Ilustración de Alejandro Cañer

Prefiero verte cínico a verte vil.
Anónimo contemporáneo

Intuición, conciencia, no sé qué cualidades ha ejercido El Caimán Barbudo para lograr esa entre una lógica editorial y la lógica de los problemas básicos de la sociedad contemporánea. Y no de la sociedad cubana o de la sociedad mundial, sino la de una en la otra, pues Cuba, aunque lo sigue siendo en lo geográfico, no es isla en lo político. Sucede que la red, a medida que se extiende, consolida sus nudos; a mayor globalidad, mayores núcleos de identidad. Los problemas culturales que plantea El Caimán Barbudo tienen relación con los que cualquier creador afronta: ¿ya no se habría producido el injerto del mundo en nuestro tronco?, ¿al seguir buscando no demostramos que nos es más difícil aceptar la realización que la epicidad de las batallas?

A El Caimán Barbudo, como revista cultural, le es consustancial el problema del arte; al calificarse como “de la juventud cubana”, nada más lógico que asuma como temáticas esos desgarramientos que los pujantes creadores padecen en sus fases emergentes. En consecuencia, ha hecho suyo el tema central de nuestro tiempo, el mercado, que afecta a los artistas de este tiempo nuestro. Ha prestado atención con prioridad a la música y las artes plásticas que son, con ventaja, las mejores ubicadas frente al mundo mercantil; las más beneficiadas y las de mayores riesgos. Otras artes, como la literatura y el teatro le rondan; mientras el cine y la arquitectura, neoaristócratas por presuponer antes que originar un universo solvente, ocupan menores espacios en sus ediciones.

Era entonces previsible que en algún momento apareciera una controversia sobre las aristas éticas y sociológicas que el mercado sublimado trae para el mundo del arte; en particular, una suerte de querella sobre el cinismo, por ser esta una apelación recurrente para la aprehensión de la sensibilidad del fin del milenio. Habla muy bien de la orientación de nuestros desvelos el artículo de Elvia Rosa Castro, “El precio de las vacantes (vuelven el cinismo y el arte)”, aparecido en la edición 287, y la réplica del escritor Manuel Henríquez Lagarde, publicada en el número siguiente.

No puedo pasar por alto un comentario adicional. Lagarde, aunque es un creador con voz independiente, es redactor principal de El Caimán Barbudo, la revista en que publica su respuesta. En nuestro estilo esto es muy significativo, y por eso me intriga el grado de compromiso que el resto del consejo editorial asume respecto a la posición de Lagarde. Una postura de total inocencia es poco probable, aún más si tenemos en cuenta que algunos de sus miembros son editores, a la vez, de al menos una o dos revistas cubanas más. Digo esto porque, sabedor del talento recogido en los nombres de muchos consejos editoriales de revistas cubanas, no hay razón para explicarse la aparición de imposturas relacionadas con el arte de polemizar.

El asunto sobre estos dos textos sobre el cinismo aparecidos en El Caimán Barbudo se me presenta personalmente así: una suerte de protoquerella entre dos jóvenes estudiosos con ganas de decir, amigos queridos, por demás. Mi intención no es “terciar” pues será harto inmodesto, como cualquier pose “objetivista” y profesoral; además, tertium non datur. Trataré apenas de replantear las zonas que más me interesaron del texto de Elvia Rosa, y probaré una explicación de algunos lances de Lagarde que, inexplicablemente, por momentos rozan la descortesía.

Es cierto, como señala Lagarde, que hay en el texto de Elvia Rosa algo de aleccionador; el trabajo profesoral, lo sé por experiencia, no sólo deja huellas positivas. Cierto también que es casi “enciclopédico” al atreverse a relacionar asuntos tan diversos como la historia de la filosofía, la historia de la cultura cubana, la economía y la crítica de arte. Mas no hay en ello nada reprobable; no es diletantismo, es ilustración. Resulta que Elvia Rosa más que de un grupo de aficionados a las modas, forma parte de una naciente reilustración cubana, que no solo es una alternativa a la “territorialización” administrativa del saber, sino a ese “neoanalfabeto” contemporáneo que es el “especialista” a la norteamericana. Lagarde mismo debería comprobar que además de su trabajo como editor, es narrador, articulista y tiene acceso a importantes niveles de formación de la opinión y promoción del arte. Esto, lo reitero, no es diletantismo sino un esfuerzo ilustrado que entre muy precarias condiciones hoy se lleva a cabo.

