Imagino siempre las presentaciones de libros como activaciones del sentido y como provocaciones en el contexto en el que un libro desea martillar, como una metáfora para insistir y producir cierto ruido. Sobre todo, en libros que tratan de asuntos incómodos.[1]
La discusión en torno a los derechos humanos ha sido una problemática mayormente asumida por lo que se ha conocido como pensamiento progresista y las prácticas de la llamada izquierda, en cualquier parte del mundo. Es difícil entender por qué a esa misma izquierda no la interpela que el gobierno de Cuba haya considerado y siga considerando los derechos humanos como invenciones de los estados imperialistas. Como escribe Reinaldo Escobar: “ser identificado como un defensor de los derechos humanos ha sido sinónimo de enemigo de la patria, agente a sueldo del imperialismo y otros improperios más”.
Me pregunto qué aparece en el pensamiento de quienes no hayan vivido en la isla cuando leen esta frase de Julio Antonio Fernández Estrada, y que situadamente retoma Hilda Landrove en las primeras líneas del libro que hoy nos convoca:
¿Cuáles han sido las causas de que en Cuba se haya podido dar el disparate, a la misma vez hilarante y triste, de que personas defensoras del sistema político y económico cubano exclamaran en manifestaciones, mítines y desfiles “¡Abajo los derechos humanos!”?
Este tipo de manifestaciones con otras frases, pero siempre configuradas como formas de agresión, se siguen produciendo hoy contra personas que buscan evidenciar la violencia y el penoso estado de la vida en Cuba, y estas agresiones suceden no sólo en la Isla, sino en países latinoamericanos como Chile, incluso en México.
Para entender por qué los derechos humanos fueron y siguen siendo rechazados en Cuba por los grupos de poder, son importantes las enunciaciones de Julio Antonio Fernández Estrada: “Los derechos humanos quedaron como un tema tabú en los países del Campo Socialista”. Y todavía en muchos contextos académicos y activistas el socialismo es un territorio de difícil tránsito para el pensamiento. El mito rojo, en cuyo simbolismo no es posible separar la mancha púrpura de la sangre revolucionaria de la sangre terrorista de la Gran Purga estalinista y de los Gulags soviéticos, sigue apareciendo en las banderas de las plazas públicas “democráticas” y en las exposiciones académicas marxistas. Siempre me pregunto en qué extraña región del mundo se piensa cuando desde el feminismo se condenan las formas de explotación capitalista y se omiten las prácticas necropolíticas, neocoloniales y extractivistas de países que hacen parte del imaginario mítico socialista.
El instinto nos llevaría a preguntarnos por qué el gobierno de Cuba continúa violando escandalosamente el derecho a la vida digna mientras hace parte –y lo ha sido por varios años– del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, e importa destacar, sin haber ratificado el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la misma organización. Sin embargo, en períodos anteriores a la llamada Revolución Socialista, condenados a la negación histórica que impulsa el fundamentalismo revolucionario, pensadores cubanos encomendaron y trabajaron en el proyecto de la Declaración Universal de Derechos Humanos que fue proclamada hace 75 años. Hoy esta Declaración es un asunto velado en los documentos constitucionales de la Isla. Por ello es muy significativa la reflexión a la que nos invita Landrove desde el prólogo: “Leer los textos que conforman este libro, obliga a observar un proceso de participación activa en la discusión internacional sobre el tema de derechos humanos que quedó truncado con la toma de poder del entonces gobierno revolucionario.”
Uno de los textos de este libro, firmado por Reinaldo Escobar, enuncia los numerosos artículos de la Constitución de 2019 vigente en Cuba, en los cuales se viola flagrantemente los principios de aquella Declaración Universal.
Manuel Cuesta Morúa plantea “la relación directamente proporcional entre soberanía estatal y derechos humanos que puede trazarse en cualquier parte del mundo”. La idea de soberanía tal como la han problematizado, más allá de Carl Schmitt, Giorgio Agamben, Michel Foucault y Achille Mbembe, es una máquina aplastante; supone una condición de sacrificio absoluto ante el Estado soberano. La soberanía se traduce en definir la vida como despliegue y manifestación del poder, y en la capacidad de decidir quién puede vivir o morir. Desde las primeras páginas del reconocido ensayo Necropolítica, Mbembe define la soberanía “como el derecho de matar”. Entre soberanía y derechos humanos emerge una insondable aporía. Agamben opta por señalar “la paradoja de la soberanía” allí donde el soberano se declara “fuera de la ley” y a la vez no reconoce “un afuera de la ley”.
