Personas en las calles de Santiago, celebrando el triunfo del No en el plebiscito de 1988

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Parecía una trampa.

A Mussolini lo había atrapado la Brigada Garibaldi, en Dongo, y su cadáver había sido colgado de los pies en Piazza Loreto, Milán, para el escarnio público. A Somoza lo había emboscado el Ejército Revolucionario del Pueblo en Asunción, en una operación que acabó con su vida y con su Mercedes Benz por el tiro de gracia de un lanzacohetes RPG-2. Trujillo había sido interceptado en la carretera que une Santo Domingo con San Cristóbal por un comando pagado por la CIA, que descargó sesenta impactos de bala sobre su cuerpo. Ceaușescu no tardaría en ser fusilado en un cuartel militar en Targoviște, Rumania, luego de que las propias fuerzas armadas se pusieran de parte de los manifestantes y le aplicaran un juicio sumarísimo.

Así acababan los dictadores.

Así suponíamos muchos que acabaría Pinochet. Por eso el 7 de septiembre de 1986, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez había puesto en marcha la “Operación Siglo XXI”, en la cuesta de Achupallas, cerca del Cajón del Maipo. El objetivo era hacer volar el coche en el que Pinochet regresaba a Santiago después de un fin de semana de descanso en su casa de El Melocotón. Un cohete lanzado con un M72 LAW impactó un costado del auto en el que iba Pinochet, pero (la Virgen de Peñablanca lo protegía, recordemos) no estalló.

Por eso, parecía una trampa que en Chile un plebiscito ciudadano tuviera el poder de quitar al general, cuya dictadura había dejado, en más de quince años, cerca de 29 mil víctimas de prisión política y tortura, 70 mil ejecutados y 1200 detenidos desaparecidos. Pero, como parece mentira, la verdad nunca se sabe: Pinochet, bien o mal asesorado, se había convencido de que podría continuar a la cabeza del Estado chileno sin uniforme y con la aprobación de la gente, y por eso había convocado a una consulta inédita.

La votación se efectuaría el 5 de octubre de 1988. Votar SÍ implicaba tener a Pinochet hasta 1997. Votar NO suponía la salida del dictador y la posibilidad de convocar a elecciones libres, cuestión que desde 1969 no sucedía en Chile.

No quiero, en realidad, dar lata con los detalles: todo esto puede leerse en varios libros: El plebiscito y la transición a la democracia, de Miguel Antonio Garretón (con datos útiles, estadísticas, análisis sesudos del proceso, pero fome, como el mismo Garretón); Diálogos: El plebiscito de 1988, editado por Matías Tagle (este un poco más entretenido); y un libro del que fuera mi profesor en la uni, Abraham Santibáñez, y que desde el título es elocuente: El plebiscito de Pinochet (cazado) en su propia trampa.

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Así fue. El cazador cazado.

Hay un cortometraje de los hermanos Lumière, de 1896, que se llama El regador regado. Debe ser la primera película cómica de la historia del cine. Un señor opulento intenta regar unas plantas, pero viene un chico y pisa su manguera. El señor coloca la manguera cerca de su cara para ver qué pasa. El chico quita el pie y el señor se moja. La película acaba con el señor reprendiendo, con nalgadas, al chico.

Todo en esa película cómica se parece a lo que ocurrió hace exactos treinta años en Chile, excepto el final. Aquí Pinochet se pisaría solo su propia manguera, se mojaría solo con el agua puerca que de ella saldría, y ya no tendría posibilidad de darle de nalgadas a nadie.

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En 1988 yo tenía la de edad que mi hijo tiene ahora: siete años. Cuando me quedo viéndolo, miro a un muchachito que construye con Lego ciudades disparatadas, golpea tres o cuatro cajas creyéndose el mejor baterista del mundo e intenta piruetas imposibles con un balón. Sus siete años son fantásticos y totalmente distantes a los míos: mi ingreso a la primaria y a la infancia consciente fue en una escuela pública que, como todas las escuelas públicas chilenas a finales de los ochenta, estaba intensamente politizada. La primera pregunta que nos hacían compañeros y profesores al entrar a las aulas era: “¿por quién va a votar tu papá, por el SÍ o por el NO?”; y no había que tener mucho más de siete años para saber que aquella era una pregunta capciosa. También, había un juego curioso en los recreos: un grupo de compañeros eran los comunistas; el otro, los “pacos” (carabineros). El juego consistía en que los segundos perseguían a los primeros y, una vez atrapados, se les arrinconaba y golpeaba.

Mis siete años tienen esa atmósfera sensitiva: los empellones, los empujones, los insultos; la tele encendida toda la tarde y, de fondo, la música de Los Prisioneros y los cuchicheos de la familia, temerosa y esperanzada de ver qué opción ganaría el plebiscito.