Una evocación. En la novela (“realista socialista”) Inventores, el escritor soviético Danil Granin construye un diálogo entre un físico exitoso y un funcionario del partido quién acude al laboratorio para entregarle un premio. En la charla, el ideólogo se refiere al estudioso en términos de “especialista”, a lo que repara: yo no soy ni un especialista ni un filósofo; un especialista es el que cada vez sabe más de menos cosas, y por ese camino terminará sabiéndolo todo de nada. Un filósofo, en cambio, es aquel que cada vez sabes menos de más cosas, vía por la que acabará sabiendo nada de nada. Él era simplemente un físico que hacía lo mejor posible su trabajo. Elvia Rosa intenta una comprensión de un estado, de un ánimo de la cultura, y para ello se vale de los resultados disponibles, de los que ha adquirido. Las referencias “teóricas”, filosóficas y sociológicas de su trabajo son un precipitado de más de una década de estudios universitarios y posuniversitarios. La pertinencia con que los maneja me deja, a diferencia de Lagarde, la sensación de un texto lúcido e inteligente, perfectamente legible en el planteamiento de un problema. Pues resulta que Elvia Rosa no busca –en consecuencia no da– una respuesta al tema del cinismo. Revela que algo está pasando, que el mercado avanza, y que los que aún quieren ser artistas están afrontando una aguda tensión ética.

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Ser artista, como ser científico, es tratar de asumir uno de los roles heroicos que inventó la modernidad. El héroe está revestido de un código que implica capacidad de desafío, desinterés, enfrentamiento a fuerzas que por definición deben ser superiores a las suyas (de lo contrario no habría tal heroicidad) y, como bien señala Elvia Rosa, estos valores están cuestionados, pues el mercado adjunta una ética diferente. El dinero ya es moral; no se puede ser ingenuo sin este.

Lo mejor de todo es que para nosotros aún constituye un problema. Nosotros hablamos más de dinero que cualquier círculo de banqueros norteamericanos. Para ellos la cuestión está clara, pero para quienes queremos crear, hacer arte y compartir una ética camaraderil, aceptar el mundo del dinero es traumático. No sé si será un problema para generaciones posteriores: lo es de la nuestra. La amoralidad-moral del dinero o la pose evangélica no son situaciones dramáticas. Sí el interrogatorio; y es ahí donde se sitúa el problema del cinismo; y ha sido Elvia Rosa (junto a otros creadores cubanos como Atilio Caballero) quien con más riqueza lo ha planteado en los últimos tiempos. Elvia Rosa en El Caimán Barbudo, por supuesto.

Cierto es que la incursión por la “ideología cubana” (en la versión decimonona de Destutt de Tracy) es atrevida y un tanto aventurera; pero es lúcida y es bella. No fue Elvia Rosa quién inventó ese recurso de recurrir al pasado para dejar hablar al presente; con ese proceder se inserta en una notable tradición. Y, aunque apela a ella para desnudar alguna conducta cuestionable (por ella no cuestionada, por cierto), hace bien en recordar que hay una forma de ser patriota desde el dolor, como la hay de querer a los amigos con sus defectos. No se es cubano por lo virtuoso de la criatura, se le quiere a veces también hasta por lo desamparado, por lo triste: por lo cínico. De cualquier modo, se trata de un añadido histórico a un problema de sociología del presente, de la moral que acompañará a Teleópolis.

