Lord, what would they say
Did their Catullus walk that way?
W. B. Yeats, The Scholars
I
“Extraño destino el de la lengua latina: nacida agrícola y sacra, vivida práctica, por poco tiempo rendida a la poesía; muerta litúrgica tras un largo viaje entre filósofos”, ha escrito Guido Ceronetti, traductor sui generis al italiano de varias “lenguas muertas”. Es esa “rendición” lo que aquí nos importa: ese paréntesis histórico en que la poesía, género originaria y esencialmente vinculado a la lengua griega, adopta un molde más flexible para reeditar aquellos primeros ritmos y ampliar su diapasón de “lengua práctica”.
Catulo, Horacio y Marcial contribuyeron a crear, cada uno a su manera, el corpus de la lírica latina, pero se cuidaron, también cada cual a su modo, de no sonar demasiado “literarios”, es decir, arcaizantes. Lo que late en sus versos es el pulso de la vida, sus desmanes y sus pasiones siempre renovadas. Resulta entonces tristemente paradójico que esta obra haya quedado asociada a la enseñanza memorística y a profesores en edad provecta que, como se burla W. B. Yeats en un poema, se afanan sobre palabras desconectadas del ejemplo vital.
Traducir algo que tiene más de dos mil años de antigüedad implica sortear varios peligros: está, primero, la diferencia de mentalidad con respecto a una época que tiene poco en común con la nuestra, donde cierta mitología aparece como una forma natural de pensamiento; la disparidad gramatical entre nuestro español y el latín del imperio; los problemas estructurales que plantea la traducción de poemas, tratándose de una lengua madre con otro sistema de versificación (el del latín no se basa en la cantidad silábica y en los acentos, sino en la distinción entre sílabas largas y breves), y la necesidad de encontrar el tono de lo universal humano, por llamarlo de alguna manera, que hace que estos poemas, escritos hace dos milenios, hoy puedan ser leídos y celebrados como parte de una tradición común.
Una tradición en la que el proceso de traducción juega un papel crucial. Reinventada con una rima ausente en los originales (como sucedió en España entre los siglos XVI y XVIII) o volcada en ardua prosa, se dejará de lado algo esencial. Y es que el latín clásico, como ya hizo notar Valéry a propósito de Virgilio, es una lengua más densa y flexible que todas las romances, cuya economía de auxiliares y preposiciones la acerca a la poesía definida como “un arte de continua constricción del lenguaje”. Algo parecido dirá Ezra Pound, al recordar el significado de ‘compresión’ que subyace en el término alemán Dichtung. Traducir estos versos ignorando esa condensación esencial no tiene, a mi juicio, demasiado mérito literario. Por supuesto, la poesía latina merece un destino mejor que las traducciones en prosa, llenas de perífrasis, notas al pie o censuras pudibundas, y no debería, como advertía Yeats, quedar confinada en las academias de Filología o los escolios eruditos.
Tanto las magníficas carmina de Horacio, como aquello que Catulo llamaba nugae (boberías, nimiedades, poemas escritos en fugaces tablillas de cera), y los célebres libellos de Marcial (recopilaciones de epigramas que pasaban de mano en mano en la Roma antigua) son puntales de la literatura occidental. Durante siglos, los lectores han descubierto en estos versos el lenguaje eterno del amor y del odio, de la adoración y del vituperio. Una antigua clasificación poética establece dos categorías opuestas, separadas por una sola letra: entre mel y fel, entre lo dulce y amargo, entre lo elegíaco o lo satírico muchas veces no hay más que un paso.
II
Las biografías escalonadas de Catulo, Horacio y Marcial permiten rastrear una historia de la relación entre el Poeta y la Ciudad. Para este trío de provincianos fue Roma capital del Imperio, el lugar de la consagración, en términos de lectores y prestigio, pero también su tema favorito, en un sentido más profundo que el simple paisaje.
