Vista de Angkor Wat (NATIONAL GEOGRAPHIC)
Vista de Angkor Wat (NATIONAL GEOGRAPHIC)

Nuestra época articula, quizás como ninguna otra, una extraña tensión en el dominio de la poesía lírica: nunca antes se habían escrito y publicado tantos poemas –lo que, naturalmente, no significa que haya aumentado la calidad de la escritura, sino más bien todo lo contrario… pero esa es otra cuestión–, nunca antes, tampoco, los textos poéticos habían sido tan irrelevantes ni tenido menos lectores. Es precisamente esta inquietante paradoja lo que Ben Lerner intenta dilucidar en El odio a la poesía, un breve y controvertido ensayo que, sin pretensiones de abolir una contradicción inmanente a todo discurso poético de primer orden, ofrece algunas claves para descifrar el sentido profundo de este arte verbal y las condiciones indispensables para su existencia (aunque, como ya veremos, algunas de sus afirmaciones son singularmente desacertadas).

En realidad, Ben Lerner –quien, no lo olvidemos, publicó tres poemarios antes de alcanzar la celebridad con su primera novela– siempre ha estado obsesionado con los procedimientos verbales y la así llamada “pérdida del aura”. De hecho, casi todo lo que discute en el ensayo que ahora comento puede encontrarse en Dejando la estación de Atocha,[1] en particular, la interesante idea sobre la superioridad intrínseca del poema virtual –de una perfección inmarcesible que el poeta intuye oscuramente antes de la creación– sobre el texto que consigue finalmente escribir: curiosa variación sobre el tema de los arquetipos platónicos, sobre todo cuando recordamos que precisamente Platón aborreció la poesía.[2] Sin embargo, para Lerner esta contradicción constituye la condición de posibilidad misma de la escritura poética: todos los escritores auténticos la experimentan,[3] pero “los líricos” (como le gustaba decir a Gottfried Benn) sienten acaso con mayor intensidad la distancia que los separa de la perfección (o al menos eso piensa Lerner). Es comprensible entonces que esta nueva Defensa de la poesía (porque, no nos dejemos confundir por el tono aparentemente ligero del ensayo: lo que el tipo intenta aquí es una apología del poema lírico en la estela de Philip Sidney y de Shelley, con todas las diferencias que impone esta época inficionada por las así llamadas redes sociales: el tono casi frívolo es sólo una de ellas) comience con una glosa del texto más breve de Marianne Moore, “Poesía” (1967),[4] que Lerner considera una especie de cifra o epítome de su propia actitud hacia la literatura.

En efecto, a pesar de lo que una exégesis superficial podría sugerirnos, Moore está muy lejos de odiar la poesía: por el contrario, es probablemente lo único que aprecia en un mundo obsesionado con el dinero, inexorablemente vulgar y despojado de cualquier atisbo de belleza o trascendencia: allí donde el poeta lírico confronta la indiferencia de sus contemporáneos (en el mejor de los casos) o, sencillamente, es contemplado con hostilidad apenas disimulada por quienes lo consideran una excrecencia ridícula y absolutamente fútil. Entonces, en rigor de verdad, el poema debe ser leído como un irónico manifiesto de fe en el hecho poético, un artefacto verbal que significa exactamente lo contrario de lo que parece afirmar: el supuesto “desprecio” de Moore nada tiene que ver con el de los filisteos que, en la plenitud de su cretinismo, preguntan para qué sirve la poesía.[5] No, su “odio” es sencillamente la desesperación del gran artista verbal ante la brecha que se despliega entre la forma prístina del poema imaginado y el resultado final sobre la página en blanco. Pero esta, como observa agudamente Lerner, es la reacción casi instintiva de todo gran poeta: después de todo, la poesía no es algo natural[6] o espontáneo[7] sino una lucha constante con las palabras para convertir la gastada materia del lenguaje cotidiano en un diamante translúcido que irradie el fulgor de la “revelación profana” (Benjamin). Y, ciertamente, esto es muy difícil, casi imposible.

