Luis Manuel Otero (FOTO Belo Pcruz, Yucabyte)

El lunes por la noche leí la noticia sobre el juicio sumario que pretenden realizar al artista cubano Luis Manuel Otero Alcántara. Había procurado estar al tanto desde su detención el día anterior, cuando salía de su casa a participar en la besada frente al ICRT, convocada por activistas LGTBIQ. Cuando recibí la noticia tuve que leerla dos o tres veces para asimilarla, uno nunca se acostumbra a que este tipo de arbitrariedades sigan pasando en Cuba, y menos a que las maneras encontradas para castigar a personas que piensan diferente, o incluso, que piensan, sean cada vez más burdas.

Todos sabemos de qué se trata este juicio sumario, por qué fue orquestado y cuáles son las causas no dichas, pero verdaderas, de las múltiples detenciones de Luis Manuel y de esta nueva jugada. Sabemos que detrás de estas escaramuzas legales, hay motivos políticos e ideológicos muy claros, mezclados con expresiones discriminatorias y prejuicios asentados durante siglos. Pero lo que a veces perdemos de vista es cómo las dinámicas culturales, estéticas, o simplemente de funcionamiento cotidiano, que se reproducen dentro de la institución arte en Cuba, avalan o contribuyen a filtrar estos prejuicios y se erigen en la base de prácticas autoritarias y de discriminación. En sentido general, estas dinámicas expresan un tipo de malestar cultural que determinados artistas, intelectuales, instituciones, sienten ante un fenómeno como Luis Manuel Otero. Quiero hablar sobre esto, pues todavía tengo esperanza de que actuemos, en este caso, como una comunidad artística solidaria, y porque creo que pensarnos como sociedad, tiene necesariamente que cubrir estas zonas oscuras, donde una simple cuestión de “gusto”, puede estar condicionando, o justificando, determinado abuso de poder o ajuste de cuentas.

Cuando analicé el dosier de Luis Manuel Otero Alcántara por primera vez, recuerdo que me llamó mucho la atención cuál había sido el recorrido de su carrera antes de que su obra tuviera un sentido más abiertamente político y comenzara a generarle problemas con el Gobierno. En sentido general, Luis Manuel siguió los cauces que muchos de los artistas no graduados de escuelas de arte han seguido: tomar talleres con artistas más tradicionales, sobre todo para aprender cuestiones técnicas, hacerse miembro de la ACAA, aventurarse a tomar talleres con artistas más jóvenes que se desenvuelven dentro del llamado arte contemporáneo, hacerse miembro de la AHS, comenzar a exponer ocupando paulatinamente algunas de las galerías municipales, conseguir exponer en Luz y Oficios, buscar el aval de alguna curadora y crítico importante. Recuerdo que hasta me pareció tierno y vi muy claro que, cuando el Estado y algunos altos funcionarios del Ministerio de Cultura y de otras instituciones oficiales, comenzaron a arremeter contra su condición de artista, estaban arremetiendo contra su propia política cultural, y los mecanismos habituales dictados dentro de ella para ser reconocido como tal. Una vez más, los accesos estaban condicionados por cuestiones ideológicas, una vez más quedaban al descubierto las contradicciones y paradojas de un sistema institucional demasiado dependiente del Estado y sus intereses, una vez más las prácticas liberadoras quedaban estranguladas por los límites bien marcados y, sobre todo, marcados de antemano, por un régimen autoritario, que sacrifica lo que sea que pueda parecerle sospechoso o incómodo a sus rígidos estándares.

Después de la salida a la luz del Museo de la Disidencia, o tal vez un poco antes, la situación cambió para Luis Manuel Otero. Muchos espacios considerados alternativos, dentro de Cuba, comenzaron a interesarse más por su trabajo y, por otro lado, se le hacía cada vez más difícil exponer en espacios oficiales. Comenzó a viajar y a ser conocido internacionalmente, hasta el punto de exponer en lugares tan famosos y centrales dentro del mainstream del arte internacional como el Pompidou. Lo mismo que lo catapulta lo hace vulnerable, su caso empieza a encarnar la esquizofrenia que se genera siempre en Cuba, ante todo fenómeno que reúna estos dos aspectos: cuestionamiento al sistema en alguna medida y visibilidad internacional.

El tipo de arte que ya hacía Luis Manuel en ese tiempo llevaba al extremo las fórmulas de arte político mediante las cuales muchos artistas cubanos de renombre se habían situado internacionalmente, fórmulas que se conocen y que muchos de los estudiantes de arte tratan de aprender en sus años del ISA. Pero había un cambio: Luis Manuel Otero comenzó a explorar cómo activar socialmente esas obras, esas ideas que originalmente eran contestatarias de manera blanda, valiéndose de juegos de palabras, contradicciones y grietas del sistema, la ironía, etc. De hecho, la mayoría de las obras de Luis Manuel no propone ni insinúa ningún cambio radical desde el punto de vista político; es su operatoria lo que hace sus obras más subversivas, porque consiguen generar un nuevo desafío al pacto tácito entre Estado e instituciones culturales, ya planteado y asentado desde hace décadas.

