En “Invierno en los Abruzos”, la crónica que abre el libro Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg recapitula la estancia de su familia en aquella región campestre en donde han encontrado refugio durante la guerra. Es una etapa que viven como un paréntesis, pues la verdadera vida los espera en Roma, cuando finalmente los fascistas sean derrotados y puedan regresar. Eso, al menos, es lo que creían. La realidad, ya se sabe, fue otra: a la caída de Mussolini, adelantaron el retorno y Leone Ginzburg fue encarcelado, torturado y asesinado.
En el pueblo, diversos personajes llaman la atención de Ginzburg. Por ejemplo, Crocetta: “era nuestra mujer de la limpieza”. Y punto y seguido, aclara: “En realidad no era una mujer, porque tenía catorce años”. La muchacha solía contarles a los hijos de Ginzburg historias de muertos y cementerios.
Ginzburg recuerda una en particular:
Había una vez un niño al que se le murió la madre. Su padre se buscó otra mujer y la madrastra no quería al niño. Por eso lo mató mientras el padre estaba en los campos e hizo con él un cocido. El padre vuelve a casa y come, pero, cuando ha terminado de comer, los huesos que quedan en el plato se ponen a cantar:
Y mi madrastra maldita
me metió en la marmita
y de un solo bocado
mi papá me ha tragado.
Entonces el padre mata a su mujer con la guadaña y la cuelga de un clavo delante de la puerta.
Ginzburg es una autora que, como bien dijo Vivian Gornick, nos hace amar más la vida. Esta sensación no está exenta de cierto desasosiego. Por eso, al terminar de leer los textos que conforman Las pequeñas virtudes, al sentir esa particular aceleración del corazón, me provocó neutralizarla de inmediato con otra lectura. Calmar la emoción sometiéndola al yugo de la linealidad de otra escritura. La que fuera.
Eran ya las once de la noche cuando leí el último ensayo de Ginzburg, que le da el título al conjunto y habla de la educación de los hijos, y rebuscando en mi biblioteca di con Madres e hijos, de Theodor Kallifatides.
A Kallifatides había llegado a través de Otra vida por vivir, pequeño y precioso libro de memorias que fue su carta de presentación a los lectores en español. Luego tuve un tropiezo con su siguiente obra, El asedio de Troya, una relectura de la Ilíada en clave feminista. Una aproximación muy oportuna, dadas las circunstancias actuales, pero un poco obvia y aburrida en la práctica. Quizás por el recuerdo de esta experiencia, escogí el libro de Kallifatides, pensando que su lectura me iba a deparar un viaje menos placentero. Lo ideal para el descenso.
Pues bien, me equivoqué. Estuve hasta más allá de la una de la mañana leyendo la hermosísima historia de la visita de Kallifatides, para entonces de sesenta y ocho años, a su madre, de noventa y dos. Kallifatides es un autor griego que a los veinticinco años emigró a Suecia, país en cuyo idioma escribió la mayor parte de su obra. La publicación de sus libros en español, y el éxito internacional que en los últimos años ha merecido, viene de la mano con la ya citada Otra vida por vivir, obra en la que no solo regresa a los enclaves de su infancia sino donde narra un giro decisivo en su poética: la recuperación del idioma griego como lengua literaria.

En Madres e hijos, la visita a la madre es real y simbólica. Es volver a la casa materna y volver a la patria (o a la matria). Es, también, un retorno al idioma y al inconsciente mitológico que la Grecia antigua legó a Occidente y que, en el caso de Kallifatides y su madre, es un patrimonio más cercano. Forma parte, para utilizar otro título de Ginzburg, del léxico familiar.
El libro está estructurado como una especie de Génesis. Cada capítulo dedicado a detallar un día de la semana que dura la visita. Kallifatides ha ido, esta vez, con el objetivo de tomar nota de todo. Al fin y al cabo, su madre ya tiene noventa y dos años. Esta labor de espionaje, sin embargo, no la realiza sin culpa. Ella, de todas formas, no es tonta y lo descubre:
—Porque si estás pensando en escribir un libro sobre mí, no quiero sexo ni palabrotas.