Elvia Rosa se recrea en una zona del arte cubano que conoce bien. Es bueno que pruebe los conceptos generales en un material empírico porque nuestra realidad tiene una gran capacidad de rectificación. Cuba es “ultramar”; como bien señala, aquí una cosa es acatar y otra cumplir. Tal vez el cinismo, como bien sospecha Lagarde, muestra aquí síntomas propios que haya que estudiar de manera inductiva. Me gustaría añadir que ese famoso desacato de las leyes era perfectamente válido desde la perspectiva de la legislación de indias pues establecía que, dado que el rey puede equivocarse y tomar medidas que no lo benefician y hasta le perjudican, podrían las autoridades de ultramar desobedecer sus órdenes para su propio bien. ¿Llamaría Elvia Rosa a esto cinismo o tecnicismo jurídico?

En cuanto a la polaridad con que Elvia Rosa culmina o busca una salida a sus “meditaciones”, me resulta de gran satisfacción. En su simbolismo helénico, no obstante, Hermes intenta llevar ventaja. Desde la Bahía de La Habana, parece como invocar el comercio en su “lonja”. Si Lagarde, en lugar de ironizar con que esto le cayó a la escritora del cielo (locus privilegiadísimo en la cultura, no sé por qué para Lagarde no), o limitarse a citar la alternativa de Narciso, se hubiera detenido a pensar las interesantes implicaciones que sus transcripciones sugieren, seguramente hubiera alcanzado (lo ha hecho otras veces) tesis muy enriquecedoras para el debate.

Lo que Lagarde propone que sea una simple “fe de erratas” es, entonces sí, toda una lección. Repasamos la estructura de su texto: lo primero es una introducción ligera en nuestra polémica cubana sobre el problema del mercado y el cinismo; agrega algunas caracterizaciones y unas básicas definiciones de diccionario; hace unas breves referencias al texto de Elvia Rosa; aporta extensas citas y cierra con un anatema ideológico y se despide con una disculpa por la prisa de su texto. Quienes sufrieron en un tiempo los rigores de lo que fue en la Universidad de La Habana un “plan de clase” saben que esta estructura corresponde exactamente a eso: una clase. Quien da la lección entonces no es Elvia Rosa sino Lagarde.

El crítico señala poca claridad en el texto de Elvia Rosa; a esto tengo que añadir: yo lo entendí perfectamente; me fue suficiente con ejercitar la paciencia y una predisposición a comprender, no a disgustarme. Hay un párrafo que sintetiza las objeciones de Lagarde, al punto de que las reduce a un solo frente. Dice: “Si de alguna debilidad adolece esta exégesis del cinismo es de la fragilidad de los cimientos sobre los que se levanta la estructura de este «discurso» teórico. Donde debía haber piedra sólida, solo encontramos atrezo, simulacro de vigas y columnas”.[1] Es decir, no se llega a la conclusión, sino que se parte de la “debilidad”, “fragilidad”, de algo que a duras penas se acepta llamar “discurso”. Pero increíblemente Lagarde (no lo entiendo en él) afirma su crítica refiriendo algo que es una cadena de lugares comunes en el estilo de trabajo a riposta: “rotundo disparate producto de la liviandad intelectual, del repetir acríticamente lo que se oye o se lee, del oír campanas y no saber de dónde provienen los tañidos”.[2] No queda muy claro el destinatario de tales dicterios; pero no importa mucho ahora quienes estén en la mente de Lagarde, lo que importa es que con tal estilo de criticar a lo sumo logrará incordiar y, de paso, una reafirmación de la posición de aquellos a quienes cree equivocados. Le resta al crítico (convencido como la fe, severo como el fierro), llamar en su nota número 7 “reaccionario” a Gilles Lipovetsky y dudar, sin más, de su condición de “filósofo”, y deslizar una insinuación que creía propia de tiempos ya superados en nuestra cultura: la relación de posiciones dentro del arte y la teoría con “camarillas intelectuales del exilio”.