Por primera vez en quince años los medios de comunicación se abrían para mostrar las opciones posibles en una emblemática franja política (que, en realidad, la película de Pablo Larraín de 2012 no logra ni por si acaso dar toda su medida. Ubicuidad, jóvenes: Gael García hablando como chileno resulta aún más ridículo que Diego Luna hablando en inglés y boicoteando la estrella de la muerte.)

Recuerdo, como si hubiese pasado hace quince segundos, estar comiendo pan con palta y tomando leche en mi casa, ya después de la escuela, y escuchar la voz profunda del locutor (¿quién era?, ¿Christian Gordon?, ¿Cristián Luengo?) diciendo: “En cumplimiento a disposiciones referidas a programas electorales, los canales de televisión deberán integrar cadena nacional a partir de este instante.”

Entonces, empezaba un show en colores.

El SÍ tenía como niño símbolo a Pinochet, quien en traje negro, sin escarapelas ni condecoraciones ni ese estrambótico uniforme de emperador que se mandó a confeccionar en la primera década de la dictadura, parecía aún más siniestro. “Cuento con tu voto”, pedía. “Nos hemos ganado la democracia”, decía. Pero en realidad, no era capaz ni de pedir ni de decir: sólo imponía sus consignas. Por quince años nos había enseñado el modo de actuar y hablar de un personaje autoritario y sarcástico, violento y abusivo, y ahora la caricatura de ese mismo personaje estaba rasgando su identidad.

En cambio, en la franja del NO todo parecía festivo. El arcoíris, el jingle aquel que prometía que la alegría ya vendría, y los rostros sonrientes de políticos, deportistas y artistas silenciados durante todo ese tiempo. Recuerdo haber leído tiempo después en The Clinic, creo, una columna de Rafael Gumucio que daba en el clavo al señalar que lo que en realidad proponía la franja del NO era tener una tele más entretenida. Y sí: que volvieran a aparecer en la pantalla chica Silvio Rodríguez y Maitén Montenegro y Florcita Motuda y los Parra y Patricio Bañados y Jorge González. Que se pintaran de colores las tardes y noches tan grises de los hogares de la clase media chilena. Al final se logró, y no sé si para bien: la televisión chilena se volvió, de los noventa hasta ahora, un circo constante que terminó por desplazar los espacios de discusión cultural y social que tenía antes de la dictadura. (Eso no ha terminado de analizarse en las escuelas de periodismo y publicidad chilenas. Mira, ahí hay trabajos de tesis por hacer: los efectos colaterales de la campaña del NO en la parrilla programática de la TV chilena de los últimos treinta años. Se pueden sacar conclusiones apresuradas, pero para qué hacerlo aquí.)

Volviendo a 1988, mientras comía esa marraqueta con palta me daba cuenta de que la gente de la campaña del SÍ estaba patas arriba. En su desesperación tomaba comerciales del NO y los tergiversaba con un maniqueísmo que daba risa. ¿Se acuerdan de los bailarines coloridos que, en realidad, eran extremistas lanzando molotov?, ¿se acuerdan de la aplanadora que venía destruyendo todo, en alusión a la UP, y se detenía a milímetros de la espalda de una niña?

Uno le cuenta esto a generaciones más jóvenes y no tardan en aparecer las carcajadas, pero aquello seguía dando miedo a finales de los ochenta, tuvieras la edad que tuvieras.

Claro, hay que decir una cosa también: absorber un concepto que a priori juzga y retrotrae, como un sonoro “NO”, y proyectarlo en una propuesta atrayente indicaba el tamaño de cerebro no de los compañeros y camaradas (más preocupados de lavarse las manos de la Operación Siglo XXI y de la internación de armas en Carrizal Bajo, todo hay que decirlo), sino de los publicistas. El objetivo inmediato era claro: arrancarle el miedo a la gente y despertar a toda una masa indecisa para que se acercara a las urnas ese miércoles 5 de octubre. Es indudable que el éxito en esas votaciones (97,53 % de participación ciudadana) se debió a la campaña del NO.

En los primeros recuentos de algunas casillas se entonaba el grito de guerra del “C-H-I” con un predicado atronador: “Chi, chi, chi, le, le le, que se vaya Pinochet”. Eso ya era un indicio. Ya eran otras las botellas champañas que se estaban enfriando para ser destapadas la madrugada del 6 de octubre.

3

Hacia las cuatro o cinco de la tarde ya todo Chile había votado. El gobierno militar tenía su central de cómputos en el Edificio Diego Portales, mientras que el comando del NO había organizado un conteo de votos paralelo por temor a la manipulación y desconocimiento de los resultados oficiales.

