Fotograma de 'Mishima a Life in Four Chapters', Paul Schrader dir., 1985
Fotograma de 'Mishima a Life in Four Chapters', Paul Schrader dir., 1985

De vez en vez, a lo largo de los siglos, aparece un escritor consciente de su identidad escenificada, o de que sólo poniéndose en escena alcanza su identidad una dimensión coherente y nítida para él y los otros. Lo que conocemos, por ejemplo, como el Byroric Hero, es una suerte de tulpa budista (el tulpa es, ya se sabe, una construcción de la mente que cobra independencia de ella) por medio del cual Lord Byron, sin tener idea de él, arregló su vida y su muerte casi como lo habría hecho, en el porvenir de su presente decimonónico, una estrella de rock. Después de Lord Byron apareció Oscar Wilde: mártir, hombre flechado, constructor de su destino. Un San Sebastián en carne viva. Todos fueron individuos atados, sin perder de vista la posibilidad de inmolación, a la exacerbada defensa de sus éticas.

Yukio Mishima estuvo muy al tanto de la escenificación de su vida. Fue consciente de su autorrepresentación. En él se da la complacencia incesante de un voyerismo centrado en sí mismo. A algo de estas ideas nos conduce Marguerite Yourcenar en su libro Mishima o la visión del vacío.

En mis años tempranos me di cuenta de que la vida consistía en dos elementos contradictorios. Por un lado, las palabras, que pueden cambiar el mundo, y por el otro el mundo mismo, que nada tiene que ver con las palabras. Para una persona promedio, el cuerpo precede al lenguaje. Pero en mi caso las palabras llegaron primero.

Esta es la primera gran declaración de un hombre insólito, egolátrico, de enorme sabiduría poética. Persona y personaje, Mishima se expresa así, en su adolescencia, cuando su creatividad para la literatura empieza a despuntar al lado del horror del conocimiento del cuerpo. Horror en lo bello y fuera de lo bello. Horror desde el anómalo saber de la belleza (Platón, Kant, Adorno…), que es inexplicable y no necesita otra cosa que a sí misma.

Mishima: A Life in Four Chapters (1985), la reverente película de Paul Schrader, está muy lejos de ser un simple drama biográfico. Cuando Mishima cumpla 100 años habrá muchos que volverán a ella. Schrader es el guionista de Taxi Driver (1976), recordemos eso, y el director de American Gigolo (1980) y Cat People (1982), para no agregar que también dirigió The Comfort of Strangers (1990), una siniestra versión –vuelta de tuerca sobre la impiedad del deseo– de la novela homónima de Ian McEwan. Es un director audaz, extraordinariamente hábil y con muchos recursos imaginativos. De modo que el original fraccionamiento de la existencia de Mishima en capítulos es tan sólo una muestra suya de sobriedad y pudor.

La película es un cuarteto épico-lírico desarrollado en cuatro estaciones que al final regresan al entendimiento (activo y trágico) de la belleza. Los capítulos son los siguientes: 1. La belleza o “El Templo del Pabellón de Oro”, 2. El arte o “La Casa de Kyoko”, 3. La acción o “Los Caballos Fugitivos”, y 4. La armonía de la pluma y la espada. En este último capítulo, Schrader relata la apoteosis de una comunión con la muerte, y es allí donde Mishima alcanza a poseer todo el espacio y todo el tiempo.

Entre paréntesis: Schrader necesita que la acción pese, pues sabe muy bien que está haciendo un filme que solo se comprende y se siente desde la armonía y la discordia de unos conceptos donde sobrevive buena parte de la cultura universal. Corre el riesgo de hacer una película llena de símbolos.

La idea que la atraviesa y que Schrader cree que preside la existencia de Mishima, es la siguiente: las palabras son exiguas, menesterosas y no bastan. Para el escritor de Confesiones de una máscara, el libro que lo definió como un escrutador fruitivo de lo varonil –de todo lo varonil, incluido el sexo con varones–, la estructura novelesca de la comunicación posee el atributo de lo objetivo. La novela no es, pues, un género, sino el género. Sin embargo, ya Schrader nos muestra al inicio mismo del filme que Mishima encontró un recurso alterno. “Otra forma de expresión”, dice el personaje-escritor. Hacia esa forma (¿cantata, oratorio?) viaja la historia elaborada por Schrader. Es una historia que se nos anticipa –ya sabemos qué va a ocurrir: Mishima se suicida (seppuku) junto a algunos miembros de su milicia privada–, pero más allá de la testificación detallista de la muerte. Una muerte imperial, o que anhela serlo. Un suicidio por la dignidad y la nobleza.

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El joven Mishima es a quien vemos arrobado por el simbolismo crucial del Pabellón de Oro, en una secuencia cuya escenografía intenta reproducir la vibración de lo preciso, como las acuarelas ukiyo-e, y tras la cual vemos al adolescente observando, solitario, la reproducción de una pintura donde aparece San Sebastián. El descubrimiento del mártir flechado, casi desnudo, y la revelación del Pabellón de Oro, son dos hechos articulados, contiguos y que se interpenetran. Ese Mishima no puede evitar masturbarse (así lo confiesa) al ver a San Sebastián, uno de los ocho que pintó Guido Reni. Pero el acto, sin dejar de ser lo que es, se tiñe de una hidalguía trágica: justo lo que Schrader quiere que apreciemos.

