos insolentes que se toman la atribución de dar una bienvenida tan poco común? ¿Qué hacen y por qué están en una clínica para enfermos mentales, un lugar que al parecer goza de soberanía propia y total impunidad?

¿Qué sucede en ese sitio esperpéntico, manicomio-país o país-manicomio, nunca se sabe? Son algunas de las preguntas que se debaten en la obra de teatro, Sala R, escrita y dirigida por la actriz, directora y dramaturga Lynn Cruz y representada por el grupo Teatro Kairós.

Los espectros de la muerte deambulan por el patio, el jardín o cualquier otro lugar donde se ponga en escena la obra, y se ven moscas alrededor de un cadáver; incluso, una posada sobre su brazo ensangrentado. En el recinto donde están recluidos los pacientes más peligrosos de la clínica, criminales y psicópatas, se ha cometido el asesinato del enfermero que los atiende, máxima autoridad visible, un profesional de alta cualificación del sistema de salud cubano. Desde el mismo inicio, Sala R presenta credenciales: la muerte de la autoridad por parte de los recluidos, alienados, los que no tienen voz ni voto y hay que corregir; en fin: “gente molesta en general”. Los olvidados de la tierra, en el manicomio, se han rebelado contra el poder absoluto, la institución médica como centro hegemónico; pero este suceso escénico puede hacer alusión a un área más extensa que un simple hospital psiquiátrico; queda a disposición del espectador; por ejemplo, puede señalar con bastante precisión a la Cuba actual, isla prisión o manicomio gigante, (se está por investigar), donde por el tiempo en que aparece Sala R en escena se conjeturan serios asomos de conato: la población insular y la del manicomio, como colonias penitenciarias díscolas, ¿kafkianas?, se rebelan casi al unísono, y aún se escuchan los ecos de sus reclamos. Una nube de humo cubre el escenario para luego disiparse: muerte y oscuridad dan paso a las siguientes escenas, nueve en total, y comienza a desenredarse la madeja.

Entra un cura con un libro en las manos, El poder de los sin poder, de Václac Havel, a modo de Biblia, y hace una misa inusual, por contexto y no por esencia, en la cual define y presenta las normativas despóticas de Sala R con un sermón de reafirmación revolucionaria, sin esperanzas algunas para una comunidad desamparada a la que no le queda otra alternativa que asumir las consecuencias de sus desatinos; porque todos, absolutamente todos los pacientes, con sus crímenes a cuestas, han quedado a la deriva en Sala R, y nadie que no sean ellos mismos moverá un dedo por su suerte. La arenga del prelado alude, en forma de parodia, a un panfleto de Fidel Castro, y los guiños rocambolescos comienzan a aparecer en escena: el cura cae al piso y la voz sigue en off; tal parece que ni en momentos de colapsos la voz de la mala conciencia queda interrumpida.

Cubierta de ‘SALA-R’. Foto: Hurón Azul / Facebook.
Cubierta de ‘SALA-R’. Foto: Hurón Azul / Facebook.

La obra avanza con la aparición del personaje nombrado Interno 1, el protagonista, también con un discurso que cuestiona, ahora, al sistema judicial. A decir de él, nadie puede asegurarse de que no irá a la cárcel o a mendigar en la sociedad (¿totalitaria?). En su caso, en el manicomio que aquí se traduce más o menos de la misma manera. Interno 1 pertenece al grupo clasificado como “gente molesta en general”, es su máxima representación en la obra, aquellos que han aprendido y osado pensar por sí mismos entre el despotismo y autoridad, por lo cual están destinados a sobrevivir en esos sitios de olvido. De hecho, Interno 1 hace la denuncia cuando es asediado por los fantasmas oscuros de la muerte (¿del poder, de la policía política?), es consciente de que ha sido recluido por su forma de pensar más que por algún desequilibrio síquico: “no estoy aquí por los panfletos”, dice Interno 1. Este personaje se muestra enérgico, poseedor de una verdad axiomática, también quiere denunciar y en tono conciliador hace propuestas obscenas para la nomenclatura invisible pero omnipresente del siniestro manicomio: “en vez de publicar panfletos, que publiquen arte. Llenen sus periódicos de arte. Empiecen por publicar a los que han censurado. A Virgilio Piñera, a Reinaldo Arenas, a Cabrera Infante”, dice. Pero nadie lo escucha, por qué habría que escucharlo si son las palabras vacuas de un “alienado” y, por lo tanto, no tienen valor. Cuando hace mención de figuras proscritas de la cultura cubana, este intelectual renegado queda en solitario, sin más nadie a su alrededor que sus ideas refinadas, ha cometido la imprudencia de mencionar a esos “demonios” censurados y hasta los fantasmas lo abandonan a su suerte en el manicomio.

