El 3 de septiembre, en La Habana, se desarrolló un dialogo entre Luis Suárez y Eliseo Diego. Transcribo una parte del mismo, tal y como apareció en las páginas de Excélsior, al día siguiente.
Luis Suárez arrojó la siguiente pregunta: “Como usted sabe, se ha generado una polémica con la revista Plural, de Excélsior, y su director Jaime Labastida, que han alentado mucho los llamados disidentes. Usted, ¿qué opinión tiene sobre estas cuestiones de la disidencia y de la polémica?”
Eliseo Diego respondió: “Sobre el caso específico de la polémica con Jaime Labastida, me parece que ha sido un error de parte nuestra el haberlo criticado tan ásperamente.” Luego, ese hombre bueno y generoso que se llama Eliseo Diego, cuya integridad moral corre pareja con su grandeza de poeta (es, sin duda, uno de los tres o cuatro poetas vivos más importantes, hoy, de la lengua castellana), añadió a continuación: “Quizá también él no hizo bien al reunir en su revista artículos tan violentos contra Cuba o de esos llamados disidentes”.
Aún fue más generoso en sus juicios sobre mi persona y, pese a que en estos momentos soy considerado en Cuba como un apóstata, Eliseo señaló: “A mí me parece tonto, porque Jaime Labastida es un hombre íntegro, un intelectual muy serio, y siempre fue amigo de Cuba”. Luis Suárez acotó, de inmediato: “Y afirma no haber dejado de serlo…” Eliseo reafirmó lo dicho: “Yo considero que es así. No creo que él tuvo mala intención al hacer esto”. Y volvió a hacer una rectificación de lo que estima un error por parte de los dirigentes de la UNEAC: “Me parece que nuestra reacción fue demasiado violenta. Pero, bueno, eso es explicable porque en estas cuestiones que rozan la política, las pasiones se despiertan con mucha facilidad. Y pierden un poquito de autenticidad”. Hasta aquí, por extenso, las preguntas de Luis Suárez y las respuestas de Eliseo Diego.
Permítanme los lectores intentar un examen del problema, básicamente desde un ángulo político y moral. Por desgracia, he de hablar de mí y acaso en primera persona. Ni lo acostumbro ni me gusta. Pero hay en todo este asunto demasiadas aristas, demasiados problemas que, siendo de orden personal, atañen sin embargo a multitud de gente: se trata de problemas políticos comunes a muchos hombres de mi generación. Y, por encima de todo, se trata de hacer un examen de ciertos códigos de conducta, en los que nos hemos educado y, acaso también, en los que hemos vivido, es decir, códigos que nos han manejado, a los que hemos estado sujetos.
Durante largo tiempo, no sólo yo sino muchos hombres de mi edad y, sin duda, de edades mayores que la mía, hemos actuado sintiéndonos algo así como funcionarios de la historia. Creíamos hablar en nombre de otros, asumíamos un papel, representábamos una función. Nadie nos lo había pedido, sin embargo. Nadie nos nombró para desempeñar ese papel, pero creíamos actuar en nombre de una historia y unos poderes superiores a nosotros. Muchos hombres habían visto los crímenes, los errores y las mentiras. Pese a ello, guardaron –guardamos– silencio convencidos o atraídos por un espejismo: el de la conveniencia. Entiéndaseme, por favor. Cuando aquí utilizo la expresión “conveniencia” no aludo, ni por error, a factores personales de oportunismo. No hablo de “conveniencia personal”. Por el contrario.
Multitud de gente, llena de un valor personal a toda prueba, desinteresada hasta la muerte, desprendida de todo egoísmo, fue capaz de hacer el sacrificio de sus convicciones y su vida, atraídos por un abismo. Aceptaron la ignominia, incluso, por el extraño deber de ser útiles o convenientes para una causa en la que creían. Bujarin, por ejemplo, consciente de que estaba atravesado por la inocencia, aceptó declararse culpable. Lo hizo, quizá, por dos razones. La primera, porque compartía con sus verdugos la tesis de que la inocencia personal o la convicción subjetiva de la falta de culpabilidad se estrellaba ante los hechos. Se podía ser inocente desde un ángulo subjetivo y, pese a ello, ser objetivamente culpable de los peores crímenes (en el sentido de que se podía ser útil, aun sin quererlo, para el enemigo común). Así, pues, aparece aquí la tesis del funcionario histórico: esos hombres se autoconsideran instrumentos de un poder superior, al que están obligados a servir.
Hace emergencia, entonces, la segunda razón. Bujarin acepta autocondenarse, llenarse de lodo, porque estima que así puede rendir un último servicio (a costa de su vida) a la causa de revolución.
Toda proporción guardada, nos encontramos sujetos a problemas semejantes en este caso. No puedo menos que agradecer a Eliseo Diego el enorme valor moral que encierran sus palabras. Me califica no solo como “intelectual serio” sino, además, como “hombre íntegro”. Tamañas expresiones no son comunes en el curso de una polémica, aun cuando, por supuesto, Eliseo ha sido participe directo en ella.
Por el contrario, ahora intenta tender un puente entre quienes hemos sido protagonistas de la polémica. Así Eliseo reconoce que, de un lado, ha sido “tonto” por parte de los cubanos haberme criticado “tan ásperamente”. Eso fue un “error”, dice, su reacción frente a mis posiciones fue demasiado violenta”.