Toda esa tarde pasaron dibujos animados por televisión. Pasaron Tom y Jerry, la Pantera Rosa, don Gato y su Pandilla, los Ositos Cariñositos y mis padres parecían más atentos que yo a esas caricaturas. Pero en lugar del efecto narcótico que tenían en mí, en ellos sólo aumentaba la ansiedad.

Entre unos monos animados y otros, Alberto Cardemil, otro mono animado, subsecretario del interior y encargado de dar los cómputos, apareció tres veces.

Primer asalto, a las siete y media de la tarde: 58 % para el SÍ; 42 % para el NO.

Segundo asalto, casi a las diez de la noche: 51,30 % para el SÍ; 46,51 % para el NO.

El cómputo final, según el gobierno, no se daría más allá de las 11:15 de la noche.

Se tardó tres horas más.

A esas horas, a un niño de siete años le da sueño, más si es miércoles y si tiene la tele encendida. Así que me dormí en el regazo de mi madre.

No tardé en brincar.

Tercer y último asalto, a las dos de la mañana: 43 % para el SÍ; 54,7 % para el NO.

“Se acabó”, dijo mi padre. Y lo repitió en un susurro porque nadie daba crédito: “se acabó, se acabó, se acabó”. La imagen que todos retuvimos esa noche fue la clásica del joven con la bandera chilena abrazando a un carabinero, y el carabinero dejándose abrazar.

Podría hacerse un libro completo con los pormenores de la reunión que tuvieron los altos mandos de las Fuerzas Armadas y los ministros del gobierno esa madrugada del 6 de octubre con Pinochet. El general les pidió sus renuncias y en una parte de su cerebro rondó con intensidad la idea de desconocer el plebiscito.

Esa misma madrugada, sin duda, se acabaron los años ochenta.

4

¿Qué nos dejó el triunfo del NO? ¿Qué vivimos quienes nos hicimos mayores en los noventa? La respuesta es definitiva: el inicio de una transición que se ha extendido por tres décadas.

Todo se sigue “transiciendo” todavía.

No llegó la alegría, como auguraba el jingle de la franja del NO, sino una fosilización del neoliberalismo excluyente que tanto combatían y que ha agudizado ciertos temas: la aplicación de una justicia real a los victimarios; el resquebrajamiento del sistema de salud pública y de transportes; una crisis en la educación superior; la censura y autocensura en medios artísticos y de comunicación; un desinterés total en la inserción a la sociedad chilena de los retornados, de los pueblos indígenas y ahora de los migrantes haitianos; y, sobre todo (porque de ahí todo parte), un empobrecimiento de los espacios culturales y de pensamiento crítico por parte de los responsables (las declaraciones del ya removido ministro de cultura sobre el Museo de la Memoria así lo indican).

Según el renombrado libro de Ascanio Cavallo, La historia oculta de la transición, esta acabó en 1998, cuando Pinochet dimitió como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Creo que se equivoca. Yo viví en Chile hasta 2005. Viví bajo tres variopintos gobiernos de la concertación. Viví cómo la derecha se aferró a las supuestas bondades económicas del sistema para seguir a flote y cómo la izquierda desapareció para volverse un centro-centro absolutamente tibio. Y hubo una amenaza que anunciaba la franja del SÍ y que resultó profecía autocumplida: la demagogia de la totalidad de la clase política.

El resto ha sido consecuencia de lo formado en esos primeros años de fermento. Por eso ganó Sebastián Piñera por segunda vez en 2017 y, con total desparpajo, en su entrevista con Trump en septiembre pasado mostró una hoja impresa donde la bandera de Chile aparecía empequeñecida e integrada a la bandera de Estados Unidos. Por eso buena parte de la literatura, el arte y el cine chileno dejó de ser el teatro de resistencia, que pedía Adorno, y, como lo mostrado en la película NO de Larraín, sólo se queda en el panegírico y la superficie más atroz. No es que los artistas e intelectuales del Chile de hoy no deseemos llegar a la médula, es que no sabemos cómo después del aturdimiento de estos treinta años.

Mi hijo tiene siete años, pero le voy conversando algunas cosas de cuando yo tenía su edad. Las consecuencias del plebiscito, por ejemplo. Le enseño ambas franjas en YouTube. Una le da miedo, otra le da alegría. Pero sabe que la alegría puede convertirse muy pronto en miedo, y que el miedo es más duradero.

Fue un mérito, como decía Andrés Saldívar, hacer la transición con el dictador vivo. Lo que ya no es mérito es que esa transición siga y que Chile permanezca suspendido en ella.

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FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (próxima aparición: 2020). Ha publicado, además, El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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