Sólo la primera generación de los poetas propiamente imperiales pudo disfrutar del espacio seguro de la Ciudad-Estado. Mientras Virgilio, por poner un ejemplo incontestable, identifica la Edad de Oro con la pax augusta, Catulo habita una civitas que ha abdicado de su omnipotencia simbólica para convertirse en vivero de individualidad. De ahí la importancia que adquiere la llamada “sociedad de los amigos”, aquellos cenáculos y grupos en los que se priorizan las relaciones interpersonales (unanimi sodales). La amistad se vuelve así un valor autónomo, que ya no está en función de las luchas o alianzas políticas.
El nacimiento de Catulo, en alguna fecha entre el 87 y el 84 a. C., coincide con un siniestro presagio: el incendio del Campidoglio en el 83. En apenas tres décadas de vida, el poeta conoció la dictadura de Sila, la guerra contra Espartaco, la conjura de Catilina y su sangrienta represión, el primer triunvirato y el convenio de Lucca, entre otras crisis políticas. De ahí su desconfianza hacia la res publica, su mirada distante y nada glorificadora de esos poderes evidentes, y, por contraste, su interés por el mundo agitado y voluble de las pasiones humanas.
Nacido en una familia de Verona, con villa en Sirmione y granja en Tivoli, el moralismo provinciano que puede detectarse en muchos de sus poemas toma la forma de cierta nostalgia por la pureza perdida, e incluso adopta a veces el aire revolucionario propio de los conservadores frustrados. Sin embargo, no hay que engañarse creyendo ver en el trasfondo de esta obra personalísima un afán de bienestar público. Catulo es el poeta urbanus por excelencia, no sólo porque el escenario de su poesía sea Roma, con sus grandezas y sus contradicciones, sino porque esa ciudad propicia y entrecruza los temas que marcan toda su vida y obra: amor, amistad, poesía.
Cualquier enciclopedia nos dará pronto las claves fundamentales de eso que los comentaristas llaman “la novela de la vida de Catulo”. Estudió en Roma, luego pasó allí varias temporadas, hasta que, en el año 62, se estableció en la ciudad y se introdujo en el grupo literario de los llamados (despectivamente) por Cicerón poetas neotéricos: Helvio Cinna, Licinio Calvo, Valerio Catón, Cornificio, Furio Bibáculo y los eruditos Marco Terencio Varrón y Cornelio Nepote, entre otros. En aquel cenáculo primaba la afición a la poesía alejandrina de Calímaco y el deseo de cultivar una lírica refinada y concisa, de sorprendente variedad métrica.
También se sabe con certeza que esa “Lesbia”, sobre la que tanto escribió, remite a Clodia, segunda de las tres hermanas del tribuno P. Clodio Pulcro, y esposa del cónsul Quinto Cecilio Metelo Céler, gobernador de la Galia Cisalpina. Al quedar viuda, Catulo pasó a engrosar su extensa lista de amantes, con múltiples caídas y recaídas en una pasión que evidentemente tenía significados diversos para las distintas partes implicadas.
Ceronetti celebra con entusiasmo la grandeza de estas damas réprobas y licenciosas de Roma, la otra cara de la disciplina doméstica que caracterizó a la matrona tradicional (pia, casta, domiseda), ese ejército de Julias y Sempronias. La depravación de la mujer inteligente, que invierte las reglas del juego galante significó un paso fundamental en la concepción del amor occidental, y propició también esa dialéctica del amor/despecho por la que Catulo se volvió justamente famoso.
Su tema central es la pasión amorosa, por fuerza destructora del orden civil, y compensación de lo privado sobre lo público (de la misma manera que el principio del placer se opone al principio de realidad). Si el imperio había elogiado al Eros exorcizado en el matrimonio, cuyo emblema era el bonus amor y el pacto galante (foedus), con las múltiples infidelidades de Lesbia, este recobra su libertad y su inquietante poder muy alejado de la gravitas imperial.