Recordemos a Gottfried Benn: “Nadie, incluso entre los más grandes poetas líricos de nuestro tiempo, ha dejado más de seis u ocho poemas perfectos […], entonces en torno a esta media docena de poemas los treinta, cincuenta años de ascesis, de sufrimiento y de lucha”. Muy pocos han escrito palabras tan lúcidas y es importante recordarlas cuando comience a exponer mi desacuerdo con ciertas tesis de Lerner que, sin dejar de ser interesantes (no hablamos de un escritorzuelo: este tipo sabe cómo exponer sus ideas con innegable cortesanía), me parecen inaceptables si queremos afirmar, contra toda esperanza, la existencia de la literatura absoluta y de su componente esencial: el éxtasis estético.[8]

Pero antes de criticar a Lerner, creo que será útil articular un breve resumen de todo lo que yo consigo leer en su exégesis de Moore (seguramente hay mucho más, otros se encargarán de desentrañarlo). Se trata entonces, a la manera talmúdica (no se alarmen, es sólo una expresión: no pretendo discurrir aquí sobre los misterios ocultos –según los cabalistas– “en cada sílaba de la Torá”), de la glosa de una glosa y, como ya he observado, necesariamente incompleta. Debo, sin embargo, intentarlo: para Moore y Lerner la esencia de lo poético es dual y antitética: [9] nupcias de la fascinación y el asco, entre el éxtasis y el horror del lenguaje (engendrado por su ostensible fragilidad). Ambos consideran que esto está inextricablemente ligado al hecho de que todo poema, incluso el mejor que jamás se haya escrito (sea lo que sea que eso signifique: personalmente, semejante expresión me parece desprovista de sentido), es sólo una sombra, una pobre transcripción del gran poema arquetípico que todos intentan escribir, intuyen y en ocasiones alcanzan a vislumbrar en la incandescencia creativa del yeatsiano “estado de fuego”… sin lograrlo nunca.[10] La conciencia de esta imposibilidad, el repetirse, incluso ante los textos más logrados, “pero no era esto…”, es la sombra que el principio de realidad arroja sobre todo poeta. Persistir en esa lucha perdida de antemano es la condición de posibilidad de la poesía, o mejor, es la poesía.

Hasta aquí uno podría estar más o menos de acuerdo con casi todo, pero es precisamente en este instante que Lerner pierde el rumbo. Nunca abandona cierta elegancia inherente a su escritura, pero comete el error de aceptar ciertos postulados del crítico Allen Grossman, un tardío discípulo de Plotino, cuyo radical neoplatonismo lleva al límite más extremo todo eso que Lerner cree ver prefigurado en el famoso texto de Marianne Moore. Para Grossman no se trata ya de que escribir poesía realmente buena sea muy difícil sino de, en sus propias palabras, “un acto imposible”. Enamorado de su propia teoría y llevando a cabo una especie de performance neoderrideano,[11] el tipo se les arregla para convencer a Lerner de que nadie en toda la historia de la poesía ha conseguido escribir un solo poema que trascienda “la imposibilidad constitutiva del género”: nunca, según este personaje, los grandes artistas verbales han escuchado “la música de las esferas”[12] que para tantos ha sido (y sospecho que sigue siendo) el fin último de todo esteta.

Naturalmente, los lectores, perplejos (yo soy uno de ellos) balbucean: pero Donne, Shakespeare, Milton, Shelley, Keats (por mantenernos tan sólo en la tradición anglonorteamericana que Lerner estudia) sí dijeron haber escuchado esta música y, más importante aún, crearon poemas que fundamentan rotundamente su afirmación. No se puede negar la evidencia empírica: Paradise Lost es un texto sublime y ciertamente no veo cómo podría ser “perfeccionado”: lo mismo piensan tanto de Milton como de todos los poetas ya mencionados una multitud abrumadora de críticos desde el Doctor Johnson a Harold Bloom, George Steiner y Stanley Fish (pasando por tipos tan agudos como Ruskin, Pater y Swinburne). Curiosamente, todos están de acuerdo en algunos puntos y autores esenciales, excepto Grossman y el bueno de Lerner, intrépidos exploradores del abismo. Pero, como suele suceder, hay un pequeño problema: ahí están los poemas y su indiscutible grandeza. Y ante esto todas las teorías se derrumban, se deshacen como el agua en el agua.