Esto ha sido expuesto ya por numerosos críticos e intelectuales cubanos y extranjeros: la manera en que la obra de Luis Manuel Otero expande los límites del arte político cubano y desafía las estrategias institucionales para sostenerlo y, al mismo tiempo, controlarlo. Y no ha sido el único en hacerlo, está claro, pero sí uno de los más visibles, tal vez por el estado precario de muchas de las instituciones cubanas, ahora mismo; por el empuje de las redes sociales; y porque el escenario de espacios y proyectos en el país es mucho más diverso que en otros tiempos. Pero lo que tal vez no me crean es que para Luis Manuel no se trata de estar fuera o dentro de la institución; “yo amo la institución, me dijo un día, y la verdad estuve riéndome por horas. En medio de su situación vulnerable, él ya había entendido que lo que hay que desmantelar son determinadas lógicas con las que opera el sistema, las cuales no paran de reproducirse, de maneras más o menos claras, tanto de un lado como de otro.

Lo más loable para mí, volviendo a esa vocación social del arte de Luis Manuel Otero, es que existe desde sus primeras obras –de hecho, creo que todo sale de ahí, incluso la cuestión política– una empatía que tiene con los que le rodean y con sus conflictos, que también son suyos. Esas vías para activar la obra socialmente, que fue tanteando y perfeccionando, son auténticas y tienen que ver todo con la personalidad y habilidades del propio Luis Manuel, incluso con el estrato social del que proviene. No es un artista tratando de ser popular o jugando a mezclarse con gente pobre en un barrio pobre, no es un experimento social más o menos asistencialista o relacional. Es un artista que crea usando las nociones, expresiones y modos que le son afines desde niño, pulsando códigos populares que conoce muy bien, lo que genera una sociabilidad interesante que, a su vez, anima una obra performativa, per se. Él le habla lo mismo al circuito de arte contemporáneo en Cuba que a sus vecinos, de ahí ese rasgo básico que muchos le critican y del que él está consciente y hasta orgulloso.

Cuando esto ocurre, no es difícil que la obra del artista termine confundiéndose con él mismo, sobre todo si se le añade el componente coercitivo, que lo vigila y le impide realizar cada vez más sus incursiones públicas. El secuestro del espacio público por el Estado, criminaliza actos y gestos totalmente civiles y genera monstruos opositores donde solamente hay personas con inquietudes ciudadanas, dispuestos a manifestarlas, o personas cuya forma de creación consiste en generar tipos de organización comunitaria, o al menos, formas colectivas de expresión. El problema es que, en Cuba, esas iniciativas tienen que estar integradas dentro de las instituciones oficiales, tienen que estar clasificadas, ordenadas y, quizás, hasta consensuado el resultado pretendido. Todo el debate del arte independiente en Cuba hoy parte de ahí, y la estrategia del Estado ante su innegable empuje es y será la misma: inventar mecanismos para condicionar su existencia a la autoridad y criterios de alguna institución por él designada, o intervenida en alguna medida, y así de paso, poder valerse del poder de convocatoria que estas nuevas iniciativas tienen.

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La otra estrategia es incentivar todos los prejuicios que pueden existir en ciertos sectores de artistas, frente a uno autodidacta como Luis Manuel (algunos de los cuales ven afectada su carrera de artistas políticos) y levantar campañas de corte retrógrado que divide la cultura en buena y mala. Como ha sucedido en otros momentos en la historia cubana, todo criterio de descrédito estético que venga de alguna institución cultural o de algún artista de renombre, puede servir al Estado de patente de corso para tomar vías en el asunto de ser necesario, y reprimir sin costos al que “dice ser artista pero no lo es”.

El hecho de que haya buenas manos para depositar la cultura, implica que haya también “malas manos” que no son dignas de tocarla; y eso va en contra de toda posibilidad liberadora de la misma y de cualquier sociedad llamada a buscar el empoderamiento creativo de cada persona. Dicho así, muchas personas me darán la razón en el trasfondo fascista que estas máximas tienen, pero la cuestión puede complicarse aún más, al punto de ver gente defendiendo a unos artistas críticos por encima de otros, incluso condicionando la defensa de unos a la no defensa de otros; y casi siempre las razones para ello tienen que ver con el lugar que unos y otros ocupan dentro del esquema esquizofrénico que mencionaba arriba, lo que vulgarmente se conoce como “caer en desgracia”. El problema es que nada justifica el “caer en desgracia”, nada justifica el desamparo total frente al Estado.

No podemos seguir formando parte de tales artimañas. En casos como el de Luis Manuel Otero, todos quedamos en evidencia, de una forma u otra. Lo que está en juego no es la condición de artista de una persona, sino la posibilidad de expandir los marcos de discusión y construcción de nuestro país, y de hacerlo con la mayor cantidad de personas posibles, de estratos sociales diferentes; y que nadie tenga que sentirse amenazado por eso, a riesgo de que le inventen causas, arreglen juicios, vigilen su casa, restrinjan su derecho a moverse o participar de actos públicos. Ante cuestiones tan humanas como estas, tenemos que estar del lado de todas esas personas que, en nuestra historia, dijeron que no a las presiones autoritarias, y dieron muestra de resistencia, algunas incluso en el anonimato. En todas ellas y en los flujos de solidaridad actuales, cada vez más numerosos por suerte, está la patria, así en minúsculas, a la escala de nuestras posibilidades de sobrevivencia. Cada cual debe hacer lo que crea y pueda, según su naturaleza, dones y energías, pero con la perspectiva de la solidaridad. Y ante la pregunta frecuente y hasta lógica de ¿para qué haces esto, si al final no vas a cambiar nada?, recordar como un mantra, aquellas palabras de Martí: no son inútiles la verdad y la ternura.

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