Ilustración de Alejandro Cañer

La visibilidad de –ciertos– estados superiores se parece a la visibilidad de la estupidez.
Antón Arrufat

No temáis, este perro no come acelgas.
Diógenes, El Can

Confieso que al recibir en el penúltimo lanzamiento de la revista Revolución y Cultura, de manos de su propio autor, el texto “El asunto del cinismo: discutir antes que blasfemar” tuve la impresión de que dicho trabajo, a pesar de la agresividad que presagiaba en su título, podía ayudar a ofrecer algunas luces sobre sin dudas “trascendental” tema.

Emilio Ichikawa, exprofesor de filosofía, reconocido ensayista y prolífico articulista (además de publicar en varias publicaciones internacionales, es asiduo colaborador de las más importantes publicaciones cubanas, incluyendo al Dedeté) parecía, por todo ello, la persona más indicada para ofrecer algunas valiosas apreciaciones sobre el asunto por lo que en aquel momento le expresé que mi respuesta, en caso de que fuera necesaria, se limitaría a colgar bajo su trabajo alguna que otra breve nota aclaratoria.

Sin embargo, pasados ya los efectos del champán y lejos de los redobles de las sabrosas tumbadoras de Los Papines con que los colegas de Revolución y Cultura condimentaron aquella tarde la presentación de su número, la tranquila lectura de “El asunto…” me obligó a reconsiderar mis intenciones iniciales.

Las razones de ese cambio son varias. En primer lugar, en desacuerdo con mis expectativas, el artículo de Ichikawa, en vez de luz, irradia sombras; en vez de aclarar, confunde al perseverar, una y otra vez, sobre el mismo disparate. Como ya había predicho en mi lección anterior, no era Elvia Rosa la única crítica a la que podían achacársele tales deslices. En segundo lugar, en su texto, el tema del cinismo, además del mal uso que hace del término –pifia lamentable sin dudas en un profesor de filosofía– parece más una suerte de pretexto para introducir en la polémica otros temas que por desgracia, nuevamente, sólo quedan esbozados. Y, por último, el tono empleado por mi oponente, salvo la elogiosa introducción que en este contexto huele a sospechoso ardid diplomático, se aviene muy bien con las “blasfemias” e “imposturas” de mi estilo ad hominem de polemizar.

En vista de mi purista afición a los diccionarios, antes de proseguir, permítaseme recordar que la palabra polémica proviene del vocablo griego pólemos, cuyo significado es guerra. Si a algunos, la tan reclamada y siempre, por cierto, mal acogida polémica, les evoca una especie de baile de vals en el que valen pisotones y codazos traperos, a mí, en cambio, me recuerda más al combate boxístico en donde los púgiles se dan, frente a frente, sus buenos guantazos.

Con tanta tela por donde cortar, lo más apropiado parecía entonces recurrir a esta gran nota que, como la anterior, también pretende ser una lección “otra” sobre el cinismo. Pero para que no se me acuse de reduccionista y para no hacer más larga esta sencilla introducción –las clases, al igual que los pleitos de boxeo, le rinden cuentas al reloj– echémosle, una mirada más detallada a “El asunto del cinismo…”.

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Para empezar, y también a modo de comentario, detengámonos en el párrafo donde Ichikawa se declara intrigado por el compromiso que el consejo editorial de esta revista pueda tener respecto “a la posición de Lagarde”.

Luego de precisar mi condición de creador independiente y redactor principal de El Caimán Barbudo, lo cual, según apunta, es muy significativo en su estilo, descarta una posición de total inocencia de los miembros de ese consejo, para con mis “imposturas en el arte de polemizar”.

Si lo que quiere saber es si se le consultó al consejo para analizar la forma en que debo expresarme cuando escribo en esta revista, la respuesta es no. En el caso de El Caimán las funciones del consejo se limitan, cuando es indispensable, a labores de asesoría. Las decisiones, tanto del contenido como de la forma de lo que se publica, corren, exclusivamente, a cargo de su dirección, a la cual pertenezco. Hacerlo de otro modo resultaría demasiada engorroso, sobre todo, si se tiene en cuenta que dichos miembros,[1] además de personas y creadores independientes, son también, como él mismo recuerda, editores de una o dos revistas cubanas más (lo cual, por cierto, al parecer en este caso, no es muy significativo para Ichikawa, ¿o sí?). Precisamente esta ambigüedad, como es de suponer, no deja de pesar a la hora de decidir una determinada línea editorial. Se corre el riesgo de que El Caimán devenga en un remedo de Arte Cubano, Juventud Rebelde, La Revista o La Caceta por lo que dejaría de ser el saurio que es para convertirse en una suerte de endriago o quimera.