—Cálmate, mamá.
—Solo te lo digo, para que lo sepas. A mí no me engañas, comadrejita de mi vida.
“¿Por qué me llamó comadrejita? ¿Por qué no algún otro animal?”, se pregunta con suspicacia Kallifatides. La explicación es obvia: “Mi madre vive su vida en el marco de la mitología griega”. Y entonces cuenta el mito de Galantis, la mejor amiga de Almecna, la madre Heracles, y el papel de aquella al burlar a las Moiras para permitir el nacimiento del héroe. El castigo de los dioses por interponerse a la voluntad de las Moiras fue convertir a Galantis en una comadreja.
La asociación entre el mote cariñoso y el mito es, para la madre, inconsciente. Para Kallifatides no. Al ayudar a su amiga Almecna a que alumbre a Heracles, Galantis hace de comadre (según el DEL, en su primera acepción: “mujer que sin estudios asiste a la parturienta”). Pero al contravenir los deseos de las Moiras, se ve transformada en este mamífero. Pasa de comadre a comadreja, el sufijo infamante como una cola que guarda y arrastra por siempre la memoria de la caída de Galantis. Un mamífero, por cierto, cuya alimentación consiste en comerse los huevos de los otros animales. Como suele suceder en los relatos mitológicos, la virtud humana cambia de signo y se transforma en castigo y en destino.
No obstante, todavía hay algo más. Un sentido que toca el nudo conflictivo de las relaciones entre madres e hijos y que Kallifatides expresa de manera rotunda en los primeros párrafos de su libro:
Cuando era niño pensaba que moriría antes que mi madre, de acuerdo con el principio aquel de que el árbol sobrevive a su fruto.
Con el tiempo entendí el orden lógico o por lo menos natural de las cosas, y entonces tuve otro problema: ¿acaso podía causarle a mi madre una tristeza tan grande como mi muerte?
Para los griegos antiguos, lo más parecido a la muerte era el destierro. En algunos contextos, era una experiencia que provocaba una aflicción incluso mayor. Es leyenda que Sócrates prefirió beber la cicuta antes que resignarse a abandonar Atenas. En el libro que estamos comentando, esa tensión provocada por el desarraigo es una herida abierta. El autor llama por teléfono a su madre, quien le atiende con alegría cantarina, para luego ensombrecerse por el misterio de su partida, más de cuarenta años atrás: “—Tú, que no te separabas de mi falda, te fuiste tan lejos”, le dice. Luego el propio autor hace la siguiente reflexión, dirigida al lector, pero sobre todo a sí mismo: “No es una recriminación, simplemente no lo entiende. Tampoco yo lo he entendido. Me fui de mi país, pero ¿qué quería dejar atrás? No hablamos más de eso”.
Días después de esta conversación, cuando ya se encuentra en la sala de espera del aeropuerto, donde tomará el avión que lo llevará a Atenas, Kallifatides se ve increpado por una mujer mayor, armada con un bastón, que lo reconoce y le grita: “¿Eres tú el que escribe libros? ¿No te da vergüenza difamar a tu patria? ¿Qué eres tú, griego o búlgaro?”.
Kallifatides reacciona:
Esa pregunta me hizo dar un salto atrás, no solo física, también emocionalmente. Volví a ser un niño de siete años en mi pueblo, Molaoi, que rebosaba de griegos, sin estar del todo libre de algunos “búlgaros”, entre otros mi padre y sus hijos […] Que fueras considerado “búlgaro”, es decir, extranjero, era lo peor que te podía suceder, porque los búlgaros no solo eran búlgaros, eran también comunistas.
Pero lo más interesante es la reflexión que Kallifatides hace sobre este incidente: “Quizás aquella desconocida estuviera equivocada, pero había puesto sobre la mesa una pregunta muy importante. ¿Es posible ser escritor sin traicionar a alguien o algo? ¿Estaba yo preparado para traicionar a mi madre?”.
