NEGACIÓN
Disturbios en Plaza Italia durante el primer aniversario del estallido social de 2019 en Santiago de Chile (FOTO MARTIN BERNETTI / AFP)

Permiso para entrar.

El edificio donde me hospedo está ubicado a metros del Museo de Bellas Artes, en el viejo barrio Lastarria de Santiago, donde vine por tres semanas luego del plebiscito que concitó la atención de expertos y prensa de todo el mundo. Ya casi no queda nadie. En la puerta un muchacho delgado, el cuerpo tatuado en los brazos y el cuello, las ropas ajadas, cubierto con un buzo con capucha que le cubre la cabeza e impide verle la cara, bloquea el ingreso mientras termina su cerveza bebiendo de la botella. Permiso para entrar, le digo.

Entonces Lucho, Manuel, o Pedro, levanta la cabeza y descorre la capucha: no tiene más de veinticinco años, su tez es oscura, lleva los dedos y manos manchadas de grasa o aceite, y tiene los dientes picados como los de un viejo cuando muestra una sonrisa adolescente, tranquila, inmutable. Sin duda, no tiene trabajo. Tampoco más dinero que el que recoge de las monedas que le dan a la salida de la botillería de la esquina. Es poco probable que haya terminado el colegio y menos aún que siga algún curso en un instituto técnico. Un joven de la calle, en suma. Quizá fue primera línea en la revuelta de octubre de 2019. Es probable que rompa algún semáforo o patee una vidriera en las rituales protestas de los días viernes que todavía hoy, después del plebiscito que rechazó por amplia mayoría el texto de nueva Constitución, vandalizan una y otra vez el barrio, desde el sector de Plaza Italia hasta Lastarria. Es muy probable que Lucho se aburra después de una hora de tirar piedras y no quiera seguir marchando hasta el centro cuando los demás se apuran en llegar a la sede de Gobierno. Entonces busca cualquier lugar donde sentarse y con gesto aburrido destapa una cerveza fiada en la esquina.

Permiso para entrar, insisto. Lucho levanta una mirada tranquila, amistosa incluso, mucho más amistosa que la mía, en todo caso, porque el clima delictual que reina en Santiago ha provocado la paranoia desatada de la clase media, el encierro voluntario a cal y canto de los barrios ricos, y el abandono flagrante de los sectores populares, principales víctimas de la criminalidad organizada. He vivido antes esta misma escena, pienso, mientras espero que Lucho me escupa encima o, ya puesto en el rol, me cobre un peaje para entrar al edificio. La he vivido antes porque la escribí, claro: imaginé la revuelta en las calles, trajiné en el reino del exceso y la furia, le puse un nombre a Lucho, prefiguré este mismo edificio donde me hospedo, la discutida esperanza a la que dio lugar, tanto como su terrible éxtasis de negación y fuego a los 30 años de democracia previa. Una pírrica victoria de la escritura que no sirve para nada, todo hay que decirlo, salvo para enfrentar este momento ante Lucho que bloquea la entrada al edificio como si solicitara el pago de Chile para ir en busca de otra cerveza.

Su casa, me dice él, y echa el cuerpo a un lado invitándome a pasar.

Qué precisa y exacta manera de presentar la grieta abierta en este país a quince días del plebiscito. Ya lo dijo, muy ufana, la exprecandidata presidencial Yasna Provoste tras oír los resultados que daban 20 puntos porcentuales de diferencia a favor del Rechazo: no es que hayamos perdido, sino que todavía no hemos ganado. Es lo que se llama hablar con espinas en la boca. Negar la realidad y adecuarla a los deseos propios es definitivamente bueno para la literatura pero fatal para la política: si Yasna nos dice que Lucho se tiró al río en un acto de protesta, y tú aseguras haber estado conversando con él hace cosa de minutos, lo que hace Yasna es ir y empujar a Lucho al río para que la realidad calce con el sacrificio que ella ha imaginado como deseo realizado de su agenda política (en privado sabe que no es así, es decir sabe que acaba de matar la realidad ahora que Lucho está de verdad ahogándose en el río).

La lengua de la negación es triste pero adictiva: domina en las conversaciones familiares, en la mesa de los amigos, en los encuentros casuales. Más que una salida retórica, se trata de una reacción de pérdida de realidad, de brusca desafección de lo que tan solo días antes lastimaba tu sensibilidad y afectaba enormemente tu decisivo compromiso con el país. El amigo A culpa a los medios y a las fake news de la derrota (sin reparar que el texto constitucional propuesto podía ser tildado él mismo de fake news por la cantidad de promesas irrealizables que proponía); la amiga B considera inminente el surgimiento de una nueva revuelta, esta vez definitiva (pero definitiva de qué, no se sabe: como si tras una paliza futbolística de 0-4 el equipo perdedor planeara retirarse del campeonato y organizar una barricada fuera del estadio para destruir la posibilidad de futuros torneos competitivos); el grupo de amigos C concluye que el pueblo es ignorante y falto de toda preparación para los desafíos del futuro que Chile se proponía enfrentar (dictamen refrendado por el propio presidente Boric que, en un arranque de sinceridad, argumentó que no podía ir por delante de un pueblo que se resistía a seguirlo hacia donde él pretendía llevarlo).