Por otra parte, y para que Ichikawa no vaya a traumatizarse por los remordimientos de conciencia de los integrantes del consejo, aprovecho para decirle que ninguno de ellos, hasta ahora, se ha acercado a la dirección de esta revista para hacerla partícipe de su inconformidad con mis “blasfemias” e “imposturas”.

Despejada la adicional intriga, intentemos llegar, en un trabajo lleno de meandros adicionales, al asunto que nos ocupa. Tras unas cuantas líneas en las que con cierta pose de viejo sabio asegura que su intención no es terciar, cosa que evidentemente hace y no con mucha fortuna, y tal vez por prescindir de una pose objetivista y profesoral, Ichikawa comienza la explicación de algunos de mis descorteses lances justamente acreditándome una blasfemia de más.

En ninguna parte de mi artículo “Fe de erratas: una lección sobre el cinismo” afirmo que en el texto de Elvia haya algo de aleccionador. Hagamos un poco de memoria. La palabra aleccionadora aparece, además de en el título y el final, sólo dos veces en el cuerpo del texto. La primera, cuando digo: “Si bien hasta ahora el cinismo, según la nueva acepción que le han otorgado últimamente algunos críticos, había hecho su aparición en cierto momento de los ochenta al tensarse las relaciones artistas-institución; y más recientemente, a modo de prolongación del fenómeno, servía para definir la manera que la nueva generación reaccionó, consciente o inconscientemente, ante las manifestaciones «aleccionadoras» de esas mismas instituciones”. Y la segunda, en el fragmento que sigue: “Resulta curioso que ni Elvia Rosa ni otros críticos al parecer entusiasmados en demasía con el término cinismo –algunos de ellos, y sobra la aclaración muy talentosos– no hayan reparado en el mal uso que del mismo se hace al emplearse con otro significado. ¿Nueva licencia de la poscrítica o se trata de alguna estrategia cínica en la que es necesario el enmascaramiento, la simulación, el escribir en clave, para evitar ciertas manifestaciones «aleccionadoras» al estilo de estas palabras?”. Las palabras “aleccionadoras” a las que hago referencia, por supuesto, son las mías. No se olvide que en este caso la creadora independiente es Elvia, y yo, el representante de una institución, lo cual, como ya sabemos, en el estilo de Ichikawa es algo muy significativo. No sé de qué modo las “lúcidas e inteligentes” palabras de Elvia podrían servir para aleccionarse a sí misma. Si así fuera, no habría nada que discutir, ni razón de valía para perder el tiempo en cortos o largos ensayos aleccionadores.

No entiendo, por tanto, por qué Ichikawa no entiende. Especialmente si se tiene en cuenta, como sugiere, que le sobra inteligencia, –ayudado con un poco de paciencia, claro está– para comprender perfectamente el “enciclopedista” texto de Elvia Rosa. ¿Acaso esa misma inteligencia le falta para asimilar una sencilla clase? ¿O simplemente se disgustó con mis “blasfemias”? Sin dudas, Ichikawa debió de sufrir mucho los rigores de los planes de clase de sus años de estudiante en la Universidad de La Habana; ¡tanto!, que por lo visto se le atrofiaron las entendederas.

De ahí tal vez que no resulte muy extraño que comparta con algunos otros críticos de su generación el delirio hiperbólico de descubrir en cada uno de sus coetáneos dedicados a las artes plásticas un Picasso, o en la nueva generación de escritores una legión de Joyces.

No bastan “las referencias teóricas, filosóficas de más de una década de estudios universitarios y posuniversitarios” para donar un Rousseau. Sobre todo, si esos estudios suelen estar basados en rigurosos y aburridos planes de clase que provocan la abulia y desatención de los discípulos. Tampoco para inventar un enciclopedista ilustrado o reilustrado es suficiente la voluntad de querer serlo. En este mundo hiperespecializado, para conseguirlo, en vez de negar al especialista de un plumazo, sea este norteamericano o turco, tal vez haga falta más de una especialización y no conformarse sólo con las ligeras lecturas a las que nos obligan, también, las “precarias condiciones”. Ser un enciclopedista ilustrado implica algo más que darles barniz a las decimonónicas ideas de Carlyle sobre el intelectual y el héroe para presentarlas como novedosas luego de adornarlas con algún que otro mudo eslogan como ese de que “el dinero ya es una moral”. En fin, que no basta con leerse unos cuantos libros de caballería y creerse que ya se es caballero andante.

