La sustancia (The Substance, 2024) es un deleitoso paseo por un universo referencial abigarrado que, sin el menor disimulo, su directora y guionista, la francesa Coralie Fargeat, larga sobre la mesa como si se tratara del pícaro amasijo de sanguinolentas cartas de un tarot en el cual se reitera veintidós veces un mismo arcano mayor: El Colgado.
Entre los principales significados místicos de este signo del hombre pendiendo cabeza abajo de un tobillo está el sufrimiento, la vergüenza, y el sacrificio de algo valioso en pos de los otros. En este caso, en pos de ese mundo que exige de actrices hollywoodenses envejecidas como Elisabeth Sparkle (Demi Moore) eterna lozanía y perpetua belleza; algo conseguido en películas previas como El congreso (The Congress, Ari Folman, 2013) con métodos virtuales de replicación infinita de la imagen de actores retirados o muertos.
Pero La sustancia no versa sobre métodos de la industria del espectáculo para seguir reproduciendo leyendas en masa con éxito taquillero, sino sobre la resonancia mortal que tienen en los estratos íntimos de las famosas, las implacables demandas de las audiencias y sus cínicos pastores mediáticos. Reclamaciones que paulatinamente van convirtiéndose en obsesión, fobia y adicción en seres para los que la vejez y la consecuente (y natural) degradación física es un pecado capital que las lleva a cocerse en las llamas del infierno del olvido, en las llamas de las burlas de antiguos adoradores.
Las deidades no envejecen. Las arrugas revelarían su simple y grosera humanidad. Las estrellas femeninas de Hollywood son fantasmas de diamante, cuya perfección de esculturas griegas clásicas no puede ser mancillada por la carne perecedera oculta tras el esplendente empaque. La humanidad y su inexorable corrimiento hacia la decrepitud no son menos que traiciones a la fidelidad dictatorial de los fanáticos.
Fargeat, ganadora del lauro a Mejor Guion en el 77° Festival de Cannes, de 2024, pone al marchito personaje de Sparkle justo en el epicentro de este dilema, a punto lanzarse en picada hacia el olvido abisal. Es una mujer hermosa que se erosiona a ojos vistas. Alcanza el día señalado en su fecha de caducidad, y es despojada de todo lo que su belleza le ganó. No admite más trucos rejuvenecedores. Las cirugías cosméticas no referidas pero evidenciadas en el semiparalizado rostro de la actriz –y hablo aquí de la propia Demi Moore– ya no engañan, sino que se complotan en una mueca delatora de la vejez rampante.
El cuerpo y el rostro de Sparkle, antiguo instrumento del triunfo, se ha convertido en pútrido enemigo, en ataúd de su gloria. Para ella todo ha comenzado y terminado en su físico, gran dispositivo de expresión paradigmática de la sociedad occidental, en que la juventud es el “divino tesoro” y la ancianidad es apenas una etapa desechable, detestable. La eterna lozanía y su complemento: la perenne delgadez, son los pilares del constructo de la perfección civilizatoria. Los cuerpos sanos no necesitan ya de mentes sanas, sino de voluntades obsesas con el cultivo de las formas musculares y los rostros primorosamente cincelados.
Nada de eso ha cambiado, a pesar de las numerosas corrientes alternativas que proponen nuevos paradigmas corporales, como el caso del “auge” contemporáneo de las oversize models, o las campañas de fotos y videos “antifiltros” de las redes sociales. Estos bienintencionados intentos de sacudir las percepciones masivas no trascienden los bordes de sus nichos. Siguen relegados al redil de la otredad. El cuerpo delgado, impoluto y joven, preferentemente caucásico, sigue definiendo la visualidad femenina.
Sin abandonar esta perspectiva política, Fargeat vadea toda posible victimización empática de su personaje protagónico desde un distanciamiento que frisa el cinismo cruel, sumergiendo el relato en las gozosas y ácidas aguas de la sátira desbocada, absolutamente distópica. La realizadora danza desorbitada durante la última noche del mundo, sin esperanzas, sin reservarse nada para el mañana que ya no existirá.