El exilio, al ser autoimpuesto, es un sucedáneo de la muerte con respecto a la madre y a la patria. Lo único que explica y justifica esta subversión del “orden natural” es la literatura. Una vocación que obliga al convocado a convertirse a sí mismo en otro. De griego, Kallifatides pasa a ser búlgaro, o más bien sueco. De griego, Kallifatides pasa a convertirse en escritor, es decir, en extranjero.
Hay, sin embargo, una falla en el razonamiento del Kallifatides adulto que corrige esa intuición infantil sobre la madre y los hijos, sobre el árbol y los frutos. Y es la idea de que un orden natural anula o sustituye a otro. En este caso, sería el del reino animal imponiéndose al del reino vegetal. Cuando lo cierto es que ambos órdenes coexisten. Y no solo eso: interactúan. Y, en ocasiones, hasta pueden intercambiarse. La muerte temprana es el arcano mecanismo que hace que en los seres humanos el fruto muchas veces no sobreviva al árbol. Para entender esta alteración del orden natural el hombre inventó la tragedia, es decir, la poesía, como un modo de sondear lo que por definición es inaccesible para su entendimiento y que se expresa aquí en la pregunta ¿por qué el hijo no sobrevive a la madre? Ese excedente infinito de incomprensión es lo propio de los dioses y en la antigua mente griega se manifestaba constantemente en el espacio que mediaba entre los humanos y la naturaleza. Lo trascendente era esta distancia entre los reinos y a la vez el medio de acortarla. Existía la religión, con sus cultos y sus ritos. Pero a partir de cierto momento empezó a existir también otra cosa. Eso que hoy llamamos literatura. El arte de crear arte con las palabras y para el que Aristóteles, en su Poética, aún no tenía un nombre.
La distancia entre los reinos podía acortarse tanto que, en momentos únicos, los límites se borraban y una cosa se transformaba en otra, y un ser se convertía en otro. La metamorfosis era la prueba del vínculo profundo que conectaba todo aquello que para los sentidos se mostraba distinto y ajeno. El mito era el testimonio de esos prodigios de una época en que los dioses y los humanos compartían el mundo.

Para nuestra conciencia actual, con el repliegue de los dioses, el mito solo tiene cabida en los discursos regulados de la psicología y la literatura. Para Kallifatides, en cambio, es un patrimonio familiar. Algo que le fue dado por su condición de griego, una cercanía terrenal con respecto al mito. Una herencia quizás amenazada por el exilio, por haber tenido sus hijos y nietos en otras tierras. Y, en especial, por haber adoptado otro idioma para convertirse en escritor. Sin embargo, ese patrimonio persistió en un rincón de su sangre y le condujo a recuperar el idioma materno para escribir los libros donde cuenta la historia de su vida. Es un resabio musical que le permite reconocer los ecos, ritmos y tonos mitológicos en las palabras de su madre. En especial, en las metáforas que ella usa para nombrar a sus seres queridos.
“A mí no me engañas, comadrejita”, le dice en tono de advertencia, porque ha reconocido al extranjero, es decir, al escritor, usurpando momentáneamente el lugar del hijo.
O, por ejemplo, cuando hablan sobre la abuela:
—¿Era bonita la abuela? –pregunto con cierta incredulidad.
—Como una golondrina.
De nuevo habíamos caído en el mito. ¿Por qué es bonita la golondrina? Porque no siempre fue golondrina.
