Roger Toledo: entre el ‘homo ludens’ y el ‘homo geometricus’

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‘Aterrizando’, Roger Toledo, 2018

No puedo negar que el movimiento de los abstractos es una de las zonas que me imanta del arte cubano. Pienso en la galería Color Luz, los mosaicos de La Rampa, los murales del hotel Habana Libre o del cine Lido. Pienso en el díptico monumental de El día y la noche, en el lobby del Hospital Hermanos Ameijeiras –el único casi impoluto–. Es un regusto que me persigue en el paladeo del diseño de interiores (y exteriores) del hotel Riviera, como en el remontar de la oleada arquitectónica de la boca del túnel de la bahía, que resuena a su vez en la caracola del Club Náutico de Marianao… La misma obsesión con la que he perseguido el cambio de fondo y figura en las baldosas de los pisos de cualquier rincón de la Isla, los motivos art déco de los frontones de Holguín, las sinuosidades art nouveau de los Jardines de la Tropical, o el resol en las teselas de edificios como la Residencia Estudiantil de G y 25 en El Vedado, si no en los azulejos de algunos de esos dinosaurios que todavía enfrentan la salmuera del Malecón.

La mar de las veces es un deleite por las geometrías que puede alcanzar la música concreta o dodecafónica; el placer de deslizar (la mano, la mente, el pie) por patrones que encarnan escaleras, espejismos a quién sabe dónde; una alegría que se emparenta con la de aquella niña que nunca dejaba de mirar al suelo para evitar o procurar las junturas del mármol y el granito, para jugar su propia rayuela (pon, peregrina…) bailando en un pie de una mancha de color a otra. Por eso cuando descubro (y me descubro en) las persecuciones de artistas como Héctor Trujillo o Luis Enrique López-Chávez Pollán, no puedo más que sonreír y entrar a sus piezas con el mismo paso redoblado. No es de extrañar, pues, que la curiosidad me llevara el pasado miércoles 5 de febrero al Centro Hispanoamericano de Cultura, instada por la exposición Paisaje, color y patrón, del camagüeyano Roger Toledo (1986), que curaron Luis Enrique Padrón y la crítica e historiadora del arte Liatna Rodríguez López.

Roger se graduó en el ISA en 2011, pero ya venía experimentando con las simetrías desde sus piezas más juveniles, allá por la época en que era estudiante de la Academia de Artes Vicentina de la Torre de Camagüey, o incluso antes. Obviando el título de su última muestra en los Estados Unidos (Soy Cuba, Arthur Ross Gallery of UPENN, 2019), los nombres de sus exposiciones personales y de muchas de sus piezas tienen ese tono entre específico y objetivo de los pintores concretos, cuando no la marca de una experimentación continua, un gesto que deja intuir que la mano y la mirada están dispuestas a colocarse varias veces en posiciones milimétricamente distintas, tras lo que puedan sugerir las variaciones de una gama de color o de un cuerpo espacial. Así Estructuras graduales (Fundación Ludwig de Cuba, La Habana, 2017); Landscaping o modificación del paisaje (Galería Galiano, La Habana, 2016), Dimensión fractal (Academia de Artes Vicentina de la Torre de Camagüey, 2005), De caos a danza (XX Salón Provincial de Artes Plásticas Fidelio Ponce de León, 2004). Y así también obras como Atractor extraño, Longitud de circunferencia o Relación abstracta entre la razón y la materia, donde Toledo trabajó la madera en pos de instalaciones que entremezclaban un gran despliegue en el espacio con la pasión por formas como la espiral, que vista en perspectiva emula ante el ojo el movimiento: su progresión, su ritmo –como dijera alguno de sus espectadores más fieles.

Amanecer en el Turquino’ Roger Toledo | Rialta
‘Amanecer en el Turquino’, Roger Toledo, 2018