Pulsa más (y más) allá de la muy semejante –en tema, tono y modo– propuesta planteada por la cineasta estadounidense-iraní Ana Lily Amirpour en el mediometraje Por fuera (The Outside, 2022), cuarto capítulo de la irregular serie de antología El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro. A más distancia temporal, pero a breves pasos referenciales, se sitúa también Seconds (John Frankenheimer, 1966), con su enigmática empresa o iniciativa que facilita el rejuvenecimiento y la nueva vida del protagonista también atormentado por la vejez.
En ambas obras, y en La sustancia, los personajes se cruzan con empresas más o menos ignotas que prometen soluciones mágicas para sus cuitas irremediables hasta ese momento. Ya sea en la forma de cremas y serum (Por fuera), ya mediante operaciones innovadoras (Seconds), o como fluidos que duplican a los seres humanos en versiones más jóvenes, como sucede en la cinta de marras.
Bajo la luz venenosa que destilan los ojos de Alex DeLarge, la creadora hace que Elisabeth Sparkle se devore una naranja mecánica hasta que sus entrañas se corroan bajo la cascada de sus jugos cáusticos. Purga de la peor manera la incapacidad de autopercibirse como un ser humano autónomo, independiente de la imagen que se ha vendido de ella. Hay mucho de culpabilidad en las víctimas. Fargeat se lo demuestra a su personaje de la manera más gozosa, angustiante y extrovertida posible, anclada en posibles relecturas de obras literarias como El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886) de Stevenson, El retrato de Dorian Gray (1890) de Wilde o Las dos mitades del vizconde (1952) de Calvino.
La sociedad del espectáculo, vista como uno de los estados más altos de sublimación del kitsch, es un universo extrovertido, inmoderado, en el que reina la hipérbole. La belleza convenida a escala global es una caricatura enaltecida, un exceso, un extremo. La perfección física como constructo sociocultural se aboca a la óptima simpleza de un boceto, despojado de las “imperfecciones” que lo singularizarían.
A este extremo, recreado en la película durante varias secuencias filmadas con preciosismo comercial, Fargeat contrapone una desaforada y aplastante horda de horrores corporales heredados de una minuciosa cinefilia, que buscan descoyuntar la quirúrgica asepsia pop –y aquí asoman los falsos anuncios comerciales concebidos por Paul Verhoeven para su irónica trilogía involuntaria integrada por Robocop (1987), Regresión total (1990) y Starship Troopers (1997).
La película se construye como un verdadero monstruo de Frankenstein, lleno de cicatrices que evidencian la naturaleza de todos los pedazos recosidos en una nueva creatura que los resignifica. Gracias a la rara y sincera autenticidad con que la realizadora asume tal abrumador amasijo de referencias cinéfilas y literarias, que para otros muchos implicarían la perdición segura.
Pero Fargeat remonta los caminos trazados por realizadores “excesivos”, amos del esperpento como el británico Ken Russell (Los demonios, Lisztomania) y el estadounidense Frank Henenlotter (Basket Case, Frankenhooker). Convoca amorosamente a todos los demonios que parecen haberla acompañado en su crecimiento humano y fílmico. Y los dirige como un gran coro polifónico que entona una provocadora y hervorosa composición bendecida por la autenticidad.
Coralie Fargeat emprende esta película con el fervor rabioso y honesto que llevó al estatus de culto las primeras cintas de directores como Tobe Hooper (La matanza de Texas) Sam Raimi (Evil Dead), Peter Jackson (Mal gusto, Brain Dead), y legitimó a maestros del giallo italiano como Lucio Fulci (Paura nella cittá dei morti vivendi, …E tu vivrai nel terrore! L’aldilà, Quella villa accanto al cimiterro), el más proclive de ellos al body horror.