Mucho me temo que hay una explicación muy sencilla para esta extraña adhesión de Lerner a los desquiciados principios de otro filósofo (y ya son muchos) que ha pretendido decir algo significativo sobre la poesía lírica, con el inevitable fracaso inherente a semejante presunción.[13] El autor de Topeka, Kansas, es sin duda un novelista interesante, pero sólo un poeta mediocre que proyecta su propia incapacidad en la escritura de los otros. Es decir, intenta, patéticamente, convertir un defecto personal en un absoluto, transformar su insignificante anécdota en un melodrama de proporciones cósmicas (no sabemos si prorrumpir en carcajadas o rasgarnos las vestiduras, me inclino enérgicamente por lo primero). Pero, podría decir alguien, “la tesis de Lerner es tal vez ridícula pero también, en cierto sentido, irrefutable: él no miente, se limita a constatar su incapacidad para experimentar el goce estético”. Claro que, si es así, le está vedado lo único que importa:[14] debería dedicarse exclusivamente a la prosa, ahí las cosas suelen estar más claras. Continúa el conjetural apologeta: “otros sí pueden acceder a esta experiencia pero ambas posiciones son igualmente válidas”. Excepto que, naturalmente, no lo son: uno recuerda al Doctor Johnson cuando Boswell peroraba sobre la supuesta irrefutabilidad de la filosofía de Berkeley a pesar de su notoria ridiculez. Johnson se limitó a mirarlo con una mueca burlona y, tras patear una piedra que tenía delante dijo: “ahí tiene su refutación de Berkeley”. Eso es lo que Proust llamaba la fe experimental, la certidumbre empírica, el único credo aceptable para quienes desean pensar por sí mismos.

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En relación al tema que nos ocupa, el punto es que muchas personas a lo largo del tiempo han sentido y continúan sintiendo “la fulguración y el encanto” de los grandes poemas. Para limitarme a la tradición hispanoamericana (la mejor que conozco), ¿quién no ha experimentado fascinación y placer intensos leyendo a Manrique, a Garcilaso, a San Juan de la Cruz, a Quevedo, a Góngora (algunos sonetos), a Darío, a Casal, a López Velarde, a Juan Ramón Jiménez, a Borges, a Octavio Paz, a Lezama, a Eliseo Diego, a Gastón Baquero, a Hernández Novás, a Escobar, a tantos otros? Hablo, por supuesto, de los verdaderos lectores, del 0,1 % que aún se interesa por la gran poesía. En cuanto a los otros, a ese 99,9 % restante, su opinión carece de importancia: odian lo que no entienden y así ha sido siempre.[15] Pero eso no es una debilidad de la poesía lírica sino todo lo contrario: a diferencia de la novela seria (por llamarla de alguna forma), que necesita como mínimo miles de lectores para sobrevivir, a la poesía lírica le bastan unas cuantas decenas de lectores fieles, y esos, por extraño que resulte, siempre han existido y existirán.[16]