La guinda de la negación al desastroso resultado del plebiscito fue un clásico del rencor en política: descargar la culpa de todos los males nacionales en el sionismo internacional, esta vez personificado en el embajador de Israel, Gil Artziely, quien al ser citado para presentar sus cartas credenciales, debió abandonar La Moneda con escándalo público luego de que se rechazara su presencia en la sede del Gobierno. El motivo: un fatal incidente ocurrido entre miembros de las Brigadas de Mártires Al Aksa y la policía israelí en una localidad de Cisjordania, con la muerte de un joven de 17 años. Tan lejos, y tan cerca de la estupidez diplomática, que el insólito desaire fue saludado con gloria por Hamas a través de sus órganos de prensa, mientras Boric ganaba una medalla al valor por parte de los senadores y diputados oficialistas del PC y de Revolución Democrática, con el estupor de los gobiernos sionistas y homicidas de Canadá, Australia, Japón, la Unión Europea, y los Estados Unidos.

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El rencor es el síntoma de la negación, su flor de primavera tras el bajón del Rechazo. Así al menos lo hizo saber Diego Zuñiga, escritor joven y reconocido, quien hizo elogio público del rencor en el marco de la Feria Internacional del Libro en Buenos Aires celebrada a fines de septiembre, en lo que pareció un intento por explicarle al público argentino el sentimiento que embargaba a muchos en Chile de “querer salir a quemarlo todo”. Por su lamento, es evidente que Zuñiga (a quien aprecio como escritor y con quien hemos compartido presentaciones y viajes) está mejor preparado para el éxito que para la derrota, como sucede con buena parte de los artistas y escritores nacidos con la democracia. “No les puedo explicar cuánto hemos extrañado a Lemebel en estos tiempos de revuelta chilena, cuando a tantos se les cayeron las máscaras y han sacado a relucir un clasismo que se tenían bien guardado: escritores, artistas, críticos, filósofos”, dijo el representante chileno en la FILBA.

Se puede disentir o estar de acuerdo con los deseos incendiarios de Zuñiga, comprender y compartir incluso la molestia biográfica que lo inunda ante el clasismo estructural en Chile, o calibrar la falta de oportunidades de la que él parece haber sido objeto y la marginalidad que eventualmente inunda su entorno y le ha impedido desarrollarse como corresponde. Todo eso es materia que una estadística de la movilidad social podría aclarar. Lo impropio es convertir a Pedro Lemebel en el modelo virtuoso del rencor y del resentimiento, en circunstancia que para muchos (y me incluyo) era exactamente lo contrario: un ser lleno de vida, de humor, de deseo y teatralidad, capaz de usar la lengua como un látigo de fuego y no como una triste sombra de la derrota, en la mejor tradición de los grandes escritores y locas de las letras latinoamericanas como Copi, Arenas y Perlongher. El rencor, la destilada amargura, la rabia del resentido, la infelicidad del odiador, eran precisamente las acusaciones que dejaban caer sobre Lemebel quienes lo leían como un literato (algo que nunca fue y de lo que renegó en toda su escritura), en vez de tomarlo como lo que era: un histrión, un performer de las máscaras chilenas, un cronista de su propia esquina, un comunista que fraternizaba con aquellos que no lo eran, una loca a toda vela, encantador y lúdico. Allí está como prueba no solo el recuerdo de quienes lo conocieron en dictadura y luego lo abrazaron en democracia, sino también la ponderación crítica de su obra. Ejemplo de lo anterior es La vida imitada, un volumen de ensayos editados por Fernando Blanco que constituye el más amplio registro crítico que se haya escrito hasta ahora sobre las camaleónicas personalidades de Pedro Lemebel. Su pedestal no fue nunca el resentimiento sino el disfraz, el juego, la burla. Con esos instrumentos del desparpajo se presentó en salas de teatro, estudios de televisión, locales sindicales, congresos culturales y galerías de arte, sin otra distinción que la libertad para ocupar espacios y cuerpos. Solo quien hace de su biografía un ejercicio de afirmación radical, y no un alegato fúnebre, es capaz de alcanzar esa pluralidad.

No es cierto que nos falte Lemebel para alimentar el rencor. Ni tampoco que nos falte Lihn ni que nos falte Parra ni que nos falte Ruiz ni tantos otros que la enfermedad quebró. De rencor estamos llenos, hasta la saciedad, y todos los que se han ido en verdad nos faltan para ganar la realidad y curar la vida y la imaginación de un país extraviado desde mucho antes de su negación. Es duro volver a Santiago y descubrir este tipo de cosas. Pero siempre lo es cuando se trata del origen, que nos incumbe a todos.

No hay permiso para salir.

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ROBERTO BRODSKY
Roberto Brodsky (Santiago de Chile, 1957). Escritor, profesor universitario, guionista y autor de artículos de opinión y crítica. Entre sus novelas se cuentan El peor de los héroes (1999), El arte de callar (2004), Bosque quemado (2008), Veneno (2012), Casa chilena (2015) y Últimos días (Rialta Ediciones, 2017). Residió durante más de una década en Washington como profesor adjunto de la Universidad de Georgetown. Ha vivido por largos períodos en Buenos Aires, Caracas, Barcelona y Washington DC. A mediados de 2019 se trasladó a vivir a Nueva York.

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