Hubiera querido decir la antología o el florilegio de David Huerta; sin embargo, el polifacetismo de El desprendimiento impide capturarlo en un ramo acicalado y monótono de rosas, sin espinas ni pétalos imperfectos. Al contrario, la abundancia de estilos, temas, tonos, emociones y vivencias que pulula por la colección recientemente publicada por Galaxia Gutenberg obliga a dimensionar la abundante lírica de David como una generosa huerta de olores y hedores, dolores y sudores, sabores y sinsabores, valga aquí la sonora asonancia. Y esta otra, también válida: de dolencias, carencias, experiencias y estridencias. Aquí, en El desprendimiento, como diría o tendría que haber dicho Whitman, habita un hombre, o como sí dijo Borges que dijo el autor de Hamlet: ofrece “al mundo (lo estoy diciendo con palabras de Shakespeare) la certidumbre de un hombre”. Más aún: hay un hombre in illo tempore, con los días aciagos y las tardes resplandecientes y las noches inolvidables y las abúlicas mañanas dominicales: “Todo está sucio, / embozado, / en la tristeza / del domingo. Y arrecia”.
Esta silva de varia lección, como la Anatomía de la melancolía, de Burton, contiene una enciclopedia, y una variedad de texturas y de estremecimientos y de discursos intermediales. En este sentido, descuellan las colaboraciones con Miguel Castro Leñero, Gunther Gerzso y Francisco Toledo. Nombrar y dibujar: Cratilo y Apeles (re)crean el mundo mientras el mundo los (re)crea, como el uroboro que tanto fascina a David. Más que tautologías o imitaciones (en el sentido platónico), los poemas restituyen la emoción perdida (¿arrebatada, oculta, suspendida?) entre el lienzo y el pincel: además de los ojos, se echan a andar la piel y la nariz, la memoria y el corazón, la fantasía y el sueño, en fin, la pesadilla de estar vivo para nombrar las pesadillas y los placeres cotidianos. Sin la ilustración, desnudo de la imagen que lo detonó, el poema opera a favor de la imaginación lectora, con la autonomía de Gengis Khan o el Primero sueño, nacidos en la almohada del reposo, o la Commedia, incubada en los sueños matinales de un resentido con el mundo. Como muestra de este don (re)creativo, sólo véase la estrofa final de “La noche del cuerpo”, cuya fina escatología roza el aura de Vallejo o de Góngora, y no la derecha descripción de Revueltas o Quevedo:
En la noche del cuerpo
se preparan de nuevo
para sus explosiones
diurnas, para el momento
en que habrán de salir
entre el humo feroz de su estallido.
El desprendimiento, si se toma en sentido lato, deviene un homenaje, un darse a los otros: a quienes alimentaron su vida amorosa y sus desamores; al niño y al adolescente, al hombre y los hombres que, desde el profundo lago del azogue, con todos sus fantasmas y demonios, lo han mirado ir y venir en el tráfago del mundo; a los poetas que sembraron el semen de la poesía en la edad sin tiempo de la infancia, como lo consigna el poeta:
Leí mucha poesía en la infancia y en la adolescencia. Hacia mis doce o trece años, la “Canción del jinete” de García Lorca fue lo que produjo el frisson que desencadenó una vocación de escritura, que hasta entonces había sido una vocación de lector ávido, desordenado, curioso. He seguido leyendo de todo, hasta los papeles rotos de las calles, según la preceptiva de Cervantes.
Las honras del poeta se diversifican en el tiempo y en el espacio. “Música de las cosas que pasan” constituye el responso lírico en que David elige a sus precursores: Heaney, Gorostiza, Char, Vallejo, Neruda, Walcott. Media docena de girasoles que atraen el sol hacia su órbita. Otros más aparecen disfrazados de intertextos y paráfrasis. Véase, por ejemplo, la indispensable presencia de Borges. En “Prosa de la montaña 2”, David Huerta, más que en prosa, escribe en graves versículos: “Abro las manos. Gimo, sollozo, bailo. Todo es uno y es todo para todos”. Podría pensarse que en el fondo se halla, y acaso así sea, un rastro de teosofía en que uno es todo; para mí, se trata de una doble alusión al Memorioso que, en el prefacio a Fervor de Buenos Aires, afirma “Todos somos unos”, espigado de la Vida, de Torres Villarroel, así como “es todo para todos”, proveniente de 1 Corintios 9:22, y que se encuentra reproducido en “El primer Wells”, “La secta del Fénix” y otros pasajes borgeanos. La aspiración davidiana de escribir una obra que sea todo para todos aquí queda expresada. Así Borges con Shakespeare: “los buenos versos de Shakespeare son manifiestamente de Shakespeare, pero los mejores, los eternos, ya no son de él. Tienen la virtud de parecer de cualquier hombre, de cualquier país”. Luego, en “Barro”, el personaje de Meynrik, que tanto atrajo a Borges, el homúnculo de la tradición hermética, aflora “Igual que el primer barro / que la arcilla del gólem”. ¿Y qué decir de la alusión a Chuang Tzu en “Hundimiento”? Como Borges en “El Sur” o Cortázar en “La noche bocarriba”, David imprime un giro a la fascinante fábula oriental con una niña como protagonista: “Como Chuang Tzu, no supo si soñaba / que estaba despierta en este mundo / o si estaba despierta y soñaba y creía soñar en otro mundo”. No diré más de la serie heterogénea de “El otro ejército”, que recuerda la populosa avalancha visual de “El Aleph”.
