Para B.R.
Para L. S. y M. V., otra vez.
Hablábamos una querida amiga y yo el otro día, acariciándonos a distancia el corazón con las manos llenas de gel, que no hay mucho de dónde escoger en nuestras actuales letras latinoamericanas. A veinte años del cambio de milenio, ha sido en realidad poco lo que han deslumbrado, transgredido o potenciado esas plumas noveles y extrañamente laureadas. ¿Dónde está esa o ese que iba a tomar riesgos con el lenguaje, así como Lezama Lima lo hizo? ¿Quién se atrevería hoy a escribir algo como La región más transparente, José Trigo o Conversación o en la catedral? Y la pregunta más desesperada: ¿es que Bolaño cerró la tumba por dentro y después de 2666 ya no hay mucho más que decir, sólo mirar cómo vuelan fuegos fatuos, libros facilones, autoficciones onanistas?
Cuando eso pasa –cuando me viene ese bajón o esa ansiedad–, me gusta releer acá y allí algunas cosas de Julio Cortázar. Me acuerdo de maestros queridos (de Leandro Sepúlveda, por ejemplo, y por supuesto de Mario), cuando leo a Cortázar. Y es que resulta innegable: después de una década impactando lectores con cuentos donde referentes como Borges, Edgar A. Poe, Felisberto Hernández y Ambrose Bierce parecían los afluentes de un mar fantástico y prodigioso, en 1959 Cortázar frotó la lámpara y salió, robusto y entregado, “El perseguidor”, esa nouvelle (el término francés de doble acepción es delicioso) que aún desconcierta y deslumbra. Atrás quedaron las casas donde rondaban fantasmas y tigres, personajes que regurgitaban conejos e indígenas que se soñaban como motociclistas. Un lector asiduo al jazz descubría en este cuento largo, tras el nombre y peripecias de su protagonista, Johnny Carter, el sino desafortunado de Charlie Bird Parker, saxofón alto que revolucionó la música con un estilo que sacaba pirotecnias desde metal: el bebop (aquí la misma pregunta, ¿es que nadie toma riesgos tampoco hoy en la música?). Y qué acierto el que la historia del trasunto sea narrada por su biógrafo, Bruno, crítico de música que construye el lado público y luminoso de Johnny como genio musical, pero también su lado más opaco, el privado, donde la desesperación y la sensibilidad lo llevan a los excesos y a la locura. En un momento, recordemos, concluye Bruno de un modo categórico: “Pienso melancólicamente que él está al principio de su saxo mientras yo vivo obligado a conformarme con el final. Él es la boca y yo la oreja […] Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar”. Así, a través de los ojos y recuerdos del biógrafo vemos a Johnny perdiendo otro saxo en el metro de París; a Johnny descalzo en el estudio de grabación para poder tocar sin perder contacto con la realidad; a Johnny moviendo cuánticamente el tiempo (y por eso la frase emblemática que el músico de color suelta a mitad de un solo: “Esto lo estoy tocando mañana”). Johnny, el perseguidor de unas esencias que, como nos enseñó papá Sartre (ídem, ¿qué le pasó a la filosofía?, ¿es que no hay más allá del medianón de Bauman y el aburridísimo de Byung-Chul Ha?), se descomponen ante la evidencia de que primero existimos y luego somos.
Casi al final, es conmovedor cómo el jazzman lee el borrador que Bruno ha escrito de su propia vida, un texto que aún omite partes importantes de su biografía: “No importa que se te haya olvidado poner todo eso. Pero, Bruno, de lo que te has olvidado es de mí”. Evidencia brutal, única donde la haya, de que las palabras no son capaces de capturar un rostro humano, sólo de hacerle una máscara (por eso el epígrafe de Dylan Thomas que trufa el relato: “O make me a mask”). Mas Bruno se cobra venganza: “Los críticos son mucho más necesarios de lo que yo mismo estoy dispuesto a reconocer (en privado, en esto que escribo) porque los creadores, desde el inventor de la música hasta Johnny pasando por toda la condenada serie, son incapaces de extraer las consecuencias dialécticas de su obra, postular los fundamentos y la trascendencia de lo que están escribiendo o improvisando”.
Como buen deconstructor, suscribo ambas posiciones.
“El perseguidor” ya tiene en estado latente muchas de las preocupaciones que Cortázar volcará con maestría en Rayuela (1963), una de las mejores novelas de cualquier tiempo y de cualquier idioma (de hecho, preparo en cocción lenta un libro crítico, académico pero a mi pinta, sobre Rayuela, para demostrar las funciones múltiples que todos los referentes musicales, plásticos, literarios, filosóficos y cinematográficos tienen en el libro, y sobre todo por qué aparecen donde aparecen: para blindar la identidad; para otros accesos al misterio de la comprensión del mundo).
Vaya tarde la de hoy con “El perseguidor”, sazonando nuestra experiencia de “El perseguidor”, ella con el disco Bird of Paradise, de Mr. Parker, y yo con la película Bird, dirigida por Clint Eastwood (nada menos). Y esto por una sola razón: porque la experiencia del jazz y de leer a Cortázar es la experiencia absoluta de la libertad.
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