En cuanto a Elvia Rosa, a quien le sobra talento como lo ha demostrado en más de un trabajo publicado en esta revista, no creo que tenga mucha prisa para que se le honre con ese distinguido título. Amante de lo griego, supongo comparta con Sócrates la máxima de que no vale vivir una vida que no sea criticada. En realidad, ignoro por qué razón Ichikawa se alarma tanto por el efecto de tres o cuatro blasfemias mal hilvanadas en una rigurosa lección profesoral.

Respecto a la incursión en el pasado no hace falta decir que no fue Elvia la que “inventó ese recurso de recurrir al pasado para dejar hablar el presente”. Como tampoco es nada original, –ese por desgracia es un defecto que comparte con más de un reilustrado– el intentar esa visión basándose en un dislate. Ya Jo advertía yo en mi trabajo anterior: “Si de alguna debilidad adolece esta exégesis del cinismo es de la fragilidad de los cimientos sobre los que se levanta la estructura de este discurso teórico”.

El atrezo, el simulacro de vigas y columnas, es aquí la errada definición del cinismo que Elvia Rosa nos ofrece en los inicios de su ensayo. Casualmente, Ichikawa comparte conmigo ese punto de vista: “también descubre lo que me parece una zona débil en el texto de Elvia Rosa (…), se trata de que la autora dice a la vez del cinismo que es subversivo, negador de realidades, y también que, por un paradójico mecanismo que no aclara, logra esto más aún cuando afirma o justifica sin merecimiento”. Resulta incomprensible entonces que Ichikawa, también a la vez, pueda decir que la autora con esa incursión “atrevida y un tanto aventurera”, además de “lúcida y bella” se inserta en una notable tradición.

Si Elvia Rosa hubiera recordado, como Ichikawa quiere, que “hay una forma de ser patriota desde el dolor, como la hay de querer a los amigos con sus defectos, que no se es cubano por lo virtuoso de la criatura; se le quiere a veces también hasta por lo desamparado, por lo triste y por lo cínico”, y, sobre todo, si hubiera empleado este último término en su real significado, seguramente, en vez de blasfemias, habría recibido aplausos.

El problema no está en mirar al pasado con sus luces y sus sombras, algo que debían hacer más los colegas intelectuales reilustrados o no, sino, en hacerlo con seriedad. Como se comprenderá no se puede hacer una historia de Cuba diciendo que los indios eran los españoles o, como leí en una biografía de Weyler recién editada, que el número de mambises bien armados dirigidos por Céspedes era superior al de las tropas españolas. Tampoco debe hacerse disfrazando al cinismo de oportunismo, maquiavelismo, hipocresía, simulación u otras palabras que simplemente no se corresponden con el referido término. Puede, –¿por qué no?– intentarse incluso una mirada seria desde cada una de ellas. Según dice Ichikawa, ya se ha hecho. Estoy seguro, y no me he leído los artículos de José Sixto Sola y Fernando Lles, de que no encontraremos en ellos el que “debe entenderse el cinismo como simulacro y estado aparencial que guarda un interés otro”,[2] ni nada que se le asemeje.

Pero continuemos leyendo a Ichikawa. Hablemos de Hermes, deidad griega del comercio, el robo y de los viajeros. En realidad, no acabo de asociar a este dios con el cinismo. No obstante, y para que Ichikawa no vaya a sentirse defraudado, –además reconozco los errores cuando los cometo–, realizaré algunas “transcripciones” para probar la incompatibilidad que le encuentro a este mitológico personaje con el tema. Lo haré desde la literatura (soy sólo un narrador que hace lo que puede cuando no me dedico a editar esta revista o a infructuosas polémicas).