En Catulo, sin embargo, encontramos la obstinada ceguera leguleya de todo enamorado que le reclama constantemente a su amada basándose en un pacto unidireccional. Ahí parece estar el origen del conflicto sensual: uno que ama, otro que se deja amar. Catulo es también un poeta que inventa el léxico de su pasión, condenada a la antítesis y el oxímoron. El espectro sentimental de su poesía oscila entre la sed de ternura, casi un raptus de compasión protectora por una inalcanzable amante, y el aborrecimiento de las expectativas frustradas, que llegan a convertir la pasión amorosa en una vergonzosa enfermedad (pestem perniciemque) o un conjunto de ataduras.
Trágica es la incompatibilidad de su ideal de fidelidad amorosa con la ligereza de Lesbia. Tragedia que, por las características propias de la sociedad romana, está limitada al territorio hetero, pues las aventuras homosexuales, aunque mencionadas en varios poemas, no alcanzan, según las convenciones de la época, el mismo nivel de drama.
Durante décadas ha pesado sobre sus poemas el dictum de Baudelaire, para quien Catulo sería un poeta superficial, epidérmico. “La mysticité est l’autre pôle decet aimant dont Catulle et sa bande, poètes brutaux et purement épidermiques, n’ont connu que le pôle sensualité”, dice el francés. Y tiene razón: no hay la menor pretensión de misticismo en Catulo, y su interioridad es apenas la superficie cambiante y pulida de las pasiones. Pero esa es también su gran virtud, aquella que le permite atravesar los muros del tiempo.
En eso se diferencia de Horacio, cuyos topoi retóricos (consagrados durante el Medioevo y el Renacimiento) configuran un temperamento más apolíneo y otro cuerpo conceptual y temático. El modelo de la aurea mediocritas (la búsqueda aristotélica del punto medio entre los extremos), el elogio de la vida retirada (beatus ille) y la invitación a gozar de la juventud (carpe diem) son los lados de un triángulo que reformula no sólo los ritmos y metros griegos, como había hecho Catulo, sino también sus ideales éticos y estéticos, adaptándolos a la nueva fisonomía del imperio.
La biografía de Quinto Horacio Flaco es más prolongada que la breve y fulgurante carrera de su antecesor y tiene, además, otros matices. Horacio nació en Venosa, en la árida Apuglia, el 8 de diciembre del 65 a. C., como hijo de un esclavo liberto. Hasta hoy se ignora cómo pudo su padre ganar el dinero suficiente para enviarlo a Roma y asegurarle la sofisticada educación de los hijos de las familias pudientes. Tras estudiar retórica, filosofía, astronomía, historia, geografía y otras materias del código educativo de su época, el veinteañero Horacio viajó a Atenas para completar su formación y acabó alistándose en el ejército de Bruto y Casio, derrotados por Octavio en la batalla de Filipo. Caído en desgracia, volvió a Italia, hasta que dos poetas amigos, Vario y Virgilio, a quienes había conocido durante su época de estudiante en Roma, lo presentaron a Mecenas, y por intermedio suyo, a Augusto. Tanto su patrocinador como el emperador supieron apreciar su talento. Antes de morir en Roma, el 27 de noviembre del 8 a. C., Horacio dejó escritos, entre otros, dos libros de Sátiras, los Épodos, los dos volúmenes de las Epístolas (que incluye la primera ars poetica, Epistola ad Pisones) y, por supuesto, los primeros tres libros de las Carmina, engrosados póstumamente con un cuarto.
Los temas y el estilo elegante de estas odas marcaron para siempre la poesía occidental. Horacio supo refinar el impulso satírico de la lírica griega, y alejar la pasión dialógica de sus instintos básicos (en vano buscaremos en sus versos algo semejante a aquel vocativo de autolocución: miser Catulle). El resultado es una poesía más convencional y solemne, pero también más cercana a los comportamientos ritualizados del simposio, que otorga seguridad contra el trauma del devenir y la amenaza de una fortuna imprevista y mudable. El hic et nunc que está en el nervio del estilo de Catulo se atempera en el maduro Horacio, cuya exhortación viene siempre acompañada por el memento. En este sentido, puede decirse que la lírica horaciana tiende a inhibir la acción a favor de una sabiduría de renuncia, refugio de la angustia implícita en el paso del tiempo.