En este punto, Kallifatides cae en otro trance homérico y nos cuenta el mito de Aedón. Quiero citarlo in extenso pues encontraremos cosas interesantes y nos ahorraremos glosas innecesarias:
Había una vez, al principio del mundo, una muchacha muy bonita. Se llamaba Quelidón y vivía con su padre Pandáreo, que era el rey de la opulenta ciudad de Mileto. Su hermana, Aedón, se había casado con Politecnos, un gran maestro. Vivían felices en la ciudad de Colofón, en el reino de Lidia, con su único hijo Itilio. Alardearon de su felicidad, y a los dioses, sobre todo a Hera, les molestó. Sembraron en ellos la ruptura y empezó la rivalidad del uno contra el otro. Hicieron una apuesta para ver quién era el más capaz. Politecnos construiría un carro y Aedón tejería una alfombra. Aedón terminó primero y ganó. Politecnos no se lo tomó bien y decidió vengarse. Fue a Mileto y convenció a Pandáreo para que permitiera a su hija Quelidón visitar a su hermana en Colofón. Obtuvo la venia. Por el camino, Politecnos violó a la muchacha y la amenazó con matarla si decía algo. Luego le cortó el pelo y la presentó ante su mujer como esclava. Esta no reconoció a su hermana. Poco tiempo después, Quelidón estaba sentada cerca de la fuente, lamentándose de su cruel destino. En ese momento Aedón la reconoció. Las dos hermanas se enlazaron en un abrazo y la verdad salió a la luz. Aedón enfureció. Mató a su hijo y se lo sirvió guisado a Politecnos. Inmediatamente, después huyó a Mileto con su hermana. Un fiel esclavo le reveló la verdad a Politecnos quien, espeluznado, rápidamente se puso en camino para dar alcance a las dos hermanas. Pero los hombres de Pandáreo lo capturaron, lo desnudaron, lo embadurnaron con miel, le ataron los brazos a la espalda y lo abandonaron en el campo a merced de las moscas y de otros amantes de la miel. Su mujer se compadeció de él y lo desató. Su padre y su hermano enfurecieron y quisieron matarla. En ese momento, los dioses decidieron intervenir de nuevo y transformaron a toda la familia en pájaros. Politecnos se convirtió en pelícano. Pandáreo, en águila de mar; su hijo, en abubilla; Aedón, en ruiseñor, y Quelidón, en golondrina. Como en el momento de ser violada, Quelidón había invocado a Artemisa, la diosa de la virginidad, se le otorgó el don de vivir cerca de los hombres.
Por eso, pues, mi abuela era bonita como la golondrina, y esa golondrina dio a luz dos hijos, mi tío y mi mamá.
Se trata, como ya se habrá notado, de la misma historia que la criada adolescente les contaba a los hijos de Natalia Ginzburg durante el exilio de la familia en un pueblo de los Abruzos. Una coincidencia normal, suponemos, en esa vasta caja de resonancia que es el cuenco mediterráneo y que confirmaría la idea de Kallifatides según la cual los habitantes de estos pueblos viven, aún, en una dimensión mitológica.
“La tradición mitográfica de la leyenda de Aedón es extensísima”, dice José Ramón del Canto Nieto. Esta aparece, entre otros, en Homero, Hesíodo, Sófocles, Píndaro y, por supuesto, en la Metamorfosis de Ovidio, donde las hermanas Aedón y Quelidón se llaman Progne y Filomena, en una versión grotesca y dramática que hoy pudiera ser perfectamente adaptada para el cine o la televisión por el director Quentin Tarantino.
Kallifatides parece tomar la versión de Antonino Liberal, que su vez se basa en las recopilaciones extraviadas de Beo y de Nicandro de Colofón, de los siglos III y II A. C, respectivamente. Ambos textos son casi idénticos excepto por algunos detalles. El más importante, que Kallifatides no menciona, es que el premio a la apuesta entre Aedón y Politecnos es una esclava. Por eso, Politecnos viaja donde su suegro Pandáreo para cobrarse en secreto, en el cuerpo de su cuñada Quelidón, la amargura de la derrota.
Aunque la reiteración de esta historia en las versiones citadas por Ginzburg y Kallifatides es normal, como ya dije, lo extraño es que me haya tocado a mí encontrarlas en dos lecturas sucesivas que hice al azar una noche. Si hubiera que otorgarle un sentido a esta repetición, uno podría ser el de restituir con la esclava Crocetta de Ginzburg a la esclava ausente de la versión de Kallifatides. Como si advirtiéramos que la transgresión de los límites sagrados, tanto los que establecen el culto a los dioses como los que regulan los vínculos familiares, abre el reino de la metamorfosis, que termina siendo el reino de lo humano. Pues no hay ser vivo que, en cuanto tal, no esté sometido a las fuerzas del cambio. Esas indetenibles fuerzas que nos sitúan ante el enigma de que para persistir en nuestra esencia debemos transformarnos (traicionarnos).
