Mis amigas y amigos me escriben con preguntas y entusiasmos. Las portadas de los diarios en Europa hablan de la victoria de los hijos de Allende. Algo nuevo barre con el aire viejo de la política y lo sacude de su fatiga burocrática, de sus corrupciones prematuras, de sus decepciones monumentales y de sus rápidas atrofias de material una vez alcanzado el poder. Es un momento asombroso de verdad. Me recuerda noviembre de 2008, cuando un joven abogado conocido por su trabajo en las comunidades negras de Chicago ganaba las primarias de su partido y, luego de derrotar al establishment demócrata, conquistaba las elecciones nacionales en los Estados Unidos. El mundo entero se encantaba entonces con el primer presidente negro instalado en la Casa Blanca: era el Obama’s touch que golpeaba las puertas de la historia con su estilo desprendido, casi informal, cool por donde se lo mirara. Y de forma casi inusitada para la política norteamericana, la gente salió a las calles a bailar y celebrar la buena nueva.
Lo mismo ocurre hoy en Chile, y de Chile para el mundo: Gabriel Boric Font, el joven líder sin otro referente político que el de las luchas estudiantiles de 2011 por la reforma del sistema educacional, desplazó primero al principal candidato de la izquierda, el alcalde comunista Daniel Jadue, y luego derrotó sin apelaciones al candidato de la restauración conservadora José Antonio Kast, diputado de la ultraderecha que prometía orden, seguridad, mano dura contra la inmigración y políticas de género regresivas hacia las mujeres y las comunidades de pueblos originarios. Con apenas 35 años, Boric es ante todo un fenómeno político involuntario, es decir, alguien que llega al poder sin aspirar a él ni pretenderlo, no al menos en esta pasada. Hasta hace unos meses, cuando enfrentó a Jadue en las primarias con el solo objetivo de no dejar morir a la nueva izquierda que lo apañaba, y dispuesto a ganar experiencia y sacar lecciones como el único postulante de su sector con edad suficiente para inscribir una candidatura presidencial, Boric era un aprendiz del poder real. No sabía mentir, podía equivocarse con facilidad, enfrentaba los dilemas políticos con verdades flagrantes y sentido común, no ocultaba su idealismo generacional, se tatuaba la piel, hacía recomendaciones de bandas de rock, cambiaba de corte de pelo una vez cada quince días, y citaba a Enrique Lihn de memoria para defender proyectos de ley en su rol de diputado. Ningún otro presidente electo podría igualarlo en su cotidianidad: vivía en un departamento modesto del centro de Santiago, se reunía a tomar cerveza con los hijos descarriados de los líderes de la Concertación que habían dominado la política del país durante los últimos treinta años, y apenas se inmutaba cuando la ultraizquierda lo escupía en la calle por haber apoyado el acuerdo por la paz que encausó la protesta social de 2019 por la vía de las elecciones nacionales para escribir una nueva Constitución política en el país. Gabriel Boric, que aprendió a decir NO observando a sus mayores y respondiéndoles a su vez, tuvo el valor de decir SÍ cuando llegó el momento de abrir una salida política a la crisis total de gobernabilidad en octubre de 2019.
Desde entonces, no ha hecho más que crecer, hasta este mes de diciembre en que se convirtió en el presidente electo más votado de la historia política chilena, quebrando todos los récords: por edad, por votos recibidos, por número votantes en una elección con sufragio voluntario, por hincha irredento del club Universidad Católica (el más pituco del país), por su condición de soltero y en noviazgo con Irina Karamanos –una mujer militante del feminismo que no pretende ser primera dama en su acepción tradicional–, por familia magallánica, criado y crecido en el extremo sur, por no haberse titulado jamás en la Escuela de Derecho donde estudió y egresó, por su condena al régimen de Ortega en Nicaragua y su rechazo a la represión contra las protestas en Cuba, y finalmente por su capacidad de reacción y reflejos para enfrentar un balotaje ultrapolarizado, Boric es toda la esperanza de un país golpeado por la violencia, dividido por su pasado, atemorizado por la incertidumbre de una crisis social y económica sin precedentes desde el retorno a la democracia.
