‘Memorias pendientes’: reabre muestra personal del artista cubano Adrián Fernández

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De la exposición ‘Memorias pendientes’, Adrián Fernández, 2020

Mientras recorría la exposición Memorias pendientes, de Adrián Fernández, experimenté el placer (estético, en este caso) que suscita la complejidad. Inaugurada el pasado 20 de marzo en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, con curaduría de Lisset Alonso –e interrumpida a causa de la pandemia del coronavirus–, la muestra todavía se encuentra disponible al público luego de su reapertura este julio.

Esta es la oportunidad para apreciar, en medio de un panorama en el que se prodiga muchísimo fuego de artificio y muy pocas ideas, un sólido pensamiento estético, el cual se evidencia en la destreza de las técnicas empleadas, en el dominio de los códigos estéticos instrumentados, en el valor depositado en el uso de los soportes y, sobre todo, en la inteligencia de la curaduría.

Memorias pendientes acoge dos series fotográficas de Adrián Fernández, pertenecientes a etapas distintas de su trabajo, y un grupo de esculturas en madera y acero, afines con las que hicieron parte de su proyecto Monumento al Hombre Incompleto. Acopladas orgánicamente en la concepción museográfica, las distintas piezas entrañan aquí múltiples valores, pero la dimensión (el relieve definitivo) de la exposición se encuentra en la lúcida instalación de ambos géneros en el espacio físico de la galería, o sea, en el diálogo productor de discursos entre las fotografías y las esculturas. La elocuencia de ese montaje hace de Memorias pendientes una obra en sí misma elevando el alcance conceptual de las piezas que la integran, sólo en apariencia entregadas a la autosuficiencia formalista.

Archivo es el título que aúna el primer grupo de instantáneas, fechadas entre 2001 y 2003. Estas fotografías analógicas, en blanco y negro, de pequeño formato, capturan detalles de estructuras arquitectónicas, como postes, antenas, barras de acero, cercas de metal, tuberías, soportes de concreto… La particularidad reside en que el criterio visual escogido por el artista tiende a rebajar el valor referencial de tales motivos, de manera que pasan a la composición como elementos derivados de una búsqueda formal más que de un interés por documentar la realidad.

Tales imágenes tienden mayormente a lo abstracto, suponen una inclinación formalista y un juego de lenguajes en el que importa, sobre todo, la escogencia del ángulo, la relación de figuras en el cuadro, el contraste entre la superficie de los objetos y la planimetría del fondo… Desde luego, estas instantáneas que parecen ser sólo proposiciones geométricas, suponen una auténtica experiencia estética, en la que se confirma la vocación estetizante de Adrián Fernández y se advierte –en virtud del principio analógico del género– su propósito de enfundar el sentido menos en la tematización que en el ardid orquestado por la representación.

Realizadas en los últimos tres años, están también las fotografías digitales manipuladas, en gran formato, que integran la serie denominada Memorias pendientes, la cual da título a la exposición. En estas piezas vuelven los motivos arquitectónicos, pero lo que antes era sólo detalles, elementos distorsionados por la proximidad del plano a sus superficies, acá deviene en monumentales edificaciones, inmensas construcciones en metal que dominan toda la visualidad, emplazadas en medio de diversos paisajes naturales, tanto desiertos y llanuras, como bosques o montañas rocosas…

Por supuesto, estos artefactos modelados por el artista de forma digital implican un desafío para la recepción cuando burlan el pacto de realidad supuesto por la fotografía. Aunque intuimos que son creaciones virtuales, los paisajes que se abren ante nuestra mirada simulan todo el verismo analógico que la fotografía documental reclama. Y esa artimaña de la representación constituye otro resorte de sentido que cataliza más de una asociación cultural, vinculada a los propios mecanismos de representación del arte o a las conexiones entre la realidad y lo imaginario.

Tampoco en estas imágenes, como sucedía ya con las de la serie Archivo, es verificable una temporalidad histórica, aspecto que habla del propósito de elevar los textos por sobre los imperativos contextuales que puedan cercar el enunciado. Estas monumentales estructuras metálicas –no sabemos si alguna vez fueron funcionales o no– aparecen como vestigios de algún tiempo pasado; más cuando se repara en la atmósfera distópica que abraza a los entornos.