Adviértase que Eliseo, pese a que no ha participado de manera directa en la polémica, la asume como suya. Y esa actitud lo engrandece. No vacila en asumir responsabilidad. Se envuelve en el pronombre personal de la primera persona del plural y dice: “nosotros”. Traduzco, entonces: de un lado, “nosotros”, Eliseo incluido, hicimos una tontería, cometimos un error, fuimos violentos, ásperos. Pero, de otra parte, Eliseo señala que yo cometí otro error, pese a que no estuve animado por ninguna “mala intención”. ¿En qué consistió mi error? En haber reunido artículos “violentos contra Cuba” en el número de la revista Plural correspondiente a julio de 1992.
Aclaro, pues, pese a que Eliseo se incluye en ese pronombre colectivo (“nosotros”), creo que no debe hacerlo. Quienes han reaccionado con violencia y aspereza son personas muy distintas a Eliseo Diego, mi hermano mayor en la palabra y la conducta. En segundo lugar estoy consciente de que, animado por los mismos principios, volvería a asumir (como la asumo ahora) la misma norma de conducta. Los textos publicados en ese número de Plural no pueden ni deben ser considerados “violentos” o “contra Cuba”. Guardan equilibrio y expresan, con objetividad al mismo tiempo que con pasión, una actitud de crítica frente a la situación política de Cuba. Pero una cosa es criticar y discrepar del gobierno cubano, de Fidel Castro y de los dirigentes de la revolución y otra, muy distinta, pensar que, al hacerlo así, se asume una posición contraria “a Cuba”.
Tenemos que distinguir entre “Cuba”, es decir, la isla, su paisaje, sus hombres, su población entera, de un lado, y su gobierno, de otra. Uno de los mayores engaños en que nos hemos sumergido es pensar que son idénticos el pueblo y el gobierno, la sociedad civil y el Estado, los hombres y la revolución, las personas comunes y corrientes y los dirigentes, il popolo minuto, como dicen los renacentistas italianos, y los hombres grandes, aquellos que detentan el poder. Sé que Eliseo no es ningún ingenuo y que sabe establecer estas distinciones. Sin embargo, ¿por qué se involucra en ese “nosotros”? ¿Por qué califica de textos “contra Cuba” los publicados en ese número de Plural? Dice, en ese sentido, que yo “no hice bien” en publicarlos. ¿Por qué? Una vez más, ¿qué hubiera sido, en este asunto, un “hacer bien”? Acaso guardar silencio, es decir, no publicarlos. ¿Por qué? ¿Por qué no publicarlos?
Aquí entramos en el centra del problema. Hay un hecho o una serie de hechos de carácter negativo. Hay crímenes, hay represión, hay una situación de deterioro general de la economía. ¿Qué se debe hacer? Supongo que adoptar medidas para remediar esa situación. El problema se encuentra en los hechos mismos, no en las palabras que intentan el registro puntual o la expresión de esos hechos. ¿Guardar silencio para no “ofrecer armas a los enemigos”? Remédiese la situación objetiva, mejor que eso, para no ofrecer armas a los enemigos. ¿De qué sirvió el silencio que durante tantos años guardaron los intelectuales frente a los crímenes de Stalin? ¿Por qué se derrumbó el socialismo real? Desde luego, no sufrió de un colapso porque Solyenitzin hablara, sino por el peso de sus insuperables contradicciones internas.
Por otra parte, siento la obligación moral de asumir una norma de conducta. Es evidente que tengo una posición política determinada, que poseo una serie de opiniones filosóficas; o, dicho de una manera más modesta, tengo, simplemente, algunas opiniones personales. Sin embargo, al propio tiempo, sé que no puedo publicar en Plural única y exclusivamente aquellos textos que coincidan con mis convicciones políticas, ideológicas o filosóficas. Plural es un espacio abierto a todos los vientos. No es el órgano de ningún partido. Tampoco es el órgano de una corriente filosófica o política. En su interior caben multitud de posiciones discrepantes. Carece de disciplina ideológica y política. Es un instrumento de difusión que responde a los intereses, ciertamente muy amplios, de una cooperativa de trabajadores intelectuales que se llama Excélsior. Tanto en nuestro periódico como en Plural se dan cita las más encontradas, las más divergentes posiciones. La única norma que rige en ambas publicaciones es la de la calidad y, junto con ella, lo que podríamos llamar una ética de la verdad. En el caso de la literatura, no aspiramos a tanto, sin embargo: deseamos solo responder a las normas de la eficacia lingüística.
En Plural se publica todo genera de escritos. Cuando la polémica con los cubanos se desarrolló, discutimos entre nosotros. Ese número fue, en última instancia, decisión mía. En Plural no se adoptan las decisiones como se hace en los partidos. No hay en la revista “órganos colegiados” que asuman responsabilidades colectivas. Por eso existe la más amplia democracia, en el sentido exacto del término, en su interior. No le pedí a uno solo de los colaboradores de la revista que asumiera el punto de vista mío ni obligué a nadie a que hiciera declaraciones en favor de mis posiciones. Al revés: se publicaron en las páginas de la revista muchos textos discrepantes de los míos. ¿Es esta una actitud “liberal”, “decimonónica”, “superada por la historia”? Es posible que sí, pero, al mismo tiempo, creo que es la única que permite el crecimiento de la inteligencia, que precisa de la contradicción para su desarrollo.
Eliseo Diego, hermano, déjame darte un abrazo hasta el corazón.
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