Cruzada contra el panfleto como documento que manipula y controla, en Sala R está presente esa batalla que enfrenta la obra de arte liberadora y edificante contra las intenciones hegemónicas. De nuevo aparece el viejo dilema poder versus intelectual, y aquí hay que hacer una salvedad: el arte libera, propone Sala R. Igual es una recomendación de la dramaturga, en coherencia con preceptos brosdkianos, que apelan a la sustitución del relato panfletario convencional, también puede leerse como la sustitución de presupuestos de la Historia y el archivo manipulado por obras de arte auténticas que hagan pensar y edifiquen a un hombre diferente. El manicomio está repleto de pacientes que colmarán la sociedad postotalitaria, ¿la que está por venir?, y el arte puede ser de gran ayuda para un futuro cercano. ¿Podrá el arte salvarlos del olvido y la locura? Hay una sentencia en Sala R que ilustra y también cuestiona: “Cuesta solo un instante construir un héroe y toda una vida hacer un hombre de bien. ¿Por qué no hablar de la vulgaridad del corazón humano?”, advierte Interno 1 en una de sus arengas. El héroe, gente ordinaria, improvisada, contra el artista forjado en la voluntad cotidiana del saber.

En la escena sexta, que funciona como parteaguas, preámbulo que acerca el final, Lynn Cruz vuelve a reafirmar el tema del arte como actividad liberadora y de encuentro conciliador entre los seres humanos. Es el único momento en que los internos del manicomio comparten en armonía, momento crucial, artístico por definición, cuando las bestias están amansadas por el imaginario creativo común. Es el instante de la creación, en este caso del hombre como centro del universo. Los personajes se desplazan en el escenario, danzan al compás de una música evocadora de sonidos ancestrales, y con sus propias manos moldean el barro inicial, otra vez materia prima del nuevo ser, pero como recomienzo de la vida desde el arte, motor creador de lo verdaderamente humano. Escena performática insertada en esta obra polisémica y polifónica a la vez, que se apoya en las expresiones de otras manifestaciones artísticas para expresar un contenido que, en este y en muchos otros casos, va más allá de los aconteceres meramente locales.

Sala R dispone de pocos diálogos, también efímeros pero sugerentes, uno de ellos es el que establecen Interno 1 y Enfermero. Las ideas contra la muerte o ¿acaso en el manicomio como institución de encierro la muerte sigue manipulando las ideas?:

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Interno 1. ¡Por fin! ¡Les felicito, señores! ¡Enfermero nos honra con su visita! ¡Maldito bicho! (Patea en el piso) ¡Hay que matar a esa culebra! ¡No, matarlo sería poco! ¡Habría que ahogarlo en el retrete!

Enfermero. ¿Por qué?

Interno 1. ¿Por qué? (vocifera y se le acerca con aire amenazador). ¿Quieres saber por qué? ¡Ladrón! (masculla con repugnancia). ¡Chicharrón! ¡Verdugo!

Enfermero. Maestro, le puedo asegurar que nunca he robado nada. Y en lo demás, exagera también. Veo que está molesto conmigo.

Casi en su totalidad, la estructura de Sala R está montada sobre monólogos, mediante los cuales los internos van narrando sus desventuras, sin lamentos, más bien convencidos: de acuerdo con su formación ideologizada, ellos tienen una misión personal e histórica que cumplir. ¿Resignados a estar de por vida en ese estercolero?, es una de las cuestiones. Dentro de los géneros dramáticos la obra clasifica como pieza. El factor intelectivo va a prevalecer sobre las emociones, aunque se hace notar una indagación profunda sobre el alma humana y las relaciones interpersonales. En Sala R, Cruz inunda escenas de sentimientos sin llegar al lloriqueo melodramático, aparecen emociones solapadas por todas partes, no podría ser de otra manera en un ambiente tropical.