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La complejidad tecnológica de estos monumentos supone una considerable cantidad de trabajo en su elaboración, de ahí que su presencia encarne la devastación de un mundo de valores culturales. En esa relación –bastante tensa a nivel visual–, entre dichos cuerpos férreos y el ámbito donde se encuentran, se fragua una meditación sobre la fragilidad de la cultura, la irreversibilidad del tiempo y la precariedad de la vida humana, reforzada por el contraste entre artificio y naturaleza que proponen las imágenes.

De ningún modo puede uno sustraerse a la belleza plástica de estas fotografías, en las que el minucioso cuidado de los detalles, la limpieza, la síntesis de la composición, el control de los tonos, la incidencia de la luz sobre los objetos y las cualidades de la factura traslucen un perfeccionismo cuasi perverso. Y en este sentido, las imágenes de Memorias pendientes continúan las marcas estilísticas urdidas por Adrián Fernández en anteriores series.

Ya en sus retratos de mansiones habaneras y en sus instantáneas de objetos decorativos, utensilios domésticos o muebles se aprecian estas obsesiones formales, tanto como el gusto por lo arquitectónico y el diseño. Inclusive, la estrategia retórica se conserva puesto que también en estas imágenes la figura humana estaba ausente, y en ellas, por supuesto, las casas, los jarrones, los fruteros, las mesas… resultaban metáforas de una cosmovisión; esos motivos constituían la materialización visual de un sistema de relaciones sociales y una ética.

Ahora, también los paisajes fotográficos devienen parábola de lo humano, en lo que influye determinantemente el principio de puesta en escena y de narratividad apreciables, acentuados ambos por el fuerte extrañamiento que estas enormes armazones metálicas provocan. En la serie Memorias pendientes se abren relatos en los que estos objetos constituyen signos abstractos de alguna H/historia.

Perfectamente calibradas con las imágenes bidimensionales a nivel museográfico, las esculturas incluidas en Memorias pendientes devienen en una (suerte de) proyección de algunos restos de los monumentos virtuales en la realidad. Estamos hablando de cuerpos de acero resguardados en estructuras de madera, cubiertos de forma tal que parecen protegidos como si se tratara de objetos encontrados de altos valores (artísticos). Entre la pericia del emplazamiento –atento al espacio físico y a la escala de las demás obras–, el relieve expresivo de los materiales (madera y acero), la síntesis en el diseño y la economía del repertorio, estas piezas suscitan disímiles conjeturas culturales ligadas al valor de las formas por medio de las cuales nos apropiamos del mundo.

Estas esculturas, en su relación con la realidad representada en las fotografías, constituyen menos un material arqueológico de un tiempo pasado, que la consecuencia de una fascinación por la estética intrínseca a la tecnología formal que ellas revelan y ostentan.

La muestra se completa en una última habitación donde se reúnen, a modo de instalación, un grupo de esculturas, tapadas con nylon en este caso, que acentúa la sensación de proteger el legado estructural, estético para ser más preciso, de estos objetos monumentales; quizás un taller donde se ensayan las formas rescatadas por las fotografías.

Según rezan las palabras de presentación que pueden leerse en la galería, “Memorias pendientes examina la relación entre arquitectura y memoria, ideología e historia, mostrando las huellas materiales de una sociedad sostenida por el recuerdo de un tiempo que nunca llegó.” Más adelante, se apunta que las obras “se presentan como archivos capaces de configurar un discurso que apela a la articulación y recuperación de la memoria individual y colectiva.” Pero sospecho que las tesis desplegadas por este artista suponen un grado de abstracción mayor –aun cuando las imágenes diseñadas por Adrián Fernández pudieran ser el testimonio de un proyecto abortado.

La proyección a nivel escultórico de esas estructuras geométricas me inclina a entrever una indagación en torno al valor de las formas. En la dicotomía, un tanto perturbadora, entre lo natural y lo estético, apreciable en las fotografías, reside una operación analítica que deriva, a nivel objetual, en las esculturas de la exposición. Las cuales son, entre otras cosas, una especie de estudio morfológico que atiende a la distinción, al esplendor, a la belleza de esos cuerpos.

Volviendo a las imágenes, las edificaciones representan también las huellas del individuo y su paso por la realidad. Pero me atrevo a especular que importa menos el sujeto que el objeto en su condición de artificio. Sólo a partir de esa inclinación por la magnificencia de la figura se remite entonces a la Historia. Por eso no importa la funcionalidad de las edificaciones; su extracción de la realidad termina por constatar que importa mucho más la expresividad. Adrián Fernández supone que, incluso frente a la naturaleza, esas estructuras son todo un prodigio.

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ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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