Es sí, (Hermes) un oportunista y un traidor y así nos lo presenta Aristófanes en su comedia Pluto. Como se sabe, en esta obra el dios del oro, Pluto, está ciego y anda por la tierra, cual peregrino mendigo, enriqueciendo a bribones e intrigantes. Crémilo, un hombre bueno y pobre, lleva al dios al templo de Esculapio, donde recobra la vista y a partir de entonces empieza a favorecer a los hombres honrados. Entre los nuevos perjudicados por este repentino cambio se encuentran los demás dioses. Y es ahí cuando entra en escena Hermes, quien le pide a Carión, criado de Crémilo, que lo deje permanecer entre los hombres:

Carión: ¿Abandonarías a los dioses por quedarte aquí?

Hermes: Es que con vosotros se está mejor.

Carión: ¡Cómo! ¿Crees que es honroso desertar?

Hermes: La patria es el país donde se vive dichoso.

Carión: ¿En qué podrías servimos si permaneces aquí?

[…]

Hermes: Hacedme agente de intrigas.

Carión: No nos hacen falta intrigas, sino las costumbres sencillas.

También Esquilo, en una de sus tragedias, no es menos duro con este personaje. En su conocido Prometeo encadenado, el autor en un diálogo entre Hermes y las Oceánidas pone en boca de estas últimas el siguiente parlamento: “Dime, aconséjame cualquier otra cosa y serás obedecido; pero esas palabras que has pronunciado ni las puedo tolerar. ¿Cómo? ¡Tú me mandas a rendir culto a la cobardía! En los males que haya de padecer, con él quiero entrar en parte; que yo aprendí a odiar a los traidores y no hay ruindad que me repugne más que esa”.

Me pregunto ahora si algún intolerante sabio de la época no le echó en cara a Esquilo su blasfemante descortesía para con Hermes. Es conocido que por algunas boberías de ese tipo a Sócrates se le obligó a beber la cicuta.

Ahora, mucho tiempo después, el remedio ha sido reemplazado, a veces, por métodos más civilizados. Algunos “demócratas y pluralistas” pensadores, cuando escuchan o leen algo que no se ajusta a sus concepciones ideológicas, cual sargentos en un cuartel, decretan enseguida el toque de silencio. Ya no es preciso beberse la cicuta, sino tragarse las palabras. En el diccionario de los plurales intolerantes de la posmodernidad sólo figuran aquellos vocablos que sirven para conformar las ideas de los que asienten y aplauden. A las palabras de los que pelean, discrepan y disienten simplemente se les condena al limbo inédito de las nuevas “lenguas muertas”. Últimamente, la práctica se ha hecho tan habitual que hasta Ichikawa (no lo entiendo en él) sucumbe a la tentación de la moda.

En el caso de Lipovetsky, además de que probablemente la palabra reaccionario encabece alguna no desclasificada lista de malas palabras, no sé de qué otro modo llamarle a un cínico –léase descarado– apóstol del más atroz individualismo, el consumismo y la frivolidad cultural y política. Por lo menos desde mi punto de vista ideológico particular que es, casualmente, –Io que no deja de ser significativo–, también el de esta revista, no encuentro otra palabra más adecuada.

Respecto a la condición de filósofo de este vocero de las trasnacionales –y perdóneseme esta última blasfemia– no creo que la merezca por el solo hecho de manipular de acuerdo a su conveniencia una buena cantidad de estadísticas; ni mucho menos, porque la misma se repita a bombo y platillo en las contracubiertas de sus libros o en alguna nota de presa. Como cualquier ingenuo también sabe, el circo del mercado cultural no se acaba en los Michael Jackson y Madonna. Sí reconozco en cambio que escribe muy bien y que a diferencia de otros de su camada (¿servirá esta palabra como sinónimo de camarilla?) dice lo suyo claramente con lo que se puede estar o no de acuerdo, sin toda esa jerga vacua tan en boga, sin andar retorciéndole el pescuezo a los conceptos.

Pero dejemos a Lipovetsky y ocupémonos nuevamente de Ichikawa. En otra parte de su texto el filósofo reilustrado aprovecha para mostramos sus dotes de crítico literario cuando hace el conclusivo descubrimiento de que soy yo el que da las lecciones, lo cual, desde un principio como ya apunté más arriba formaba parte de mis sanas intenciones. Incluso, en algún momento llegué a pensar si no sería mejor dar las lecciones mediante el platónico recurso de preguntas y respuestas, pero más tarde; teniendo en cuenta el talento de Elvia, me pareció demasiado irónico; tal método suele usarse ahora en la enseñanza primaria. Pero, en fin, esto no es tan importante. No privemos al crítico del placer de descubrir algo.