Otra anotación entre paréntesis: de todas las representaciones de San Sebastián hechas por Reni, esta es la más soliviantadora, por así decir. El rostro del moribundo es fresco, está en el borde de una sonrisa, se solaza, su mirada se hace tierna y entrañable, como su mano derecha. Es muy boloñés, tanto como pudo serlo el propio Guido Reni. Sin embargo, ¿es un yo-otro de Mishima? ¿Un posible álter ego en el interregno del barroco y el clasicismo? Decía William James que una perspectiva del mundo no tiene que sustentarse necesariamente en evidencias probables para ser significativa.

¿Por qué la belleza “emponzoña” la existencia? ¿Por qué la paraliza? Cuando, a pesar de su tartamudez, el joven Mishima va a tener sexo con una chica entre los bambúes que rodean el Pabellón de Oro, su mano se congela en el aire y no llega a acariciar la desnudez que se le ofrece. La imagen dorada lo ocupa todo, crece monstruosa. La belleza es su enemiga (no así la verdad, que es estética y es moral): solo podrá liberarse si el Pabellón de Oro queda reducido a cenizas. Y entonces espera la llegada de los bombarderos durante la guerra, pero nada ocurre. Y va, por primera vez, a ver a una prostituta, y tras el encuentro le dice que recuerde su nombre porque muy pronto será famoso.

¿Retrata Schrader la vida de un escritor excepcional que era un ególatra convencido de los efectos entorpecedores (en la obnubilación) de lo bello y sus pulsiones de muerte? ¿Sabía Schrader (como sabían otros que escribieron sobre el suicidio de Mishima) que todo intento de compendiar una vida así acabaría en el símbolo (los rendimientos simbólicos previsibles) y en el carácter exhausto del lenguaje, en favor de un orden donde las imágenes evitan, tenazmente, referirse a la verdad?

Dice Mishima: “Analizo totalmente la razón por la que me atrae un tema en particular. Arrastro el resultado de mis ideas y mi análisis hacia mi mente consciente. Lo reduzco todo a algo abstracto y sigo calculando hasta que me siento a escribir. Sólo entonces pueden emerger mis sueños inconscientes”. He ahí una poética de la contrastación, de la alternancia, donde la novela (el espacio novelesco) queda señalada como el espacio literario idóneo.

En la película, el inicio de cada capítulo es un fragmento del viaje de Mishima y sus hombres al campamento Ichigaya, que entonces era el Cuartel General, en Tokio, de uno de los comandos de las Fuerzas de Autodefensa de Japón. Después Schrader nos conduce a un grupo de retrospectivas: la vida en común con la abuela (mujer cultísima y restrictiva) del futuro escritor, su carrera literaria, su éxito como dramaturgo, su ambigua relación con el yo del espejo. Y todo esto se mezcla con la idea del cuerpo, de ese yo “material” visto o entrevisto por medio de un cuerpo bello –el cuerpo culturalizado luego de la metamorfosis a que Mishima sometió su físico en el gimnasio–, y también con otra idea: un escritor, cuando lo es de veras, no sólo es un voyeur intenso, sino un sujeto mirado con intensidad. El yo y su construcción devienen espectáculo irrepetible que se compromete (o debería comprometerse) con la búsqueda de un grado de perfección plausible.

“A diferencia de la mujer, cuando el deseo de belleza se manifiesta en un hombre lo que ocurre es que hay un deseo de muerte”, dice, radical, el novelista. Y Schrader recoge los momentos de la intervención de Mishima en el cine y las fotografías donde aparece interpretando a varios personajes, incluyendo al Sebastián torturado. El San Sebastián que el adolescente contemplaba es ahora, en devolución y reciprocidad, un hombre musculoso, praxitélico, que acepta las flechas como un tributo. El martirio testifica la belleza y el señorío.

“Las palabras son un engaño, pero las acciones nunca lo serían”, exclama Mishima. Y alude a la cuarta estación (según la película de Schrader) donde su vida se cumple: la alianza armónica de la espada con la pluma. De esa alianza asegura que es un antiguo emblema samurái (íntimamente ligado al código bushido) en el cual se define una manera de vivir sepultada por el progreso económico. Y se pregunta, con angustia, si aún habrá tiempo de unificar el arte (joven, rebelde, bello) con la acción (joven, rebelde, bella). Negado a la vejez, de la que renegó íntimamente, Mishima puede fabricar su salida del mundo porque es joven, porque es bello y porque es rebelde. Schrader traza la metáfora del héroe que vence a pesar del fracaso. Y satura el color, como sucede en la extraordinaria secuencia del juramento, en la que sus seguidores expresan su decisión de morir junto a él.

No es el deseo de comunicar y explicar sus puntos de vista lo que hace de los últimos actos de Mishima un espectáculo ostentoso y lleno de esplendor, sino esa exuberancia prometeica que él inscribe en la tradición de Lord Byron y el romantic revival. Por su parte, Schrader no puede sino edificar escenarios minimalistas, pero densificados por un simbolismo tenaz, corpulento, que descansa en el color y la luz.

Frente al seppuku como afirmación vital (y artística) y como protesta (en la muerte y la sobrevida moral), lo que Mishima subrayó fue la necesaria abolición de las palabras dichas. He aquí una escritura silenciosa (¿y por ello imposible?) que Paul Schrader se encarga de graficar en una obra descomunal e inusitada, próxima al poema sinfónico.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

1 comentario

  1. Logra que deseemos volver a ver Mishima: A life in Four Chapters, del talentoso Paul Shrader, lector y admirador, por cierto de M. Yourcenar. Bien por Garrandés, símbolo de que la ruina de una nación le resbala a los artistas genuinos, alimentados por sí mismos, como Mishima.

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