Hay algo misterioso en todo esto: quizás sea la brevedad, quizás la epigramática contundencia de muchos poemas pero, increíblemente, la lírica sigue existiendo. Y eso Lerner no parece entenderlo: quizá debería releer la severa máxima evangélica, muy apropiada en este contexto: “No den a los perros lo que es sagrado; no arrojen sus perlas a los cerdos” (Mateo, 7, 6). En cualquier caso, el misterio perdura. Misterio: no me gusta demasiado esta palabra, pero acaso en ocasiones sea necesario emplearla. Consideren por un segundo este curioso personaje: un desdichado poeta cubano que nunca estará entre nuestros clásicos indiscutibles, un tipo competente pero atormentado y enfermo de autocompasión, alguien que a mi juicio sólo produjo un par de poemas memorables (y eso siendo muy generoso: en rigor de verdad incluso esos poemas se acercan ocasionalmente a los abismos del kitsch: la desesperación no basta para convertirte en Hart Crane o Virgilio Piñera). Por si esto fuera poco, muere joven de una enfermedad atroz, suscita controversias interminables que ya nadie recuerda… pero entonces, en uno de esos dos poemas, escribe un verso absolutamente asombroso cuya sublime extrañeza ningún materialista cultural o discípulo de Lacan conseguirá disipar jamás: “La carne es un laurel que canta y sufre”. ¿De dónde salió eso? Nada parecía predestinarlo a escribir algo así, pero allí está: majestuoso, sombrío, inmarcesible, como los lienzos de Caravaggio o los Budas esculpidos en la piedra de Angkor Wat. A veces basta una sola línea: yo, que no creo en la resurrección de los cuerpos, quiero creer en la inmortalidad de ese verso.


Notas:

[1] Aunque, claro está, se trata de una novela y los problemas teóricos que interesan al narrador no pueden ser abordados con el mismo rigor que en un ensayo. Aunque no tenga nada de malo ficcionalizar la teoría (como demuestra profusamente Ricardo Piglia en Respiración artificial), en ocasiones resulta inevitable introducir algunas simplificaciones para evitar la pedantería. Una novela no es, por fortuna para nosotros, un sucedáneo de la francamente ilegible Fenomenología del espíritu.

[2] Bueno, no exactamente, quizás sería mejor decir que le temía; en esto lo acompañan muchos pensadores importantes de la tradición occidental: lo estético es un exceso, una exuberancia, un oscuro fulgor que pocos filósofos pueden asimilar. Tampoco, inútil decirlo, ningún ideólogo.

[3] Narradores, dramaturgos, ensayistas e incluso, ¿por qué no?, los críticos literarios.

[4]    “Poesía”

A mí también me desagrada.
Sin embargo, si la lees con un perfecto desprecio
Puedes descubrir en ella, después de todo,
Un espacio para lo genuino.

[5] Y me parece que el mero hecho de preguntar algo así los descalifica permanentemente para cualquier discusión sobre cuestiones estéticas. Habría que decirles: “si no lo sabes ya entonces nunca podrás entenderlo, no atormentes tu reducido cerebro con estas cuestiones y dedícate a ver la extensa filmografía hindú: Bollywood siempre tiene espacio para otro imbécil”.

[6] ¿Qué puede ser más antinatural, después de todo, que fabricar un objeto verbal autónomo, un artefacto complejamente estructurado que se vuelve sobre sí mismo, refractario a cualquier doctrina moral o compromiso ideológico, algo que sólo busca la belleza de concepción y estilo?

[7] Con la probable excepción de ciertas manifestaciones neorrománticas (por llamarlas de algún modo) que siempre han existido y que suelen exhibir un desconocimiento casi absoluto de la tradición poética hispanoamericana (o de cualquier otra), una irredimible cursilería (el Neruda de los deplorables Veinte poemas… ha ejercido una influencia particularmente nefasta sobre estos “escritores”) y una “orgullosa ignorancia” que no excluye la de la lengua española.

[8] A pesar de lo que piensan ciertos académicos y periodistas anglonorteamericanos (debo observar que esta alianza no me sorprende en lo más mínimo), la lucha por el Canon, con todo lo que conlleva, está muy lejos de haber terminado: resulta que, a pesar de la estupidez supina popularizada por Terry Eagleaton y otros personajes de su calaña, los valores estéticos sí existen y no son un mero constructo ideológico.

[9] En verdad, sobre todo para Lerner: Moore jamás fue tan explícita.

[10] “No debemos ceder en la intensidad.” (Thomas Bernhard, Corrección.)

[11] Performance tan ridículo y pernicioso como los neoheideggerianos: estos tratan algunos poemas como objetos tan sublimes que en última instancia no es posible decir nada sobre ellos (¡la teología negativa del Seudodionisio Areopagita en pleno siglo XXI!); los neoderrideanos afirman, por el contrario, que en realidad no existen.