Lo que realmente nos interesa de este “estructuralista” pasaje es cuando el autor afirma que cierro mi trabajo con un anatema ideológico. Sin lugar a dudas tiene toda la razón. A fin de cuenta tampoco era tan difícil de descubrir.

Me llama la atención la delicadeza de censor con que Ichikawa se lee El Caimán. Como nuestros más fieles lectores recordarán, y a propósito de una entrevista a Noam Chomsky publicada en estas mismas páginas, el crítico-filósofo cubano le reprochó a esta publicación el hecho dé destacar editorialmente las palabras idioteces y trivialidades, utilizadas por él politólogo norteamericano para referirse a la posmodernidad. Por lo visto, últimamente Ichikawa sólo atiende a las “manchas” nuestras.

Mi anatema, da también la casualidad, intenta ser una respuesta a los aplausos ofrecidos en una revista, que se hace –sobre todo, se paga– en el exilio por alguna de esas camarillas, a un trabajo aparecido en Arte Cubano en el que se aborda el tema del cinismo. En ese mismo número, además, aparece una alusión no muy plural que digamos sobre El Caimán, entre otros muchos anatemas ideológicos habituales en su política editorial. Es significativo que Ichikawa, por lo menos yo no tengo noticias de ello, no le molesten ninguna de estas posturas “propias de tiempos ya superados en nuestra cultura”. Para explicarme esta contradictoria postura crítica sólo me viene a la mente la idea de que, aunque Ichikawa es también colaborador de esa revista, tal vez no se la lea.

Pero atendamos, ¡por fin!, y antes de que algunos lectores comiencen a asentirse estafados, al asunto del cinismo. Ya al final de su trabajo, Ichikawa nos ofrece algunas apreciaciones que nos ayudan a darnos cuenta de que tanto él como Elvia no estaban muy lejos cuando sonaron las campanas. Cuando dice que “no se trata del cinismo que repta en pos de bajos premios, ese que sabe que para lograr una beca en EE. UU. Hay que hablar de «minorías» y «multiculturalismo» y que para alcanzarla en España hay que hacerlo del pasado común” (podríamos agregar aquí lo lucrativas que suelen ser también las polémicas) comete inexplicablemente la misma pifia de su defendida. En este caso, donde dice cinismo, debió decir, oportunismo.

Como dice en otra parte, cuando recurro al diccionario hago una reveladora diana al decir que el cínico es aquel que hace alarde de estas malas cualidades, y luego agrega por su cuenta: “bastaría que se indagara por qué el cínico exhibe lo que normalmente se esconde”. Y no queda claro entonces la razón por la que estos cínicos de última hora deben esconder sus verdaderas intenciones tras astucias intelectuales. Los que proceden de ese modo, repito, no son cínicos, sino oportunistas.

Incurre en otra contradicción “filosófica” cuando afirma que no está muy de acuerdo con EIvia al ver en el cinismo como antecedente de las órdenes mendicantes y apunta: “hicieron fortuna con los agujeros de su manto”, a pesar de que en la segunda línea del párrafo anterior a este asegure: “no se hace cualquier cosa por dinero, no lo hicieron los cínicos mayores”.

Antes de finalizar, sólo me queda corresponder a un reiterado reclamo de mi oponente. Varias veces en su réplica Ichikawa lamenta la falta de mis conclusiones sobre el cinismo. No creo que sea a mí a quien corresponda darlas. No fui yo el que puso el tema sobre el tapete. Sinceramente, no me parece tan importante. Además, no es el cinismo el blanco de mi “riposta”, sino la complicada ligereza con la que a veces se suelen tratar determinados “asuntos”, ya sea el del cinismo o cualquier otro. En este sentido puedo arriesgar, más que una conclusión, un sencillo consejo de hacedor de revistas: revísense mejor los trabajos antes de entregarlos a una redacción. De lo contrario, se corre el riesgo de padecer las blasfemias de una larga y, otra vez, aleccionadora nota del editor.


Notas:

[1] Cfr. Wendy Navarro: “Penar el arte: espacios y tentativas”, Arte Cubano, n. 2, 1996, p. 41.

[2] Elvia Rosa Castro: “El precio de las vacantes (vuelven el cinismo y el arte)”, El Caimán Barbudo, n. 289, p. 8.


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