Estreno de ‘Sala-R’ en la azotea de la Calle 13, El Vedado. De izquierda a derecha, Evelyn Corvea, Lynn Cruz, Luis Trapaga, Olivia San Roman y Jorge Carpio (foto: Miguel Coyula).
Estreno de ‘Sala-R’ en la azotea de la Calle 13, El Vedado. De izquierda a derecha, Evelyn Corvea, Lynn Cruz, Luis Trapaga, Olivia San Roman y Jorge Carpio (foto: Miguel Coyula).

Suenan los tambores. Entra Babalao, sacerdote de la santería cubana, viste todo de blanco, impoluto, y trae unos cocos en las manos. Babalao va a leer la suerte del momento en el manicomio, hay crímenes y aires levantiscos por todas partes, la represión se torna insoportable. Babalao se dirige al altar donde están las ofrendas, entre ellas una réplica en miniatura del monolito que guarda las cenizas de Fidel Castro, La piedra, y también una botella de aguardiente de caña que hace bajar los espíritus de los muertos. Babalao se persigna, se lleva a la boca un trago del aguardiente evocador y rocía las ofrendas, tira los cocos y se concentra en su lectura. Hay tensión, el público espera los vaticinios de este adivino, herencia directa de los oscuros cielos africanos. Finalmente, Babalao encara al público y arenga. Las predicciones, más bien recomendaciones, están acorde a las circunstancias que vive la sociedad cubana actual: sugieren internamiento, hablan de tomar las armas, las del momento, o sea la palabra, el teléfono y, sobre todo, Internet, como nuevos soportes con los que cuentan las generaciones de jóvenes contemporáneos para su emancipación, personal y social. Babalao regresa luego al altar, falta algo por ver y vuelve a leer los cocos. Se sorprende cuando vislumbra el panorama inmediato que indican, santos y muertos, y anuncia la última y más rotunda de las predicciones: “Es la hora del pueblo”, grita Babalao. Y todo queda dicho.

Pero el peso de la obra recae en los monólogos siguientes, momentos en que van a suceder los acontecimientos más importantes en Sala R. Interna 6 entra en escena, típica millennial que ha sufrido abandonos familiares y las imposiciones de una tradición en decadencia (local y universal), atropellos propios de su generación. Se rebela como buena millennial, se convierte en una fría asesina, ha matado a la abuela y también a Enfermero. No tiene compasión, es arisca y agrede a los demás internos. Qué hacer con ella mientras continúa la función. Solo hurgar en el alma de esta “chica mala”, porque también, en lo más hostil de sus pareceres hay motivos que la humanizan, que le dan un toque de querer cooperar. Ella está traumatizada con la escasez, en especial de carne, como una gran parte de las generaciones de cubanos actuales. Persuadida por los espectros de la muerte, igual de traumatizados por tanta penuria, Interna 6 reparte entre el público la carne del cadáver del enfermero como fuente de padecer y dolor al mismo tiempo. Es evidente que la autora tampoco ha dejado de la mano un tema crucial para la sociedad cubana contemporánea, las carencias cotidianas que afectan a casi todos.

A su vez, uno de los monólogos fundamentales, casi central por su dramatismo, es el de la paciente Interna 2, típica “loquita” abusada, víctima de una sociedad machista y despótica. Se desdobla, padece de personalidad múltiple, mecanismo de defensa que le permite fugar de tantos sufrimientos que la atormentan. Maltratada y violada por un padrastro abusador, por demás, un alto oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Interna 2 narra y se regodea en la forma en cómo mató a su maltratador. Y aquí nuevamente se presenta el poder desmedido de la autoridad, filial e institucional, que recae sobre el individuo indefenso, casi como una constante en el imaginario de la dramaturga. Nada podrá salvar a Interna 2; de antemano, ya está decidida su condena. Ella cargará con sus delirios, cargará con la impotencia de las víctimas que son revictimizadas en un manicomio-sociedad donde jamás hay un atisbo de justicia.

Como elemento de vital importancia, en estructura y contenido, Sala R recurre a la música y letras de himnos y canciones, uno de los encantos de esta obra, desde lo más universal hasta lo más genuino del repertorio musical cubano. Letras como “La Internacional”, “Drume negrita”, “A los héroes…” y “Se acabó la diversión”, además de algunas extraídas de otras obras dramáticas, van a servir, en ocasiones, como cortinas entre escenas y monólogos, y también como elemento de parodia, desacralizador, que refuerza la intención de los contenidos.