Neruda, por su parte, recibe el homenaje de David en el íncipit de “Walking Around”, con las comillas de rigor (“Sucede que me canso de ser hombre”), en la primera de las “Trece intenciones contra el amor trivial”. Luego, en “Cansados”, una paráfrasis y su fuente acentúan este que bien podría considerarse un leitmotiv en la lírica davidiana: “De existir fatigados / O como en el poema de Neruda / Cansados de ser hombres”. La fatiga cotidiana explota aquí y allá, en el joven y en el adulto, en la vigilia y en la pesadilla: visión apocalíptica del universo personal, no pesimista, porque entrevé su fin no como una condena, sino como ser objeto que se erosiona hasta el derrumbamiento. Como lo expresa en Incurable, donde “el Sí Mismo y su poderosa cauda” no es más que el residuo representado por los puntos suspensivos del discurso inacabado y la imagen del ser desperdigado: “Desde el sueño he estado hablando, he estado escribiendo. La mañana está en mí, me contiene / —abro los ojos para reconocerme, toco mi carne iluminada, me sé abismo y representación: mero residuo de la mañana… Eso: tres puntos suspensivos”. Más contundente, si cabe, esta idea de la significativa insignificancia se despliega en “Antes de tirar la basura”. Ahí la basura encarna nuestra ominosa huella, nuestro paso por la vida, porque los detritus seguirán
[…] en el mismo planeta donde padecemos
con esta materia nuestra, el cuerpo, las lágrimas,
las manos extendidas y abiertas
que alguna vez serán basura y no deberán ser arrojados
sino depositados otra vez en el mundo
para las celebraciones, las mutaciones, la maravilla
de ser aun en el fondo de los basurales.
El desprendimiento contiene, se diría, la epopeya de un hombre que ha transitado por el día y por la noche, por el planeta y sus cavernas, por la pesadilla diurna y las vigilias del insomnio, por la euforia del joven y la tensa (siempre tensa como la onda de David) calma del padre: itinerario del hombre que está cansado, sí, mas también del hombre que no se cansa de escribir y (re)escribir(se). Porque quien vive con tanta intensidad y escribe con más ímpetu también tiene que inventarse un medio para diseccionar el universo fenoménico. Más que anteponer la musa, la inspiración, el duende, el aura o la férrea disciplina, David se desmarca de quienes se ven obligados a explicar lo que es o debería ser la poesía. En su caso, no concibe el acto poético como un estado o un alineamiento de los astros o una iluminación extranjera, sino como un efecto que atraviesa, literalmente, la realidad de las cosas, los seres y los fenómenos. He aquí la poética davidiana, la afilada óptica de una poesía hecha de carne y hueso y sangre y memoria y dolor y negros soles de la melancolía:
Yo no querría sumar el estilo de mi declaración
al de aquellas. Básteme pedirle
al curioso lector
que traduzca y entienda (“filo
para cortar el tiempo en dos pedazos
de espejo, de sílaba o fuego, de ropaje
caliente o de hospitalaria desnudez”)
la breve frase en inglés
que encabeza estas líneas.
“Sharp as a razor blade” se titula el poema. No sé si entiendo, pero sí puedo ofrecer una versión a ojo de lector empedernido: filosa como una navaja de rasurar. Así opera la poesía de David Huerta que, así como recuerda las espinas y el viacrucis de Tlatelolco, exige justicia para los estudiantes de Ayotzinapa. Al final, podría decirse que El desprendimiento muestra cómo su autor disecciona, bisturí en mano, todo lo que toca: curioso Midas que obliga al lector a verse las vísceras recién descubiertas y el anhelo de ser sólo eso: un hombre sintiente y muriente que testimonia el paso de su especie, y de su género, por el divino basural del mundo.