III
Para la época en la que Marco Valerio Marcial nace en Bílbilis, la actual Calatayud hispana, el 1o de marzo del año 40, muchas cosas han cambiado en Roma, pero no su condición de centro imperial y cuna del éxito literario.
Allí se establece el joven provinciano en el año 64, con la intención de terminar sus estudios jurídicos bajo la protección de Séneca. La caída en desgracia de este, y su suicidio en el año 65, le dejaron desamparado, pero las subsiguientes inseguridad y pobreza le regalaron una forma bohemia e itinerante de supervivencia que será fundamental para su educación –y su novedoso tono poético–. Convertido en cínico cliente de diversos patronos de la capital, Marcial se ganó la amistad de varios escritores de su época (Plinio el Joven, Juvenal y el rétor Marco Fabio Quintiliano), y acabó favorecido por los emperadores Tito y Domiciano, a quienes dedicó interesados elogios. En agradecimiento, estos le nombraron miembro del orden ecuestre y le concedieron diversas prebendas, entre ellas el ius trium liberorum, la codiciada exención del pago de impuestos exigido a quienes no tenían hijos.
Su obra, unos quince libros de versos que suman cerca de mil quinientos poemas, llegó a ser tan popular que, por orden del propio Domiciano, cada vez que el poeta salía de su bloque de viviendas, una insula cercana al Capitolio, lo escoltaban cuatro pretorianos para mantener alejados, aunque sin demasiada violencia, a los numerosos fans. Este destino de celebrity declinó bajo los regímenes de Nerva y Trajano, que casi se olvidaron de él y favorecieron a un nuevo círculo literario. Después de treinta y cinco años en su amada Roma, Marcial regresó a su natal Bílbilis en el año 98 para pasar su vejez, y murió seis años después, en el 104.
La obra poética de Marcial –que tanta influencia tuvo, vía Gracián y el Barroco, en toda la tradición española– son versos escritos en metros ya consagrados por Catulo (sobre todo dísticos elegiacos, pero también hexámetros falecios y yambos catalécticos). Todos pertenecen a un solo género literario, el epigrama, en el que consiguió superar a sus antecesores y modelos. Ese éxito del epigrama, antepasado de nuestros aforismos, revela la gradual conquista de un espacio para lo individual dentro de la civitas: el tiempo de paz, sin las frecuentes guerras de la etapa previa, se vuelve tiempo libre (otium) donde florecen la cultura, la filosofía y la poesía, pero también el eros en todas sus formas: pasión y disipación.
Aunque las raíces del género se remontan a la lírica arcaica griega (con notables ejemplos en Arquíloco y a Simónides), la consagración del epigrama tuvo lugar en la época helenística, con Calímaco y Meleagro. Aquello que antaño era el regalo de un pensamiento breve e ingenioso sobre-escrito (ἐπί-γραφὼ), en una superficie durable se volvió muestrario crítico de la nueva sociedad. Por los epigramas alejandrinos, como luego por los de Marcial, vemos desfilar a heteras, aventureros y obreros; en ellos aparecen las fiestas, la mitología, el cortejo y el sexo, las artes plásticas, la crítica literaria, las cuestiones crematísticas y morales…, todo pasado por un filtro más o menos erudito. Desde sus orígenes, el epigrama podía tratar todos los asuntos y utilizar todos los tonos, de lo elegiaco hasta la burla franca y el sarcasmo. Pero en la literatura latina adquirió una ligereza y una popularidad inéditas. Instrumento ideal para canalizar el llamado latino loqui (la tendencia a llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos ni amaneramientos), el epigrama incluso se “democratizó” en el espacio urbano con los numerosos grafitis: textos, a menudo obscenos, escritos en las paredes de las principales ciudades. Así consolidó poco a poco sus características fundamentales: brevedad, intensidad y mordacidad.