[12] Esta es simplemente otra forma de referirse al éxtasis estético que ya he mencionado. Y no es la única: Benn, por ejemplo, se refiere a esta experiencia como “la fascinación”, aquello que experimentamos al leer “la poesía absoluta, la poesía sin fe, la poesía sin esperanza, la poesía que no se dirige a nadie […], en cuya forma hay ocultos suficientes abismos del ser como para satisfacer al alma más profunda […], en cuya forma fascinante hay suficiente sustancia hecha de pasión, naturaleza y experiencia trágica”.

[13] Así Cioran:

Heidegger habla de Hölderlin como si se tratara de un presocrático. Aplicar el mismo trato a un poeta y a un pensador me parece una herejía. Hay autores a los que los filósofos no deberían tocar. Desarticular un poema como se hace con un sistema es un crimen contra la poesía.

Cosa curiosa: a los poetas les satisface que se hagan consideraciones filosóficas sobre su obra. Los halaga, se hacen la ilusión de que es un ascenso. ¡Qué lamentable!

Sólo el amante sincero de poesía sufre por esa intromisión sacrílega de los filósofos en un ámbito que debería estarles vedado, que les está vedado naturalmente. ¡No hay un solo filósofo (¿Nietzsche?) que haya hecho un solo poema aceptable! (Hay –cierto es– sistemas con tendencia poética –Platón, Schopenhauer–, pero se trata de la visión o de una obra marcada por la frecuentación de los poetas: Schopenhauer.) (Emil Cioran, Cuadernos. 1957-1972.)

[14] Según Roberto Calasso, “la pregunta fundamental formulada sobre cualquiera que lea un libro o mire un cuadro” fue enunciada por Baudelaire en estos términos: “¿Estos señores sienten verdaderamente la fulguración y el encanto de un objeto de arte?”. A juzgar por sus ensayos, Lerner y Grossman desearían sentirlopero no pueden, y eso, inevitablemente, conduce al resentimiento que, como todos sabemos, no es precisamente algo que permita pensar con claridad. Supongo que lo mismo ocurre con las legiones de sicoanalistas, materialistas culturales (expresión involuntariamente cómica) y sociólogos de toda laya que pasan ahora por críticos literarios, aunque el de estos personajes es más bien un caso agudo de “odio lo que no entiendo”.

[15] Este es el otro error de Lerner en su ensayo: en algún momento vuelve a equivocarse e intenta iniciar un debate con los así llamados “críticos progresistas” que lamentan una supuesta “decadencia” de la poesía (es decir: que casi nadie lea ya poemas) y sugieren que se debe a su “elitismo”. Pero discutir con estos tipos es absurdo: primero porque no hay tal decadencia: la auténtica poesía siempre ha sido impopular, reducida a grupos minúsculos y sí, elitista. No podría ser de otra forma considerando su dificultad: John Ashbery no es –por suerte para él– Bob Dylan. En segundo lugar, la discusión es absurda porque no hay nada que debatir: o la aceptas por lo que es o te retiras. Por utilizar una metáfora imperfecta: si la prosa, especialmente la novela, es una democracia parlamentaria, una Suiza del Espíritu, la gran poesía lírica es una Teocracia: no se justifica, procede por decretos, promulga sus dogmas irracionales e impermeables a la mera lógica. Así ha de ser si quiere perseverar en su esencia: “El principio del sufragio universal no es en absoluto aplicable a cuestiones estéticas” (William Hazlitt).

[16] Philip Roth observó hace una década: “Dentro de cincuenta años leer a Proust o Henry James, incluso en traducciones, será algo tan esotérico como lo es ahora disfrutar de Homero en griego antiguo”. Me temo que fue demasiado optimista: probablemente el cine, las series de televisión y, sobre todo, las redes sociales acaben con la novela mucho antes: ¿quién leerá en el 2030 El hombre sin atributos?

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