El seductor juego detectivesco a que La sustancia invita a un aficionado crónico al cine, permite asimismo distinguir las concepciones espaciales de Stanley Kubrick (2001: A Space Odissey, The Shining), las monstruosidades corporales de David Lynch (El hombre elefante), el propio Russell (Estados alterados), John Carpenter (La cosa) y David Cronenberg (Rabia, Cromosoma X, Videodrome), así como las paletas del también británico Peter Strikland (Berberian Sound Studio, Flux Gourmet) y la austriaca Jessica Hausner (Little Joe, Club Zero). Su sarcasmo es muy semejante al que rebosa el cine de esta última directora, compañera de generación.
Tampoco olvidar las gozosas extravagancias de directores como los japoneses Takashi Miike (Gozu, Visitor Q) y Sion Sono (Cold Fish, Antiporno), y los surcoreanos Park (Oldboy) y Kim Ji-Woon (El bueno, el malo y el raro), cuyas improntas igual podrían deducirse en este nutrido territorio.
El empleo priorizado de los efectos prácticos sobre las facilidades que pudiera proveer el uso de los CGI (efectos digitales) reivindica la rotundidad expresiva que aun hace superior al látex para los abordajes fílmicos del miedo, más específicamente en el body horror. Hay un aura intensa alrededor de las monstruosidades presenciales, que hienden el espacio con sus densidades y sus “sustancias”.
La francesa vampiriza, parasita, devora (como una bacteria carnívora) todas estas filmografías precedentes, pero también evoca y homenajea sus esencias políticas: no hay nada más lejano de los paradigmas de belleza y perfección en que la civilización occidental le ha buscado convertir, que el cuerpo sobre el que han encarnado. La humanidad se define por lo efímero, y lo efímero se concreta en la deformidad, la corrupción y la putrefacción de la carne. Cualquier intento por detener esta dialéctica biológica de la decadencia, termina irremediablemente en un cul de sac terrífico.
La sustancia, como muchos de sus referentes, es una apoteosis del asco, una nauseabunda danza que no parece cesar nunca, y a la par anula cualquier deseo de que finalice. Su extendido clímax está repleto de falsos desenlaces que se despliegan en un rizoma sorpresivo. Los excesos saturan, a la vez que embriagan. Pero no llegan a sobresaturar, gracias a la firme consciencia que Fargeat mantienen durante toda la travesía.
Una vez que todos los límites son traspasados, solo queda la vertiginosa aceleración a través de una pradera anegada en sangre, pus y vísceras: testimonios altisonantes de la verdadera naturaleza del cuerpo, que el mainstream se empecina en mostrar impoluto, inalterable, armonioso. Tendencia que Fargeat subraya como la verdadera aberración. Todos somos monstruos en potencia, feos, desagradables, si no respondemos a los estándares legitimados y generadores de complejos de inferioridad masivos.
El kitsch y la male gaze son monstruos abrazados por multitudes que tampoco detienen su narcótico periplo por los territorios de la bonitura. El pulgar solo sabe acelerarse cuando transita sobre los infinitos post y reels de Instagram o las publicaciones de Tik Tok. El tiempo se diluye durante las interminables horas que se le dedica a los mass media. Como La sustancia, estos consumos se expanden ad infinitum, exigen más y más atención a partir de la sumatoria de contenidos. Estructuran una verdadera historia sin fin que no satisface el apetito, sino que fomenta un hambre siempre más voraz y más inconsciente.
La cinta de Fargeat no parece pretender emancipar las entendederas aturdidas de las masas –el arte no salva a nadie, si acaso a los propios creadores, David Lynch dixit— pero sí burlarse de ellas a puro chorro de sangre. Esta actitud se explicita en uno de los múltiples clímax de La sustancia, muy semejante a la venganza de la primera Carrie (Brian De Palma, 1976) cinematográfica, quien hace que sus enemigos paguen con su propia sangre, la sangre de cerdo que le vertieron para humillar su condición otra.
El torrente de fluidos con que el monstruo final baña a la audiencia pudiera resumir las inmisericordes tesis de esta feroz directora. Pudiera objetarse que una película así corre el riesgo de ahogarse en sus propios excesos, en sus propios malabares visuales y referencias cinéfilas, pero no existe peligro cuando el exceso en sí es el eje discursivo de esta fábula monstruosa. Su alfa y su omega, su cinta de Moebius.