El retomar de las geometrías y los fractales se anuncia en una de las series que Roger viene trasegando, entre Camagüey y el tramo de la calle San Lázaro que muere en la Universidad de La Habana, abriendo un camino de su estudio a la casa de sus padres, buscando –hasta hallarlas– manos hábiles de carpintero y algún ayudante con más paciencia que él para lijar la madera y desnudar –sin desbridarlas– las evocaciones de sus vetas. Se trata de un conjunto de marcos que subrayarían la posición subsidiaria del encuadre, como objeto secundario que rodea la obra visual y la separa o hace ajena de la pared en la que se expone, actuando él mismo de modo formalmente contrastante, por su propia ornamentación, y otras casi anulado por su sencillez, rayana en la ausencia, en lo invisible. El proyecto del artista es justamente construir un marco que haga rejuegos, por ejemplo, con el círculo, y otro que emule al triángulo o al cuadrado, combinadas las figuras en solitario, de modo que dirijan la mirada –haciéndola caer, en giros concéntricos otra vez– hacia el espacio donde se exhibe la obra, a lo que se diría el ojo del ciclón. Sin embargo, más que dar preminencia a lo que expone, este enmarcado dialogaría (entre líneas y curvas) con la representación (figurativa o abstracta) o provocaría más bien el qué y el cómo de la pieza a mostrar, al tiempo que haría por disolver las escisiones instituidas entre el marco y la superficie pictórica.

Estaríamos, pues, ante un esfuerzo de geómetra que no abole, sino que explora asimismo los impulsos del azar, aunque no deja de calcular las posiciones de sus fichas, las texturas ni los pigmentos. De hecho, otra de las facetas latentes en el corpus de Roger Toledo es la inmersión en el color y en sus cultores desde la abstracción, aunque también desde el impresionismo, lo que ha combinado, por ejemplo, con la teoría de los fractales y con experimentos inspirados en las matemáticas, como su redimensionamiento del triángulo de[l polaco Wacław] Sierpiński en un dado que –abierto– indica el despliegue de colores que correspondería representar sobre una superficie. Igualmente, la serie donde homenajeaba al conceptualista Sol LeWitt allá por 2008, parece revisitada por él, casi una década después, en Geometría gentil y Estructuras graduales, donde nos deja observar en dípticos la visión tridimensional de tales estructuras y la composición –para decirlo mediante uno de sus títulos más reiterados– que se suscita al mirarlas por un solo lado. Otra constancia de su forcejeo entre bidimensionalidad y tridimensionalidad, patente en los marcos que pronto veremos como en aquellas instalaciones de madera de sus estudios camagüeyanos, lo cual delata –al fin y al cabo– no sólo su voluntad de jugar con el espacio y con nuestros ángulos de visión sino su inclinación a representar el movimiento sin salirse de su captación está/ética.

Ciénaga de Zapata’ Roger Toledo | Rialta
‘Ciénaga de Zapata’, Roger Toledo, 2018

Explícita en lo exhibido como Paisaje, color y patrón, esa dominante en que Toledo sucumbe al trabajo sin pausa con las tonalidades se remonta a otras series y subseries (Campo de color: Ejercicios de color, Pruebas de color, Lohse and Malevitch hablan… y Vitral de un día), y tuvo su expresión, por ejemplo, en Días en el museo (2011), su tesis de graduación en la Universidad de las Artes (ISA). Fue aquel un entrenamiento de estilo que considero rotundo para valorar el carácter analítico del artista y calibrar los procesos en que se suele remontar. La colección de más de 25 cuadros que abarca Días en el museo se concibió, justamente, en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba. Consistió en superficies cuadriculadas de 5 por 5, donde Roger volcó (imitándolos en matices, capas y pinceladas) 25 colores de cada una de las pinturas que escogió, en pos de repensar la historia cromática de la Isla. Así las cosas, resumió hitos pictóricos de Chartrand, Romañach, Menocal, Collazo y Fidelio, Portocarrero, Antonia Eiriz, Mariano, Servando, Raúl Martínez…, en cuadros análogos que narran y contienen el color local, difuminándose a ratos en los bordes, como demonios que buscaran líneas de fuga.

El analítico hacer de Roger Toledo tiene algo entre el estudioso medieval y el pintor impresionista dado a las observaciones regulares, como se propone Vitral…, una de sus series abiertas o pendientes, donde sueña atrapar el drama diario de luces y sombras saltando sobre superficies arquitectónicas ornadas. Quisiera creer que este conjunto trabajado entre 2013 y 2014 –y abandonado, por ahora– es uno de los puentes entre sus abstracciones y sus figuraciones, pero sé que quizás sea sólo un meandro, y que si lleva a su última expo… no es la única puerta.