Fue Marcial el encargado de perfeccionar esta peculiar suma de la agudeza (la argutia, que implicaba cierto extrañamiento lingüístico) y la causticidad, antes confinada a la comedia o al género satírico. Una poderosa cultura de la elocuencia amplió su espectro: el estilo de Marcial es capaz de abarcar desde el más puro lirismo hasta la más obscena grosería. Consiguió así conectar con una nueva sensibilidad urbana, que es uno de los primeros antecedentes de la poesía en la arena pública.
Considerado durante mucho tiempo un género menor, tanto por la retórica clásica como por la preceptiva neoclásica, el epigrama ha conocido con la Modernidad un importante revival. Tanto en España como en Latinoamérica, no pocos poetas se han inspirado en el molde clásico para absorber todos los temas imaginables en su peculiar condensación expresiva.
Sobre estas versiones:
Esta antología no tiene, por supuesto, el menor afán exhaustivo. Se juntan aquí algunos ejercicios de traducción que van desde los lejanos días en que mi profesora Calixta, de grata memoria, me introdujo a los rudimentos del latín, hasta esfuerzos más recientes por devolver forma poética a un material considerado «erudito».
He tratado, simplemente, de traducir poemas como tales, buscando, más que adecuaciones métricas, cierta naturalidad expresiva y una presunta afinidad con lo que me pareció el tono de los originales. Varias referencias mitológicas han sido aligeradas, para evitar el aire “arcaizante” de muchas versiones disponibles. Sin embargo, algunas notas y comentarios que me han parecido pertinentes para la comprensión están agrupados al final del conjunto.
La selección abunda en referencias sexuales porque esa fue la idea inicial con que empecé a juntar mis versiones: una antología del uso de la palabra mentula, de etimología muy debatida, con que se alude al órgano sexual masculino. Durante mucho tiempo, la acusación de “obscena” ha gravitado sobre esta poesía, donde encontramos referencias explícitas a los genitales, los fluidos y todo tipo de variantes del acoplamiento sexual. La censura no es sólo cosa del pasado. Algunos poemas de Catulo (“Pedicabo ego vos et irrumabo”, por ejemplo), no fueron traducidos al inglés hasta bien entrado el siglo XX, y en muchas de las versiones al español (no sólo las neoclásicas) suele prescindirse de alusiones demasiado explícitas o rudas, dándole a Catulo o a Marcial un aire de poesía galante, muy alejado de los originales. No estaría de más volver a recordar que las alusiones sexuales explícitas, e incluso la obscenidad, cumple en estos autores el rol fundamental de no disociar a la poesía de la virulencia de los humanos furores.
Última advertencia: las numerosas referencias sexuales de estos poemas, que durante tanto tiempo han sido motivo de censura, aparecen aquí trasladadas a variantes peninsulares del lenguaje soez y erótico. Las palabras más groseras son, igual que las más líricas, parte de una intimidad insobornable, y el traductor ha de escoger, por fuerza, el dialecto en que prefiere reescribirlas.
Poemas de miel y hiel
Catulo
XXXVII
Salaces parroquianos de esa taberna inmunda
que está a nueve columnas de los de gorros píleos,
¿acaso se han creído los únicos con pingas
y que se les permite templar con cuanta llegue
para hacer que los otros quedemos de cabrones?
¿Acaso porque están sentados como cien
o doscientos idiotas en una sola fila
se creen que no me atrevo a ponerlos a todos
a mamarme la verga? Mejor que se lo piensen
o llenaré el lugar con grafitis obscenos.
Puesto que mi muchacha, huyendo de mi lado,
querida como nadie nunca ha sido querida,
por la que he combatido en grandiosas batallas,
estuvo allí sentada. Como si fueran nobles
y ricos, esos hombres se dedican a amarla:
no son más que unos viles putañeros de esquina.