Más de un talento se ha malogrado tratando de buscar peras en el olmo; sucede que, si se fuerza un poco, efectivamente las da. Después, no se sabe qué hacer con ellas o el árbol se avergüenza de tan absurdo paritorio. Buscando frutas equivocas, Lagarde pasa por alto dos hallazgos de su texto que hubieran conducido su réplica a alturas indiscutibles. Aunque el método es elemental y un tanto manido, en sus apelaciones al diccionario etimológico hace una reveladora diana. Del cínico, dice que es “el que hace alarde de poseer estas malas cualidades”. ¡Bastaría que se indagará porque el cínico exhibe lo que usualmente se esconde para comenzar a entender las razones de esta filosofía que es más una conducta que un pensamiento! También descubre lo que me parece una zona débil en el texto de Elvia Rosa: citando lo que Lagarde cita, se trata de que la autora dice a la vez del cinismo que es subversivo, negador de realidades y también que, por un paradójico mecanismo que no aclara, logra esto aún más cuando afirma o justifica sin merecimiento. Lamentablemente, Lagarde se desvía de sus aciertos, empieza a ironizar y se pierde (y nos perdemos) sus conclusiones.

Lo anterior es un ejemplo de cómo los nefastos argumentos ad hominem echan a perder muchas de nuestras polémicas culturales. Si se busca la verdad, el destello puede venir de cualquiera; no hay, por principio, que desdeñar nada. Nadie es tan inteligente como para equivocarse siempre; ni, como decía un virtuoso, tan genial como para desafinar en todas las notas. Habría que tener un conocimiento tan cabal de lo correcto y una energía tan intensa para desafiarlo a cada paso, que ya no sería tarea de Hermes, Prometeo o Narciso, sino de un Anticristo.

Cinismo, en todo caso, no es amoralidad; no se hace cualquier cosa por dinero, no lo hicieron los cínicos mayores. Habría que ensayar un “criticismo” de los cínicos; es decir, ni aprobarlo ni rechazarlo, sino establecer límites en los que este puede ser legítimo. Este trazado, ya que es moral, dependerá ante todo de la altura del individuo que se lo proponga.

Se sabe que al morir, José Sixto de Sola preparaba para la revista Cuba Contemporánea un artículo titulado “Paralelo entre la escuela cínica griega y la escuela cínica cubana”.[3] También el matancero Fernando Lles fue un admirador de la escuela cínica, particularmente de El Perro, como muestra su ensayo “La escudilla de Diógenes”, pero recurrió al cinismo para encontrar apoyo moral, energía filosófica para andar por la vida. No creo, como Elvia Rosa, que en el cinismo hay antecedentes para explicarse las órdenes mendicantes y los anacoretas. El cinismo tenía sentido en las plazas griegas a la luz del juicio ajeno; era altivo y hasta soberbio: hicieron fortuna con los agujeros de su manto. No obstante, en ese salirse de relación que postularan aunque no cumplieran, en ese desprendimiento, hay una fuente de libertad que por momentos ha sido bien comprendida en nuestra cultura. No se trata del cinismo que repta en pos de bajos premios, ese que sabe que para lograr una beca en los EE. UU. hay que hablar de “minorías” y “multiculturalismo”, y que para alcanzarla en España hay que hacerlo del pasado común los socorridos aniversarios (moda no muy antigua, como reveló Américo Castro); refiero al cinismo clásico, una de las alternativas morales mejor definidas de Occidente. Un cinismo que libera, porque, como dice un refrán búlgaro (creí rumano) que hace unos días me enseñara el amigo Víctor Fowler, “cien valientes no pueden desvestir a un hombre desnudo”; de ahí, probablemente, el reiterado elogio de la desnudez.


Notas:

[1] Manuel Henríquez Lagarde: “Fe de erratas: una lección sobre el cinismo”, El Caimán Barbudo, n. 288, p. 22.

[2] Ibídem, p. 23.

[3] El dato lo ofrece Carlos Velasco en una nota al pie de la página 293 del texto: José Sixto de Sola: Pensando en Cuba, Editorial Cuba Contemporánea, La Habana, 1917.


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