El afán experimentador, que linda con las pasiones del artesano, así como con la avidez por colores y geometrías se cruzó, no sin buscarlas, durante una residencia artística en los Estados Unidos, con las plantillas metálicas caladas que le permitieron desarrollar los cinco óleos de Paisaje, color y patrón en 2018. Allí quiso permitirse una incursión dígase más radical, deseó salir de su zona de confort: migrar de la retícula del color enclaustrado –como parece que ansía abrir la jaula del marco, en esa próxima serie que retorna en espiral a sus obsesiones con la madera, y que promete subyugar–. Las plantillas son varias, pero es como si Roger no las hubiera estrenado todas. La que prefiere está cortada a la mitad, para poder trabajar mejor el formato de 200 x 300 cm que se empeñó en pintar. Le gusta porque contiene una forma repetida que se entrelaza y no crea islas de color, sino superficies donde el continuo entre fondo y figura se teje como una red. Con esta y con alguna que otra pintó piezas más pequeñas (rectangulares o cuadradas) donde continuó en 2015 con la abstracción (Redes) o se adentró por entonces y hasta hoy en el paisaje (como si inscribiera en un Diario sus cambios, sus gradaciones). Por los títulos, el enamoramiento o viraje hacia la naturaleza simula haber llegado, de hecho, como de forma gradual, avistándolo primero para aterrizar luego en él (con la serie Landing, de 2016) y asumir de plano el paisajismo (tanto por la aludida serie Landscaping…, como por Soy Cuba o Paisaje, color y patrón).

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Hacia el canto del Veril’ Roger Toledo | Rialta
‘Hacia el canto del Veril’, Roger Toledo, 2018

Aterrizando, Amanecer en el Turquino, Ciénaga de Zapata, Al anochecer y Hacia el canto del Veril son las obras de gran formato que pudieron observarse en el Centro Hispanoamericano. De los jirones de nubes a la negrura del océano pasando por sabanas y montañas. Se trata de fotos tomadas por Roger y estudiadas luego con atención, para preparar con sumo disfrute los colores de cada zona del cuadro, desde el fondo trabajado a rodillo hasta las capas que irán aplicándose sobre la plantilla. Aunque muchos se alejarán para recomponer la imagen, los cuadros merecen ser vistos de cerca para percibir texturas y retículas de color, para entrar en el regodeo de Roger por los patrones imbricados en el paisaje, con un gesto que lo acerca a esa especie de variación “abstracta” del impresionismo que fue el puntillismo –cercanía que hace notar el historiador de arte Abram Bravo Guerra, en las palabras a la expo–. Otros referentes como los pixeles o la fotografía de Chuck Close son ejes de inspiración para el artista camagüeyano, quien trabajó tentado por ofrecer al espectador obras donde el acercarse o apartarse de los cuadros sea parte de la incertidumbre de la recepción, de la magia de una percepción cambiante: de fractales a manchas de color, de geometrías a geografías.

El amorío entre espacialidad y cinetismo, entre lo bi y lo tridimensional, lo decorativo y lo “trans-geométrico” –al decir de Luis Enrique Padrón– vuelve a entrar en el ruedo. Repetición y variación. Azar y cálculo. Concentración y círculos concétricos… Trampas ofrecidas al ojo y al pensamiento, junto a escaleras de fuga. La tozudez del artista en continuar rumbo a través de las galerías y los motivos que lo obseden no cesa su danza –como en aquella obra temprana donde imitaba en un teatro de ruedecillas la ronda de Matisse–. La de Roger Toledo es una obra que conectará con espectadores abiertos a una dimensión lúdica, pero más que todo analítica, de un poder de observación o elaboración que raya en lo meditativo, como si apelara a la abstracción por la senda de los mandalas.

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JAMILA MEDINA RÍOS
Jamila Medina Ríos en poesía: Huecos de araña (Premio David, 2008), Primaveras cortadas (México D. F., 2011), Del corazón de la col y otras mentiras (La Habana, 2013), Anémona (Santa Clara, 2013; Madrid, 2016), País de la siguaraya (Premio Nicolás Guillén, 2017), y las antologías Traffic Jam (San Juan, 2015), Para empinar un papalote (San José, 2015) y JamSession (Querétaro, 2017). Jamila Medina en narrativa: Ratas en la alta noche (México D.F., 2011) y Escritos en servilletas de papel (Holguín, 2011). Jamila M. Ríos (Holguín, 1981) en ensayo: Diseminaciones de Calvert Casey (Premio Alejo Carpentier, 2012), cuyos títulos ha reditado, compilado y prologado para Cuba y Argentina. J. Medina Ríos como editora y JMR para Rialta Magazine. Máster en Lingüística Aplicada con un estudio sobre la retórica revolucionaria en la obra de Nara Mansur; proyecta su doctorado sobre el ideario mambí en las artes y las letras cubanas. Nadadora, filóloga, ciclista, cometa viajera; aunque se preferiría paracaidista o espeleóloga. Integra el staff del proyecto Rialta.

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