Tú sobre todo, Ignacio, con tus greñas espesas,
hijo de Celtiberia, famosa conejera,
tú, de buena apariencia por esa barba oscura
y unos dientes frotados con orines hispanos.
XXXVII
Salax taberna vosque contubernales,
a pilleatis nona fratribus pila,
solis putatis esse mentulas vobis,
solis licere, quidquid est puellarum,
confutuere et putare ceteros hircos?
an, continenter quod sedetis insulsi
centum an ducenti, non putatis ausurum
me una ducentos irrumare sessores?
atqui putate: namque totius vobis
frontem tabernae sopionibus scribam.
puella nam mi, quae meo sinu fugit,
amata tantum quantum amabitur nulla,
pro qua mihi sunt magna bella pugnata,
consedit istic. hanc boni beatique
omnes amatis, et quidem, quod indignum est,
omnes pusilli et semitarii moechi;
tu praeter omnes une de capillatis,
cuniculosae Celtiberiae fili,
Egnati. opaca quem bonum facit barba
et dens Hibera defricatus urina.
Horacio
II, III
Recuerda mantener en los momentos
duros mente serena, tal como en los felices
atemperar la insolente alegría,
oh, mortal Delio,
sea que hayas vivido siempre triste,
o si feliz viviste, reclinado
sobre un prado remoto en días de fiesta
con tu mejor Falerno.
¿Por qué el gran pino y el álamo blanco
gustan de unir la hospitalaria sombra
de sus ramas? ¿Por qué la fugaz linfa
recorre esos meandros?
Ordena que nos traigan aquí vinos,
perfumes y esas rosas tan efímeras,
si la ocasión, la edad y el hilo negro
de tres serias hermanas lo permiten.
Dejarás estos bosques, tu mansión
y la granja junto al Tíber rojizo,
y un feliz heredero será el dueño
de tus muchas riquezas.
Si rico, y del linaje más antiguo,
o pobre y descastado bajo el cielo;
eso no importa: igual serás la víctima
del Orco despiadado.
A todos nos espera igual destino,
y nuestros nombres, igual de revueltos,
elegirá la suerte, y zarparemos
hacia el eterno exilio.
II, III
Aequam memento rebus in arduis
servare mentem, non secus in bonis
ab insolenti temperatam
laetitia, moriture Delli,
seu maestus omni tempore vixeris
seu te in remoto gramine per dies
festos reclinatum bearis
interiore nota Falerni.
quo pinus ingens albaque populus
umbram hospitalem consociare amant
ramis? quid obliquo laborat
lympha fugax trepidare rivo?
huc vina et unguenta et nimium brevis
flores amoenae ferre iube rosae,
dum res et aetas et sororum
fila trium patiuntur atra.
cedes coemptis saltibus et domo
villaque, flavos quam Tiberis lavit,
cedes et exstructis in altum
divitiis potietur heres.
divesne prisco natus ab Inacho
nil interest an pauper et infima
de gente sub divo moreris:
victima nil miserantis Orci.
omnes eodem cogimur, omnium
versatur urna serius ocius
sors exitura et nos in aeternum
exilium inpositura cumbae.
Marcial
XI, XCIX
Si te alzas de tu silla —lo he notado a menudo—,
Lesbia, tu pobre túnica te folla por el culo.
Trataste con la mano derecha y con la izquierda,
te peleaste con ella, con gemidos y lágrimas,
tan constreñida queda entre esas Rocas Cianeas
de tus enormes nalgas, y tanto ha penetrado.
¿Deseas corregir ese vicio de forma?
No te levantes, Lesbia, ni te sientes.
XI, XCIX
De cathedra quotiens surgis—jam saepe notavi—,
pedicant miserae, Lesbia, te tunicae.
Quas cum conata es dextra, conata sinistra
vellere, cum lacrimis eximis et gemitu:
sic constringuntur gemina Symplegade culi
et nimias intrant Cyaneasque natis.
Emendare cupis vitium deforme? docebo:
Lesbia, nec surgas censeo nec sedeas.