Se equivocan quienes ven en el nuevo presidente electo chileno una señal victoriosa de la retórica clásica de izquierda. En este mismo espacio, a propósito de las reacciones que desataba en toda América Latina la disidencia pública del movimiento Patria y Vida en Cuba, escribí sobre Gabriel Boric y las razones para ver en él a un aliado de rostro humano más que a una bandera de las ideologías del siglo pasado. “Desintoxicado de los sectarismos de la vieja izquierda, nutrido en las lecciones políticas que dejara el trágico derrocamiento de Allende, abierto a la inclusión y las ideas nuevas, el liderazgo de Boric es esperanzador antes que amenazador”, escribí entonces y lo sigo creyendo ahora. Por lo mismo, Boric es más hijo de las victorias de este siglo que de los fracasos del anterior. No es tanto un hijo de Allende, como tituló el periódico L’Humanité en Francia, como el nieto dilecto de la tragedia chilena y de su presidente inmolado en La Moneda. Y ya se sabe que los nietos, para bien o para mal, están o se sienten más cerca de sus abuelos que de sus padres. Por el contrario, matar a papá es un viejo oficio de los hijos, y si en el arte y la literatura esto es una cláusula de vida, esta misma verdad es el arcano mejor guardado de la política. Para llegar al poder, como para meter goles, hay que escupir en la cancha. Saber hacerlo ente dientes, sin fallo alguno, para que el rival notifique el vértigo. Por lo mismo, con sus indelebles 35 años en el cuerpo, Boric no puede ser sino el hijo pródigo, porque involuntario, de esa Concertación de partidos y líderes que condujeron la transición a la democracia en Chile. Lo demuestra un hecho simple, señalado oportunamente por el columnista Daniel Matamala y otros analistas de la plaza, cuando lápiz en mano apuntó que el mismo porcentaje que dio la victoria a Boric por un 55.87% contra el 44.13% de Kast, es el resultado que derrotó a Pinochet en el decisivo plebiscito de 1988, con un 55.99% a favor del NO contra un 44.01% que apoyó el SI de la dictadura. Es decir que, en este 2021, los chilenos tuvimos dos opciones claras ante las cuales inclinarnos: o volvíamos al año 1988, que fue el año de la definición de los sueños de libertad ante la realidad de un régimen tiránico, o retrocedíamos definitivamente al año 1980, que fue el año de la consolidación del totalitarismo en Chile. O lo intentábamos de nuevo con Boric, o nos rendíamos a esa fatídica estructura de privilegios e injusticias que ha dominado a la república desde sus fundamentos como nación.
Las cifras son encantadoras, además de que a los chilenos nos gusta muchísimo votar. Tan decisivo como el plebiscito de entonces lo fue esta elección presidencial que acaba de cerrarse. En ambos casos, la esperanza le ganó al miedo. En ambos casos, lo que ofreció la derecha más conservadora fue el pánico de lo que ocurriría en caso de derrota. Ayer como hoy, ninguna hecatombe se ha hecho sentir ni han entrado los tanques rusos a las calles de Santiago. Todo lo contrario, más bien. La noche del triunfo, el domingo 19, las calles de las ciudades se llenaron de banderas, fiestas y tambores, reventaron las redes sociales y una multitud impresionante se congregó alrededor de la Biblioteca Nacional para oír el discurso victorioso del nuevo Presidente. Los significados de ese triunfo han sido explicados y celebrados ya con holgura, pero una escena vale por mil palabras: en medio de la muchedumbre, a cuadras del escenario montado por la candidatura de Boric y sin poder acceder a ella, una auténtica asamblea humana se congregaba en torno a una enorme radio portátil sostenida sobre los hombros de un poblador ni muy vestido ni muy aseado. Todos escuchaban atentos, concentrados, las palabras del nuevo presidente que hablaba en ese momento. Hemos vencido, la esperanza le ganó al miedo, decía Boric en la radio: y la gente estiraba la oreja sobre el altavoz como si el aparato escondiera un pájaro allí dentro y el pájaro contara una historia de otro tiempo, o la voz de Boric se confundiera con otro discurso que no era de victoria sino de derrota, o bien era la escena de la gente amontonada alrededor de una radio en medio de un silencio multitudinario la que se repetía en la calle, toda esa gente atenta como si se le fuera la vida en la escucha, suspendidos de la voz como si quisieran memorizar una a una las palabras allí dichas y proclamadas, el fantasma de la radio Magallanes diciéndoles que estaba vencido y que su voz se apagaría en unos cuantos minutos pero que aún así la historia no se detendría allí, porque otros golpearían las puertas de esa misma escena por trágica que fuera aquella. “Estamos parados sobre los hombros de gigantes”, decía Boric, y la gente en la calle se miraba sin saber en realidad a quién podría referirse el nuevo presidente, si al mismísimo Allende, su gran modelo histórico, o a la profecía que lo espera en el laberinto de esta esperanza que los chilenos de todos los tamaños y creencias tendremos que sostener y apoyar desde el próximo 11 de marzo de 2022. La gente aplaudía, uno que otro pedía silencio para escuchar mejor. Todos se juntaban tratando de abrigar las palabras del orador. Yo también me acerqué. Algo más grande que cada uno de nosotros se nos va en la posibilidad de que Boric fracase o salga airoso en este regreso al futuro donde hemos quedado instalados como país.
Increíble como Rialta, y este Bobby Brodsky pueden blanquear así a un tipo q aún no ha hecho nada…y bueno, ya eso de: «Boric es bueno porque cita de memoria a Lihn o porque recomienda bandas de rock»… wtf!!!! qué significa eso???? Creo que Rialta debería respetarse más y al menos esperar a que Boric ejerza, antes de lamer pies…