Otro sentido que se pudiera darle nos lo aporta José Ramón del Canto Nieto en su comentario a la leyenda de Aedón recogida por Antonino Liberal. Del Canto Nieto nos recuerda “la creencia popular de que el ruiseñor llora por sus hijos perdidos, y es, en efecto, en el trino luctuoso de las aves donde hay que buscar el origen de la leyenda”. Después de barajar diversas fuentes, Del Canto Nieto se decanta por la interpretación que le parece más verosímil: que el origen de la historia esté en el nombre de Itis (Itilio, según Kallifatides), cuyo sonido de alguna manera reflejarían los cantos del ruiseñor y de la golondrina: “La revivificación de las quejas y gemidos de Aedón por su hijo Itis en las melodías del ruiseñor (en griego, aedon, de aedo, cantar) se encuentra ya en Homero. A esta ave compara el poeta a Penélope a la hora de expresar el tono de sus cuitas nocturnas por la ausencia de Ulises”.
Es el lamento de la madre por la ausencia de su hijo Theodor. Y también el de Natalia Ginzburg por la muerte del esposo y la pérdida del nido que representó la estancia en los Abruzos, que ellos vivieron como un paréntesis cuando en realidad se trataba de la época más feliz de sus vidas. “Y solo ahora que ha pasado para siempre, solo ahora, lo sé”, remata Ginzburg en la oración final de ese texto, con acento de ruiseñor o, quizás, de golondrina.
Posdata
Por supuesto, quedan muchas interpretaciones por hacer. La lectura, como la metamorfosis, tiende al infinito. La idea de clausura es mera invención humana. Así, después de ponerle el punto final a este ensayo, me pregunté si esa anciana con bastón que increpó a Kallifatides en el aeropuerto no sería Palas Atenea disfrazada, tal como se le presentó con las mismas trazas a la soberbia Aracné para advertirle del exceso que estaba por cometer (esta historia, por cierto, la narra Ovidio justo antes de contar la de Adeón). También me di cuenta de que el esposo del cuento de Crocetta y el Politecnos del mito de Aedón son también, a su manera, comadrejas: se comen a sus hijos. Según esto, Cronos, el tiempo, sería la comadreja mayor. “El futuro era la preocupación mayor de mi padre. Mamá prefiere volver al pasado”, dice Kallifatides. “De ella heredé el anhelo de narrar una historia. Ese anhelo que de alguna manera es el deseo de que todo vuelva a estar bien, de que todo ocupe el lugar que le corresponde, que adquiera sentido y contexto”. La narración como el arte que le permite a un hombre devenir mujer. O a un hijo convertirse en madre. Y a una mujer, en hombre, y a una madre en hijo. Escribir sería entonces un modo de violar el orden natural de las cosas. Al escribir sobre su madre, Kallifatides se convierte en ella. Se alumbra a sí mismo y a su madre en este libro que los sobrevivirá y guardará su memoria. Pues los libros son también frutos de los árboles: mejor aún: son frutos que devoran a sus árboles. Y sin embargo, los árboles, los libros y la vida persisten. Natalia Ginzburg lo resumió muy bien: “el amor a la vida genera amor a la vida”.
Málaga, 7 de enero de 2022
Referencias:
Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg, traducido por Celia Filipetto y publicado por la editorial Acantilado en 2002. Mi edición es la undécima reimpresión, de febrero de 2019.
Madres e hijos, de Thedor Kallifatides, traducido por Selma Ancira y publicado por la editorial Galaxia Gutenberg en 2020.
Metamorfosis, de Antonino Liberal, traducido y comentado por José Ramón del Canto Nieto y publicado por la editorial Akal/Clásica en 2003.
Metamorfosis, de Ovidio, traducido por Ely Leonetty Jungl y publicado por la editorial Espasa/Austral en mayo de 2011. Mi edición es la cuarta reimpresión, de octubre de 2017.
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Un bello texto, Rodrigo. Gracias