De igual forma, la universalidad se impone en Sala R. Su mayor evidencia se encuentra en la cantidad de referentes a los que apela la dramaturga. Shakespeare y Chéjov, Joseph Brodsky y Václav Havel, Ingmar Bergman y Dušan Makavejev son algunos de las figuras del arte universal que van a configurar esta singular obra de teatro, como collage de ideas y presupuestos artísticos. Cruz ha fundido en un discurso originalísimo una buena parte de lo más genuino de la cultura y el arte occidentales.

Un último monólogo importante de Sala R da paso a los acontecimientos finales. Se trata del relato de otra de las pacientes asesinas que componen la colonia del manicomio. Interna 3 mata a un médico, una doctora en su caso. Recurre la muerte de un profesional de la salud como bombardeo a un sistema sanitario que dejó mucho que desear durante la pandemia reciente. Interna 3 toma la piedra, la más grande de las réplicas del monolito, y la estrella contra el piso, ¿contra la cabeza de su víctima? “La mujer, la doctora de piedra estaba sangrando. Tenía la piel dura”, dice Interna 3. Piedra que destruye a otra piedra, choque de ideologías detrás del dolor inmediato de la pérdida de un ser querido. Pero Interna 3 no se arrepiente de su crimen, ni siquiera se lo plantea: ella ha cumplido con el deber inculcado, la defensa a ultranza de un sistema de valores. Luego no queda más que cantar, hacer un recordatorio al valor de los héroes porque, a su parecer, ellos son la continuidad indispensable en el relato de la nación-manicomio.

Hay un orden de aparición de los personajes para la escena final de Sala R, que recompone el manicomio. Interno 1 entra con un cartel, la típica valla portadora del panfleto, que dice VIVA LA REVOLUCIÓN. Le siguen los demás internos que quedan en una posición congelada, estáticos ante tanta solemnidad ya pasada de moda. Los preceptos de las ideologías no pueden hacer más que congelar el alma y el cuerpo humanos. Luego aparece en el escenario Combatiente de la Revolución, que junto con el cura y Babalao suman tres personajes que encarna Paciente ambulatorio, narrador de la historia, especie de deus ex machina, que entra y sale de la trama y también del manicomio.

Combatiente de la Revolución hace su discurso. Reafirma los argumentos del sistema y a la vez alerta de los peligros que amenaza lo que él reconoce como Democracia ¿el manicomio? Pura demagogia que caracteriza su papel de manipulador de masas. Los demás pacientes se burlan, los tiempos del engaño pasaron, estamos ante un nuevo manicomio. Pero Combatiente de la Revolución no admite contradicciones, mucho menos burlas, y busca a los culpables dentro del grupo de pacientes. No los encuentra y se dirige al público, los desprecia, apunta con el fusil y dispara.

De izquierda a derecha, Lynn Cruz, Reynier Morales, Evelyn Corvea, Olivia San Roman (foto: Daniel Reinoso).
De izquierda a derecha, Lynn Cruz, Reynier Morales, Evelyn Corvea, Olivia San Roman (foto: Daniel Reinoso).

Parece el final, pero no, la cordura se apodera de Combatiente de la Revolución que retorna a su papel de Paciente Ambulatorio. Comienza a desvestirse hasta quedarse en calzoncillos y con un pulóver marca Adidas. Los demás internos se desvisten también y quedan desnudos. Paciente Ambulatorio reinicia su discurso, ahora más mesurado, la nueva realidad se impone. Cuestiona la verdad como categoría y la traslada a la esencia del arte en contraposición a la realidad. Paciente Ambulatorio sentencia, es su misión desde la cordura recuperada: “Las leyes que rigen la sociedad contemporánea son como los virus, invisibles, omnipresentes y eternas.

Los internos quedan a merced de los nuevos tiempos. Y nada mejor para comenzar en el manicomio que un son, además, revolucionario, en correspondencia con el momento.


* Este texto es el prólogo a Sala R, de Lynn Cruz, publicado por la Editorial Hurón Azul, en 2022.

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