Las violaciones a los derechos humanos se producen hoy no sólo en países reconocidos por la suspensión de las prácticas democráticas, aun cuando exista una obstinación en negar esas violaciones, como sucede con respecto a Cuba. Las sistemáticas violaciones a los derechos humanos tienen lugar también dentro de Estados reconocidos como democráticos. Una enorme tensión define las relaciones entre los supuestos derechos universales y las prácticas institucionales del Estado. ¿Son los derechos humanos una gestión institucional o una agencia social? Desde la experiencia vivida por personas dedicadas a buscar seres humanos sustraídos a la fuerza de la vida pública, a luchar por el derecho a ser liberadas de las prisiones, o a la impartición de justicia ante situaciones de crímenes extremos, lo que de manera sistemática se constata es que sus luchas les enfrentan a las diversas instancias del Estado que no sólo son omisas sino cómplices y represoras. La lucha por el derecho a la vida digna, según los principios establecidos en la Declaración Universal es una práctica civil, porque esos principios hablan de derechos de las personas y las/los ciudadanos, y de las obligaciones de los Estados a garantizarlos. Y es en esa relación donde se rompen las garantías sociales por parte de quienes están legalmente obligados a cumplirlas y escandalosamente devienen como auténticos violadores de los derechos humanos.
Desde el complejo y contradictorio escenario en el que nos situamos, vivimos experiencias que cancelan los discursos de justicia social defendidos por la izquierda latinoamericana. Podríamos decir que es muy contradictorio escuchar los reclamos por los derechos humanos en países donde las personas pueden salir a las calles a protestar, y sin embargo esas mismas personas que en sus países luchan, callan ante las múltiples violaciones en Cuba incluyendo el encarcelamiento y la condena por años a quienes defienden sus libertades y sus derechos. Callar en estos casos, como lo hace una inmensa mayoría de políticos, activistas, artistas, intelectuales, académicos y escritores en Latinoamérica, deviene complicidad con la violencia, con la necropolítica, con la negación de la vida, con la barbarie que muchas veces se dice condenar en los papers. Simular la defensa de una vida no vivida es incongruente con el principio de discernimiento.
Examinar, como lo hace este libro, las puntuales violaciones que el gobierno “no democrático” de Cuba –como expresa Gabriel Salvia– ha realizado y continúa haciendo es un acto de iluminación a esas zonas de conveniente oscuridad en que siempre quedan los documentos, poco leídos y nublados por las creencias en el pretexto de las manipulaciones ideológicas. Pero las ideologías, como dijo poéticamente Hannah Arendt, no pueden explicar el misterio de la existencia, mucho menos pueden decidir los derechos a la vida. Una política de derechos humanos definida desde las ideologías es una práctica necropolítica. Es la negación del derecho a la vida de aquel que supongo como enemigo porque no piensa igual que “yo”, porque no pertenece al “nosotros”. ¿Qué sucede con los derechos humanos ante el ejercicio soberano de las ideologías? Defender el derecho a tener derecho según el modo en que piense una persona es, parafraseando a Mbembe, ejercer el derecho soberano a definir la vida como despliegue y manifestación de poder.
Se ha normalizado la condena a las violaciones a la vida en regímenes inmediatamente traducibles como de derecha, pero existe una enorme dificultad para condenar esas mismas violaciones bajo regímenes históricamente consagrados por la izquierda. Vivimos tiempos en que la idea de democracia no es un paraguas para garantizar la vida. Lo sabemos bien cuando la muerte y la desaparición parecen normalizadas y nada impide que las cifras sigan en un escandaloso aumento. Pero lo que sucede en Cuba no es un asunto de simulación democrática. Pensar Cuba es seguir pensando las tensiones que aproximan y diferencian totalitarismo y democracia. En un contexto como el latinoamericano, donde se trafican los cuerpos entre los ejércitos de salvación estatal, el rumor dictatorial de los viejos milicos atravesó el continente y llegó al Caribe. Más que como una adecuada categoría política, la noción de dictadura emerge para Cuba como categoría moral, como lo planteó Claudia Hilb. La que aún se piensa como “la paradoja” cubana, tomando en cuenta los supuestos contrastes entre los logros revolucionarios y el sistema represivo, es deconstruida por la socióloga argentina cuando se dedicó a estudiar y a demostrar que la promoción de la igualdad, impulsada por la Revolución cubana, “estaba indisociablemente ligada a la conformación de un régimen de dominación total”. Habría que hablar de totalitarismo o dictadura, o quizás repensando el término de Carl J. Friedrich, de “dictadura totalitaria”, para nombrar hoy a Cuba.
Las páginas de este libro están cruzadas por imágenes que parecen proponer otras maneras de ver, de mirar lo que somos, pero mirando e imaginando desde este, nuestro tiempo. Las ilustraciones de María Esther Lemus, de Renier Quer Figueredo y Julio Llópiz-Casal, las percibo como inquietantes relámpagos entre la amenazante oscuridad de la tormenta y la incertidumbre de lo que está por venir, que sólo puede imaginarse desde el estado en que estamos. Algo como lo que dijo percibir Benjamin –en una de sus Tesis sobre la filosofía de la historia— ante el Angelus Novo de Klee: “El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que ya no puede plegarlas […] mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo”.
Notas:
[1] A propósito de la presentación del libro 75 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Miradas desde Cuba (Fundación CADAL, Buenos Aires, 2023). Compilado por Gabriel Salvia. Con textos de Manuel Cuesta Morúa, Julio Antonio Fernández Estrada, Reinaldo Escobar y prólogo de Hilda Landrove. Con ilustraciones de Julio Llópiz-Casal, María Esther Lemus Cordeo y Renier Quer Figueredo.