Estudiaba yo en la Escuela Nacional de Instructores de Arte en 1971, cuando se celebró en La Habana el Primer Congreso de Educación y Cultura. Gracias a unos altoparlantes colocados en las afueras del teatro donde se realizaba el evento pude oír el discurso de clausura pronunciado por Fidel Castro. Cito: “Respecto a las desviaciones homosexuales se definió su carácter de patología social. Quedó claro el principio militante de rechazar y no admitir en forma alguna estas manifestaciones ni su propagación”. Comprendí allí que aquella “igualdad” que tan bien aprendida tenía de los libros de marxismo que debía estudiar en la escuela no existía para un homosexual, que una actitud de “rechazo” ante nuestra condición “patológica” se avecinaba y que por supuesto mi expulsión del centro de estudios era inminente.

Las consecuencias de aquel congreso pronto se hicieron sentir: actores, cantantes, directores de teatro y bailarines fueron separados de sus puestos por no cumplir los “parámetros” de la Revolución. Fue la famosa parametrización del arte en Cuba.

Si bien nuestra tradición católica y machista nos convierte en un terreno fácil a la fertilización de actitudes antihomosexuales, nunca un presidente había tomado una actitud oficial al respecto. Así la cultura recibía, producto del machismo de sus dirigentes, su golpe de gracia. Hasta ese momento una cierta tolerancia nos había permitido publicar libros como Paradiso de José Lezama Lima o Celestino antes del alba de Reinaldo Arenas, donde el tema homosexual es tratado como una expresión más de libertad; después de 1971 se prohibirían hasta las mínimas alusiones al tema; es decir, quedaba prohibida oficialmente la homosexualidad.

De aquel congreso se desató una política que, si bien nos excluía de los desaparecidos campos de concentración para homosexuales UMAP,[1] nos hacía permanecer en un país sin derecho a nada, apestados y sin poder salir. En mi caso y por tener en los Estados Unidos a casi toda mi familia, incluyendo a mi madre, tenía el ingreso legal en este país; pero la salida de Cuba no me era permitida. Sin otra alternativa, al tratar de salir ilegalmente, me convertí en un preso político y fui condenado a tres años, junto a mi padre que era condenado a nueve. Tres años después, cumplida mi condena, descubriría que nada podía hacer, que las puertas se encontraban cerradas para mí por más de una razón. Aun así, en 1979 en Venezuela publicaba mis primeros cuentos, ante la imposibilidad de hacerlo en mi país, pero esa forma de existir también me duró poco, al poner en práctica el gobierno cubano la Ley de Patrimonio Nacional, por la cual toda obra de arte pertenece al Estado. A partir de ese momento, publicar en el extranjero sin la aprobación oficial era ir (para mí regresar) a la cárcel.

Cada vez nuestras posibilidades han sido más reducidas. Por no poseer los parámetros de la “moral socialista” se nos ha prohibido ingresar en las universidades, ser actor o cantante. Otra vez nos es negado el “paraíso” (en este caso, un carnet de la Unión de Jóvenes Comunistas). Otra vez, o renunciamos a nuestra condición o perecemos en la hoguera.

Con la dialéctica, las espirales y todo un lenguaje que a veces por nuevo encanta, nos hemos visto en una isla sin poder salir y aplaudiendo. En nombre de una educación gratis se nos ha prohibido leer hasta los escritores más importantes de nuestra lengua; que no se publique a Jorge Luis Borges, que nunca se hayan publicado las Memorias de Pablo Neruda, que Octavio Paz, Mario Vargas Llosa y otros no existan, es el precio.

Para nuestra “dictadura del proletariado” ha sido fácil crear la sociedad perfecta, y si no tenemos “el neoyorquino barrio de Greenwich Village, bien conocido por la proliferación y promiscuidad de su población homosexual”[2] es porque todo el que podía caminar por Christopher Street se encuentra en la cárcel bajo la ambigua acusación de “ostentación” y/o “escándalo público”.[3]

Pero en 1980 un terremoto cuarteaba la imagen del “paraíso”: ciento veinticinco mil cubanos llegaban en frágiles embarcaciones a Cayo Hueso. Ser homosexual nos daba el derecho a salir y “como parte prominente de la escoria”[4] llegábamos.

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Atrás quedaban las recogidas y el terror. En medio del golfo quedaba una de las cosas que más había amado en mi vida: mi isla. Conmigo quedaría siempre la nostalgia, no de lo que fue o era, sino de lo que pudo haber sido. Era mi última expulsión por no querer renunciar a algo que no me hace más grande ni más chico, pero que soy yo. Era el fin de un ciclo de rechazo que había comenzado a los diecisiete años. Cualquier dictadura es mala, y todas rechazan a los homosexuales. Lorca estaría a estas horas caminando con un triángulo rosado en el mundo que estos señores fabrican, pero la muerte lo salvó. En la burocrática “dictadura del proletariado” de Fidel Castro se ha oficializado ese “rechazo”.

Y heme aquí, reconstruyendo esta cronología de mis persecuciones. ¿Por qué lo hago? Porque temo que alguien crea en el “paraíso” y me vea de nuevo en esta otra isla, sin salida.

Manhattan, septiembre de 1983


Notas:

[1] UMAP: Unidades Militares de Ayuda a la Producción

[2] “Editorial sobre el SIDA”, Granma, órgano del Partido Comunista de Cuba, año 18, n.13, La Habana, 3 de abril de 1983.

[3] Términos usados en la legislación actual, como, por ejemplo, la “Ley para el normal desarrollo de las relaciones sexuales”, incorporada al actual Código de Familia.

[4] “Editorial sobre el SIDA”, Granma, órgano del Partido Comunista de Cuba, año 18, n.13, La Habana, 3 de abril de 1983.

* Este texto fue publicado primeramente en inglés en The New York Native, bajo el título “The Parameters of «Paradise»”, en traducción de Richard Sinkoff. La versión que reproducimos es tomada de Mariel, año 2, no. 5, primavera, 1984, p. 12.


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